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Socialismo, ¿para qué?

En la España actual ha ocurrido lo que decía Tardieu en 1932: "En todos los países donde ha llegado el socialismo a gobernar se ha visto precisado a traicionar sus propios principios políticos, militares, coloniales...", y cuando ha puesto en práctica sus teorías económicas, ha fracasado", como le acaba de ocurrir a Mitterrand en Francia, habiendo tenido, por eso, que dar un viraje a gran parte de su política.El fracaso de los programas socialistas tradicionales se debe a tres causas. Por un lado, hemos caído en la ingenuidad verbal, al pensar que bastaba declarar nuestro propósito socializador para haberlo conseguido de modo casi automático al cambiar las personas al frente del Gobierno. Éramos como aquellos cándidos diputados de nuestra primera Constitución -la de Cádiz, en 1812- que consideraban suficiente proclamar unánimemente en aquella Carta Magna que los españoles tienen la obligación de ser "justos y benéficos" para conseguir lo sin más esfuerzo.

Por otro lado, la socialización de los medios de producción -con su cortejo de nacionalizaciones- no es el deux ex machina que se pensó que iba a resolver los problemas económicos y sociales. La realidad social es más compleja de lo que creyó Marx, por un lado, o han pensado los llamados socialistas utópicos, por otro.

Además, engañados por su egoísmo estrecho, los españoles no han obedecido, al votar socialista, a motivaciones sociales, por muy bellas que sean las palabras con las que se envolvió la propaganda política. Los más tienen unos motivos que se compadecen mal con un verdadero impulso social. Son como aquellos pueblerinos franceses que le decían hace 50 años a su cura: "Aquí todos somos socialistas. Nuestro lema es: cada cual para sí mismo".

Y los políticos -de una u otra orientación-, envueltos como están en el mismo ambiente que ha producido estas motivaciones, son, salvo excepciones, como los describe él análisis sociológico que hace pocos años hizo de Occidente la Public Choice Theory los gobernantes de las democracias -aunque sean legalmente correctos- buscan la mayor partede las veces, en primer lugar, su propio interés y el de sus amigos de grupo político; su preocupación mayor es volver a salir vencedores en las elecciones que vienen, sin fijarse suficientemente en el bien del pueblo. No pretenden un programa a medio, y largo plazo, les basta la moderada reforma que intentan momentáneamente.

Sin embargo, para no caer tampoco en un idealismo ineficaz, necesitamos de un impulso social que no desconozca las raíces que tiene el hombre. La gran regla de oro "no hagas a los demás lo que no quieras para ti" tiene presencia en todas las culturas: Zoroastro, Confucio, Lao-Tse, Buda y la Biblia judía la propugnaron. Pero cuando se le ha dado una versión más idealista ha sido frecuentemente un descorazonante fracaso social.

Por eso los más diversos estudios del hombre quieren -sin desechar del todo ese ideal máximo del amor- poner los pies en la tierra. Hans Selye, -el científico que mejor estudió la angustia que padecemos los humanos hoy- piensa que el principio. del amor "podemos adaptarlo para que se conforme a las leyes biológicas descubiertas en nuestra época". Debe convertirse en el principio de reciprocidad entre los hombres, que, sin olvidar nuestras raíces de egotismo, supere el egoísmo que olvida al otro y alíe inteligente y prácticamente la conveniencia con la generosidad.

Se trata así de obtener la deseada igualdad sin ser arrastra dos por un utopismo poco enraizado en la Tierra. Lo señala Adler-Karlsson para decia: "Queremos crear una igualdad perfecta, pero que sea aquella igualdad que nosotros llamamos una igualdad de oportunidades; queremos que cualquier individuo en el país tenga una oportunidad, sin tener en consideración para nada su renta propia, la de sus padres o su salud". No debemos pretender una igualdad niveladora, sino una igualdad de oportunidades para los valores que cada uno representa, sin discriminación alguna.

La misma función sindical ha olvidado uno de sus más fundamentales cometidos con sus militantes: "Convendría que no se ocupasen sólo de exigir aumentos de sueldo... Tendrían que pensar un poco más en el desarrollo educativo del obrero", decía el popularísimo y radical padre Leppich en la República Federal de Alemania de hace unos años.

"Lo pequeño es hermoso recordaba un economista como Schumacher, y en este principio basó la estructura de una sociedad satisfactoria a nivel humano. Lo colosal abruma a la persona porque no tiene la dimensión del hombre. En los pequeños grupos -sean empresas o asociaciones-, el hombre es todavía un hombre; la relación personal es posible y enriquecedora, siempre que no se pierda de vista la meta a alcanzar.

Las ciudades deben ser más pequeñas; los hospitales, menos grandes, y el país, menos un Estado centralizador y más una federación participativa. Las empresas, para funcionar eficazmente y conseguir una convivencia humana, necesitan una dimensión acomodada al hombre. "Cuando uno contempla nuestras ciudades transformadas en depósitos de materiales y en recintos estrechos donde se hacina el material humano, ¿habremos de aceptarlo como bueno?" (padre Leppich). Por supuesto que no. Nadie, por alto que sea su cargo y grande su responsabilidad cotidiana, puede olvidar que "las flores y los árboles aplacan el fanatismo", y que, como decía Coomaraswany, "cuando no tiene arte, la industria es una brutalidad".

Y para acceder a ello no podemos dejarnos llevar por el refrán "el zorro libre, en el galfinero libre". Porque los astutos serán siempre más fuertes que los inocentes y terminarán por ahogar la libertad de casi todos, aunque la proclamen constantemente de palabra por las plazas y los Parlamentos. Libertad de mercado, sí, pero combinada y corregida por la planificación. No una planificación coactiva que W. A. Lewis llama "planeación dirigida por compulsión", sino una planeación por inducción o persuasíón. No se'trata de imponer coactivamentelos precios, sino de crear los estímulos suficientes para que las empresas vayan por buen camino, social. Como tampoco se debe planificar todo desde la más alta cúspide del Estado, sino hacerlo de un modo más flexible, en consonancia con las necesidades particulares de los núcleos que son, por ejemplo, las autonomías. Querer los resultados económicos por una planificación forzada es caer en las críticas que hizo el propio Trotski a la dirección excesiva de los soviets, y que sólo se compensó de-hecho con el mercado negro, cáncer de toda dictadura.

Y que, así, la economía falsamente libre no se desborde, estropeando los espacios verdes, produciendo contaminación y polución cuando se desarrolla sin atención a las consecuencias del egoísmo materialista. O que la energía nuclear este sin norte y no pueda abocar a una decisión guerrera de resultados humanamente, incalculables.

Queda, por último, el punto clave: la educación. En nuestro país está en gran parte pendiente una revolución serena, pacífica, que elimine de una vez ese individualismo cerril propio de nuestro celtiberismo. El profesor Verde Montenegro observaba en los años veinte que la ética "informa de cuanto es plausible..., para que la humana convivencia pueda conservarse y perdurar". Nunca mejor dicho: la regla de oro de todas las culturas, aplicada no sólo a la vida individual, sino a la social. Lo que más nos falta a nosotros. Las barreras falsamente morales impuestas por el franquismo, como todas las imposiciones, no crearon una ética social en los españoles. Y ahora padecemos sus consecuencias, que han de prevenirse por un solo camino: el de la educación enunos móviles sociales y no egocéntricos, acostumbrando a que el escolar viva más de la colaboración. del grupo que de- tirar cada uno por su lado.

Tenemos que educar a la niñez, la adolescencia y la juventud "en la conciencia de nuestra deuda para con la "sociedad". Esa es la revolución ciudadana que producirá el cambio tan deseado y tan impacientemente esperado, dando a todos, creyentes o no una educación ética natural y práctica, que desarrolle el espíritu de cooperación ciudadana. Renovando además los contenidos de la enseñanza, que, aunque presenta dos mucho más atractívamente, son todavía los mismos de hace 50 años y no sirven para hacer ciudadanos del porvenir, y de ahí viene en buena parte el fracaso escolar, a pesar de los modernos métodos técnicos de enseñanza con fichas, y microordenadores.

¿Será este el sociálismo del futuro? Nuestros gobernantes tienen la opción en sus manos para realizarlo, sea cual sea el nombre que le demos.

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