Nueva doncella de Orleans
No es nuevo, ni impensable, que la mujer combata: ¡casco dorado de la doncella de Orleans, conduciendo a los ejércitos, arengando a las masas, la Potnia thëron, señora de las fieras, la gran madre de Anatolia, origen de la diosa Cibeles, la de leones, y de Artemisa la cazadora, o Atenas, la diosa armada con casco militar y escudo, vigilante para proteger a la ciudad!Y, sin embargo, la lid, la guerra, el combate, ha sido casi siempre terreno masculino. Y no hay que preguntarse por qué: las amazonas guerreras, a las que les faltaba un pecho para sostener bien el arco, eran mujeres castradas en su función biológica, y Diana era la diosa casta, lo mismo que Juana de Arco era la doncella, por excelencia.
Y es que la maternidad, el cuidado de la cría, la lactancia, la educación de los hijos no eran compatibles con la guerra. La guerra no deja pausas. Es larga, dura, inclemente. Por lo menos hasta hace muy poco, ahora las guerras son relámpagos (Malvinas, Libia). Un buen ejército era aquel que podía mantenerse durante meses ante las puertas de una ciudad, cavar trincheras, atravesar llanuras hundiendo los pies en el fango y la nieve. Las guerras eran largas, despiadadas (eso no ha cambiado) y poco compatibles con el dar la vida.
Y, sin embargo, las mujeres han luchado también junto a sus hombres en los momentos revolucionarios, en las luchas nacionalistas, o en las llamadas guerras de liberación, con la pala o el rastrillo en la mano, con la guadaña o la horquilla sacada del corral: manos comuneras de Juana María, aquella "cuya carne canta Marsellesa y jamás EIeison", manos "blanqueadas, espléndidas, bajo el gran sol de amor, sobre el bronce de las metralletas a través del París insurrecto". Era Rimbaud quien las cantaba, y fue Miguel Hernández quien escribió poemas al "ejército del sol y la alegría", donde los mandiles de las milicianas eran bandera para el "no pasarán"; y ahí están también las gaditanas constitucionales que hacían tirabuzones con las bombas del ejército francés. Y a partir de la Primera Guerra Mundial la mujer ha participado activamente con las armas en la mano en cualquiera de las guerras populares, nacionalistas o de resistencia (Argelia, Vietnam, Nicaragua, etcétera) al lado del hombre.
Y ahora, como si fuera algo extraordinario, una mujer reivindica su derecho a pilotar cazas militares. E inmediatamente surgen voces exigiendo el servicio militar obligatorio para todas las mujeres en aras del principio de igualdad.
Pero son dos cosas distintas, que no deben mezclarse. Está claro que poder, puede. Y más ahora que antes, ya que los ejércitos se han tecnificado, las guerras son limpias y rapidísimas, y además están los anticonceptivos (no hace falta ser casta como Diana, ni cortarse un pecho), y últimamente la cosa parece facilitarse aún más por lo del alquiler de niños (el juez nos ha explicado ya que es más madre la alquilada que la biológica). No se trata pues de un problema biológico, ni mental, ni de capacidad.
Pero si nos planteamos el problema de fondo, que es el de la igualdad, habría que enfocarlo desde otra perspectiva. No hay por qué generalizar un deseo individual ("me gustan los cazas") y convertirlo en norma, porque podría ser que muchos hombres, si se les preguntase, contestaran en cambio: "Odio la guerra, odio los cazas y los misiles", y por tanto tan justo sería, o más justo aún, deducir de ese deseo particular que ningún hombre debe hacer, la mili.
Puede haber - y de hecho ya se ha demostrado- mujeres que amen al ejército y hombres que prefieran pasar de él. Discutir si un ejército profesional es más o menos golpista que otro voluntario es seguir valorando a la institución, como inevitable, por encima de la persona y sus preferencias o valores. Muchos piensan que el servicio de armas es intrínsecamente malo, y hay que respetarles, lo mismo que respetamos en principio al que piensa Io contrario.
Si las patrias necesitan ejércitos, que se apuante el que crea en ellos y los quiera. De hecho, hasta el momento, el servicio militar obligatorio no cumple, aunque eso se diga y eso parezca, funciones de defensa, y ni siquiera de preparación militar (la mayoría de los soldados salen de él sin saber absolutamente nada), sino que ocupa más bien el lugar de los antiguos ritos de iniciación, pruebas a las que se sometía a los jóvenes para integrarles en la norma social y en la edad adulta.
La frase "allí te harán un hombre" revela el reproche del padre o de la madre ante la inmadurez todavía andrógina del hijo, y sobreentiende que allí, en la mili, se prepara adecuadamente al individuo para la aceptación de los valores sociales establecidos: sometimiento a la autoridad, a la disciplina y a la renuncia del propio yo, por el principio de obediencia ciega a la jerarquía, al tiempo que -dada la dureza del entrenamiento, el trato prácticamente inhumano y humillante que recibe el soldado- se le habitúa para que se introduzca sin demasiadas sorpresas en la maquinaria, ciega también, del trabajo productivo, trabajo no creador en la mayoría de los casos y donde tendrá que volver a soportar la sensación de ser sólo un número dentro del proceso. Y sus únicas armas serán allí las mismas que en la mili: zancadillas, picaresca, competitividad o agachar la cerviz y resignarse.
En este momento de grandes debates en el campo de la enseñanza, y ante el enorme paro laboral de los jóvenes comprendidos precisamente entre esas edades en las que se realiza el servicio militar (hay exceso de cupo ya hasta en el Ejército) no estaría mal pensar con cierta perspectiva y, en vez de restringir, abrir puertas; generalizar la enseñanza universitaria para todo aquel que la desee, de modo que cumpliera el papel de iniciación social (enseñanza gratuita, como es gratuito el servicio militar, e incluso subvencionada para los que lo necesiten con unas cantidades mínimas de subsistencia).
Y dejar que cada individuo libre -hombre o mujer- elija el camino que prefiera. Y no vale decir que eso es un despilfarro, una pérdida, una masificación estéril, de la enseñanza que bajaría la calidad de la misma y que además no resultaría productiva. No es tampoco productivo, o por lo menos desde el punto de vista de la productividad económica de una nación, el servicio militar obligatorio, y, sin embargo, se mantiene. Repártase el dinero y racionalícese; modernícense las técnicas de enseñanza, el profesorado y las universidades. Multiplíquense. Esas enseñanzas que ahora se desprecian -llámanse hamanísticas-, como el arte, el latín, la literatura, el griego o la historia, son fuente de desarrollo del ser humano y de su capacidad de pensar y actuar. Ser cultos para ser libres. No desaparecería el paro, pero se crearía un potencial energético, una riqueza a largo plazo que sólo podría redundar en el bien de toda la nación, y se acabaría con la desidia, la falta de oportunidades y las esquinas desoladas por las jeringuillas.
Mili voluntaria para hombres y mujeres y enseñanza libre y gratuita para todo el que lo desee. Suena a utopía, pero ni es imposible, ni le costaría más a la nación. Hasta en un aula hacinada y masificada se aprende algo, y el Ejército no se vaciará por ello. Hay gente para todo, como lo demuestra la chica prendada "del caza militar".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.