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Tribuna:RELATOS DE ENTRETIEMPO
Tribuna
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El niño y el perro

Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939) ha escrito libros de poesía, ensayos políticos y novelas. Su personaje más conocido -Pepe Carvalho- podría considerarse como una contrafigura del autor. El pragmatismo un tanto cínico de aquél contrasta con la exigencia ética permanente de su creador. La obra de Vázquez Montalbán permanece siempre en intenso contacto con la realidad. Pero no como fotografía, sino como objeto sobre el que aplicar la energía de una visión específica. El relato que hoy nos ofrece reúne todas estas características y las acentúa con un fondo hiperrealista que da pie a un sarcasmo sangrante.

Por aquellos días, el ministro de Industria afirmó que el balance de la reconversión industrial había sido positivo, en términos generales, y que era necesario asumir que el ajuste el un fenómeno permanente. La realidad industrial, aseguró el señor Croissier, se encuentra inmersa en un proceso de transformación que hoy, en este país, es un proceso acelerado. La postura inteligente y progresista no es frenarlo, sino, por el contrario, "aprovechar su empuje para situarnos de lleno entre los países más avanzados". El mensaje no tuvo cauces para llegar al niño no ya por la vía directa de la lectura -no sabía leer-, sino siquiera por la vía indirecta de la transmisión oral mediante parientes o amigos. Los parientes eran sombras intermitentes; la más constante tal vez, la de la madre, siempre entre dos borracheras o dos amores locos. Su madre era un largo silencio y, a veces, una mirada sorprendida porque él siguiera reapareciendo de tarde en tarde, como reclamando un tiempo y un espacio en su vida de mujer sin noción del espacio ni del tiempo. Los hijos mayores vagaban por los cuatro puntos cardinales del extrarradio de la ciudad y los dos más pequeños se orinaban mansamente en las esquinas del piso, diríase que lamiendo el mismo pedazo de pan que el día anterior o disputándose las tabletas de chocolate que el niño les llevaba de cuando en cuando. Eran unas tabletas conseguidas mediante un pacto con una tendera a la que había atracado con una navaja en la mano. "¿Cuántos años tienes?". "Siete". "Guárdate la navaja y te daré 1.000 pesetas". Luego llegaron al acuerdo de que pasara de tanto en tanto y siempre le caería algo, pero no dinero. "Dinero, no, que te lo gastarás en vicios". Y algún vicio tenía, perpetrado en sótanos abandonados a las aguas y a las ratas o entre las mamparas de antiguas fábricas y almacenes desguazados por las penúltimas epidemias de pobreza. Se pinchaba con la ayuda de El Supermanitas, un descuidero de 12 años que no teñía rival ni competencia en la barriada del Clot; pero el niño no estaba enganchado, sino que para él la jeringuilla era un juguete de horas bajas, cuando se sentía demasiado cansado de trotar por las calles de la ciudad desvalijando coches o atracando tiendecillas de poca monta; las más veces, regidas por viejas lentas que no sabían dónde tenían el grito ni los pies cuando veían la punta de la navaja como la prolongación de aquel cuerpo de culebrilla con los ojos algo turbios. Un espectador neutral -por ejemplo, el señor ministro de Industria o los responsables de que el Banco de España subiera por aquellos días el tipo de interés- habría dicho que el niño tenía un excelente aspecto de mendigo de película neorrealista, pero un tanto disminuido en su belleza cutre por aquellos ojos apagados, mal predispuestos a asumir las partes más estimulantes de la realidad. Será un mero recurso literario concluir diciendo que el niño tenía los ojos desencantados, así en la forma como en el fondo.Y en este punto coincidía con el perro. Es más, las desgracias del animal se habían iniciado el día en que los hijos de un inspector de seguros, el profesional más emergente de su escalera, aceptaron las críticas de su padre sobre los ojos del perro. No sólo no era de raza, sino que además tenía un ojo de cada color, y el inspector, cuando se cansaba de contemplar el televisor, inevitablemente se sentía atraído por la mirada del perrillo, cobijado en una esquina del living, y no podía reprimir un mohín de fastidio. "No me mires, Rusky", le ordenaba en tono airado, y el perro escondía la cabeza entre las patas para no ser visto y al mismo tiempo no verse en la obligación de asumir el desencanto que se generalizaba a su alrededor. Ya no era un cachorro, y a veces sentía la necesidad -muy de tarde en tarde, eso sí- de orinarse en una esquina de una alfombra pretendidamente turca que le recordaba los 20 metros de césped que el inspector cuidaba y recuidaba en su segunda vivienda, cuarta línea del mar en una urbanización con piscina, pista de tenis y club social donde jugar al mus y degustar paellas en verano y civets de jabalí en invierno. Por si faltara un motivo para romper el antiguo lazo de afecto entre la familia y el perro, el veterinario cobró 5.000 pesetas por quitarle un quiste sebáceo que le había salido en una pata, y no aseguró que otros quistes no aparecieran. Eso sí, benignos. Ya sólo restó convencer a los niños de que los perros son más felices en libertad que encarcelados en los pisos, y que con lo zalamero que era Rusky cuando quería, no tardaría en encontrar dueño. Y así fue liberado en un parque, apenas empujado para que saltara del coche, que partiría veloz nada más Rusky iniciara una carrera enloquecida en busca de la naturaleza ofrecida como un insospechado regalo de tarde de mayo. Había sido condición expresa del hijo pequeño que Rusky fuera abandonado cuando llegara el buen tiempo, porque era animal de escaso pelo y poca grasa, más bien friolero e incluso algo tímido.

Sobrevivió algún tiempo haciendo de Snoopy por las obras del mismo barrio en que lo abandonaron y aprendió a trepar sobre los poderosos cubos de basura de plástico, a derribarlos y seleccionar los escasos bocados que dejaba una ciudadanía educada en el principio de no desperdiciar la comida y apurar los huesos. Huesos sí había, pero tenía Rusky el hígado mal acondicionado para tan residual manjar, contra la sabiduría, evidentemente falsa y malintencionada, de que los huesos son la comida idónea para los perros. Sabiduría, como tantas, urdida por los hombres a lo largo de los siglos para quedarse con la mejor parte de la presa y además teorizar sobre la bondad de las sobras. Mal alimentado, deslucido, en plena crisis de la construcción y cojo por el atropello de un Peugeot 505 Turbo, Rusky se convirtió en un perro cansino, descarnado, maloliente y de aspecto ofensivo; un perro que ni siquiera inspiraba compasión entre las personas cansinas, descarnadas, malolientes y de aspecto ofensivo. Al contrario. Tal vez eran las más duras con él, y así, cuando se produjo el encuentro entre el perro y el niño, Rusky tuvo la intuición de que iba a ser agredido y se adelantó sabedor, por ciencia infusa, de que la mejor defensa es un ataque.

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La mordedura quedó sobre la delgada pantorrilla del niño vagabundo como el beso cárdeno de la muerte. El Supermanitas le dijo que el perro podía estar rabioso y que había hecho una tontería no cogiéndolo y llevándolo al parque para que lo observaran. "Esos perros callejeros tienen muy mal morder y te puedes morir rabiando, que es muy mal morir". De la misma opinión fue su madre, acuciada entre dos ausencias por la demanda angustiada del niño. En cuanto vio la mordedura y supo la causa se puso a aullar como una plañidera premonitoria y convocó a la fantasmal vecindad para que juzgara por sus ojos. "Tienes que encontrar al perro. Vivo o muerto", fue el diagnóstico, y el niño volvió a la calle, esta vez no para ofrecer' bolígrafos o pañuelos de papel a los automovilistas atrapados en las redes de los semáforos, ni para tirar del bolso de las viejas o romper con una piedra los cristales laterales de los coches en busca de una radio digital o cualquier otro botín menos tecnológico. Esta vez buscaba obsesivamente al perro dando voces y referencias, en la confianza de que un perro tan asqueroso era de fácil localización y de difícil olvido. Fue decisiva en este punto la contribución de El Espumilla, así llamado porque, hablara o no hablara el muchacho, siempre tenía una puntilla de espuma entre los labios, lo que le había hecho perder más de un cliente en cuanto, tras el primer careo de la busca, el amante de ocasión entraba en detalles visuales. El Espumilla se pasaba el día recostado contra un farol al que a veces Rusky se acercaba para engañarse a sí mismo. No por ganas de mear, sino por fingir que aún era un perro con instinto y autoridad para marcar límites.

Fue El Espumilla quien le dijo que Rusky acababa de pasar por allí, y a las dos manzanas lo vio olisqueando una bola de papel de plata, por si llevaba en el alma algún resto de alimento desdeñado. Se acercó el niño con cien sigilos, pero no tantos como para que el animal no alzara la cabeza y le mirara con el ojo verde, mientras el azul seguía, mejor o peor, pendiente del posible tesoro. Y aunque el niño puso voz de concordia cuando le llamó y fingimiento de oferta en la mano tendida, Rusky retrocedió, y se iba a echar a correr acera arriba cuando vio venir la patada de El Espumilla, y para eludirla se metió en un portal que no tenía más salida que la escalera alzada ante su estatura de huesos y pellejos deslucidos. Renqueante, se fue escalera arriba, olisqueando nuevas cotas o volviendo la cabeza para comprobar el pertinaz seguimiento del niño y de El Espumilla. Y así hasta que llegó al último rellano y ofreció a sus perseguidores su entrega de animal débil, una desesperada parodia de Snoopy que en el pasado le había permitido cosechar algunas ternuras y bocados extras. Con el lomo en el suelo, patas arriba y la cabeza ladeada para ofrecer el cuello, mientras la cola iba de este a oeste, dubitativa del peor de los puntos cardinales, o no vio o no quiso ver la navaja en una mano del niño, mientras con la otra apartaba a El Espumilla. "Déjamelo, es cosa mía". Y le clavó dos puñaladas en el cuello, y cuando el perro saltó como si quisiera colgarse de su propio aullido de muerte, otras dos puñaladas le cosieron el cuerpo, y otras dos y cuatro finales que ya sólo sirvieron para facilitar la sangría, mientras la cabeza puntiaguda se movía como la aguja de una brújula y los dientes asomaban fingiendo una ferocidad póstuma.

El niño metió a su presa en una bolsa de basura y la llevó para que la analizaran por si había posibilidad de rabia. Rusky tenía una cirrosis galopante, pero no la rabia. El niño volvió a sus calles y a nuestros descuidos y el perro sirvió de alimento a un tigre del zoológico, del que se asegura que, a pesar de haber nacido en cautividad, a veces ruge con acento del Punjab, patria remota de sus ancestros. En cuanto al señor Croissier, ministro de Industria, declaraba en el Club Siglo XXI que la necesidad de subirnos al tren de la revolución tecnológica era una idea sencilla, Pero que debía ser considerada con detenimiento por los agentes sociales, y, por su parte, el Banco de España volvió a elevar ayer el precio del dinero que presta a las instituciones financieras, bancos y cajas de ahorro, como continuación de su política de restringir la cantidad de dinero en circulación para poder alcanzar lo más pronto posible los objetivos de crecimiento monetario fijados para este año.

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