La tarde en que la 'jet' hizo cola en el Ritz
La embajada británica organizó la fiesta de ayer tarde en el Ritz -destinada a promover los productos de la patria suya, y en especial, la moda- en plan estricta gobernanta. Disciplina inglesa a tope. Parecía Gibraltar. Había una suerte de incomunicación antonioniana entre todos nosotros: quienes podían estar en la entrada no debían permanecer en el jardín, aquéllos a quienes se les había asignado el jardín debían respetar el Salón Felipe IV, y éstos, a su vez, no podían entrar en el Salón de los Tapices. Los españoles íbamos por allí como Moll Flanders por rastrojo, y ustedes ya me entienden.Pero lo peor fue lo de la 'jet'. ¿Qué me dicen ustedes de que esa gente que reina en Marbella y hasta en Puerta de Hierro todo el año, tenga que ponerse a hacer cola a la puerta del Ritz? Pitita, sin ir más lejos. Lo aguantó con gran clase, desde luego, flanqueada por su rutilante marido.
En una especie de mesa petitoria colocada a la entrada estaba el personal de la embajada que comprobaba el santo y seña de los invitados. Y ellas, Pitita, Tessa, Beatriz, Marisa, la señora Tocino, Preysler & hija, la señora de Fernández Ordóñez (don Francisco), en fin, todas, hasta Concha Solana, esposa del ministro de Cultura y portavoz del Gobierno, y Encarnita, la viuda de Tierno Galván, esperando con bendita paciencia. Curiosas las unas ante el acontecimiento, ansiosas las muchas por ver de cerca a lady Di, que en esta ocasión se presentó vestida de Carlos IV -casaca de moaré de seda verde con bordados dorados y godets en la zona posterior, sobre falda corta del mismo material-, sin duda influída por la visita que, esa misma mañana, había realizado al Museo del Prado.
En efecto, los príncipes de Gales -ella de fucsia y él de oscuro- habían acudido a eso de la una, con las infantas doña Elena y doña Cristina, al Museo del Prado, en donde realizaron una cumplida visita de una hora que demostró dos cosas: él entiende de pintura y se interesa verderamente por lo que ve, y ella es una mezcla de porcelana de Lladró y las rocas blancas de Dover. Bella y gélida. Greco, Murillo, Tiziano, Velázquez y Goya señalaron su recorrido. Especial éxtasis ante Las meninas, La marquesa de Santa Cruz -quizás para corresponder a los 800 kilos que nos costó rescatarlo precisamente de los ingleses- y las majas. Sobre todo, y tengo testigos, la desnuda.
Los príncipes y, las infantas posaron expresamente ante dos cuadros: La rendición de Breda de Velázquez, y Los fusilamientos de la Moncloa, de Goya. Carlos de Inglaterra, saleroso, se dirigía a los fotógrafos: "¿Dónde os va bien que me ponga?". Su entusiasmo por la pintura y su amabilidad -aquí no duelen prendas- le hicieron llegar pelín tarde al almuerzo que los Reyes de España ofrecieron seguidamente a la principesca pareja en el Palacio Real.
En la fiesta del Ritz, patrocinada por el British Knitting & Clothing Export Council, o sea, la cosa de la moda para la exportación, con el concurso de diversas empresas británicas, el asunto estuvo en colarse en el desfile, para observar: a) los príncipes hablan poco entre ellos; b), el príncipe habla mucho con los demás; c), la princesa sólo habla cuando le dirigen la palabra y, el resto del tiempo, pasea la mirada desvaídamente y tamborilea con los dedos sobre el programa; d), la moda inglesa es encantadora en lo clásico -ya saben, el estilo viudo con coderas de cuero y mucho tweed mientras piensa en Rebeca y en Manderley-, y e), al príncipe le atraen muchísimo más los modelos de cintura para arriba que de cintura para abajo. Otrosí: se enternece cuando salen con bombín y pa.raguas, y se ríe como un crío cuando los maniquíes masculinos -muy aparentes, por cierto- salen en pijama eduardiano jugando con ositos de peluche.
Un momento especialmente enternecedor se produjo cuando uno de los caballeros exhibidores se deslizó por las pasarelas vestido de jugador de cricket. El príncipe Carlos estaba feliz. Casi igual grado de éxtasis se alcanzó cuando Burberrys España presentó su colección de clásicos, en medio de un respetuoso silencio. Esas gabardinas. Esos blazers. Esas faldas escocesas. El público, distribuido en tres salones contiguos, tres pasarelas, seguía el desfile con sobria entereza. La verdad es que había poca novedad, pero se agradecía la belleza de las modelos, el estilo alado -pura comedía musical del West End- con el que paseaban, el revuelo de sus faldas, la seda de su piel destacando entre la chillona algarabía de la seda de los trajes de cóctel, cuajados de lazos, pedrerías y fru-fruses.
Los expertos comentaban que había pocas innovaciones, pero allí estaban: Chelsea, King's Road, Sloane... Nombres que para casi todos han representado algo en algún momento de compras locas de su vida.
A señalar que fue José Antonio Plaza -ya saben, aquel chico poquita cosa de la tele- quien hizo de maestro de ceremonias e indicó a la jet cuando tenía que ponerse de pie. A señalar que el playback que amenizó el desfile pasaba del tono grandilocuen tipo "¡Esto es cinerama!" al Lago de los Cisnes, aunque su mejor momento fue cuando entonó el Putting on the Ritz. A señalar que Carlos de Inglaterra iba vestido de redundancia. Es decir, de príncipe de Gales.
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