La televisión gubernamental privada
El Gobierno socialista, presionado dentro y fuera del país por quienes consideran que la televisión privada es una necesidad de la sociedad contemporánea, ha enviado al Congreso de los Diputados un proyecto de ley que contiene casi tantas paradojas como apartados, según el autor de este artículo, que analiza pormenorizadamente los distintos elementos de la ley propuesta y concluye que si este proyecto sigue adelante tendremos, en definitiva, una nueva televisión gubernamental de carácter privada.
El tan ansiado proyecto de ley regulador de la televisión privada es un claro exponente de lo que será la televisión gubernamental privada si el Parlamento no lo remedia, y tal como aparecen las cuentas de los votos, no es probable que sufra modificación alguna.Su articulado se colorea por el principio de intervención y control del Gobierno en las posibles empresas concesionarias. Es patente la sensación de que el Ejecutivo, forzado por la presión nacional e internacional, convierte la necesidad en virtud y aprueba este proyecto, pero con la idea de hacer pasar por las horcas caudinas a quienes aspiren primero -y luego consigan- a la concesión de un canal de televisión privada.
El texto, tal y como se conoce, contiene una larga serie de artículos a los que se les puede acusar de la tacha de inconstitucionalidad. Pero antes de entrar en su contemplación específica conviene precisar que todo el proyecto, en su conjunto global, adolece de una posible inconstitucionalidad, fundamentalmente por dos causas: la primera, porque, al hacerlo emanar del Estatuto de RTVE, acarrea los propios vicios que éste tiene. Así, la consideración de que la televisión es un servicio público esencial cuya titularidad corresponde al Estado y, por consecuencia, tal servicio debe ser un monopolio, lo que supone convertir un derecho de libertad de los ciudadanos en una gracia o concesión del Gobierno. Veamos.
Es un derecho de libertad aquel que se nos reconoce a todos en la Constitución; ojo, no que se concede, sino que se reconoce por ser innato y fundamental de la persona, cual es el de la libertad de expresión y el derecho a comunicar información por cualquier medio de difusión. Pues bien, este derecho se lo apropia el Gobierno y decide transformarlo en una concesión, en. un derecho que se concede. Le ha sustraído a los particulares el contenido de ese bien jurídico y pretende vendérselo -y nunca mejor dicho- al precio político y económico que crea oportuno.
A la Administración, en lo que se refiere a los derechos de libertad, le compete una actividad pasiva, de dejar hacer, y sólo intervenir cuando sea precisa su protección o a resultas de intromisiones externas, según reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
En segundo término, obvio es decir que la ley deberá ser orgánica; sin embargo, sólo el artículo 15 tiene esta característica. La motivación de por qué ha de ser orgánica es doble: de una parte, por razón de la materia, ya que se refiere a la libertad de expresión y al derecho a comunicar información por el medio televisivo; libertad pública y derecho fundamental reconocidos y amparados en el artículo 20 de la Constitución. Pues bien, el propio texto constitucional, en su artículo 81, determina que el desarrollo del contenido de tal precepto debe hacerse necesariamente por ley orgánica. De otra parte, porque en el mismo sentido se ha pronunciado el Tribunal Constitucional en reiteradas ocasiones (véanse las sentencias, entre otras, de 31 de marzo de 1982 y 24 de julio de 1986).
De aprobarse el proyecto como ley ordinaria, cualquier persona interesada que solicitase el amparo del Tribunal Constitucional lo obtendría, lo que no supone prejuzgar las decisiones del máximo intérprete de nuestra Constitución, sino únicamente considerar la coherencia de sus resoluciones.
El intervencionismo del Gobierno llega a extremos alarmantes al pretender trasladar preceptos del Estatuto de RTVE -que es, no lo olvidemos, un ente público- a las televisiones privadas para su obligado cumplimiento. Así sucede con los artículos 14 y 15 del proyecto. El primero de ellos es la transcripción del artículo 22 del estatuto, e impone la obligatoriedad para las empresas concesionarias de difundir las comunicaciones y declaraciones que en cualquier momento el Gobierno estime necesarias.
Bueno es recordar que el contenido de este precepto proviene, en su inmediatez temporal, del artículo 6 de la ley de Prensa de 1966. El artículo 15 del proyecto es la copia del 23 del estatuto, que impone a las empresas privadas el mismo régimen de publicidad electoral que tienen la radio y la televisión estatales en época de elecciones.
Atentado a la propiedad
Es un atentado a la propiedad privada, reconocida también en el artículo 33 de nuestra Constitución, el que las sociedades concesionarias de canales de televisión deban sufragar con su peculio particular todo aquello que el Gobierno quiera difundir, así como emitir publicidad electoral política, con la que puede o no estar de acuerdo; ésa es otra cuestión. En otras palabras, al amparo de un interés público a priori inexistente, se dispone una intervención censorial del Gobierno, cuyo incumplimiento acarrearía una infracción muy grave.En el mismo orden de dislates, las limitaciones impuestas en el artículo 19 del proyecto afectan a la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado (artículo 38 de la Constitución) y, por ende, a la legislación sobre sociedades anónimas. El limitar la participación de los particulares a un 25%. es un subterfugio de dudosa legalidad que trata de evitar el que se pase de una situación de monopolio estatal a otra de oligopolio, pero su contemplación es tan poco formal que provoca efectos antijurídicos. Cautelas de estas características sólo se aplican, en nuestra legislación mercantil, a aquellas empresas relacionadas con la defensa nacional, y sorprende que alguien del Gobierno llegue a dar el mismo tratamiento al medio televisivo.
La penalización que se hace a las empresas de comunicación limitando sus acciones a un 157. es claramente ofensiva si tenemos en cuenta que tales empresas son el sujeto organizado de la información, sin el cual no sería posible una comunicación libre y, en consecuencia, el mantenimiento de una sociedad democrática. Este límite, que también plantea una lesión al principio de igualdad reconocido y protegido en la Constitución, es la clara muestra de la idea que en las esferas del Gobierno se tiene acerca de la información. Nada impide pensar que posteriormente se reglamentará el que no pueda trabajar en las empresas de televisión privada más allá de un 20% de profesionales de la información, de periodistas. Quizá sea la salida laboral de políticos en desuso, ingenieros agrónomos en reciclaje, bomberos en paro o trapecistas voladores.
El proyecto crea un ente con facultades de control y censura que lo llama Organismo Autónomo para la Televisión Privada. Su forma de constitución y las funciones que se le asignan sorprenden por el tratamiento desigual que se da con referencia al Consejo de Administración de RTVE, que es el organismo más parecido al que ahora se crea. Los miembros del organismo autónomo -por cierto, pares, lo que supone problemas a la hora de las votaciones- son todos designados por el Gobierno. Sin embargo, los del Consejo de Administración se eligen por las dos cámaras parlamentarias mediante una mayoría cualificada de dos tercios.
¿Por qué no permitir que sean los representantes libremente elegidos por el pueblo quienes determinen el control que pueda ejercerse sobre las empresas privadas de televisión? Nada se explicita acerca de las vías que las sociedades peticionarias puedan tener para reclamar o recurrir contra las decisiones del organismo autónomo. Las causas tal vez sean un intencionado olvido, bien porque se piense que nadie reclamará o quizá porque sus decisiones estén revestidas de infalibilidad; pero siendo el proyecto tan excepcionalmente reglamentista en algunos aspectos, resulta chocante que no lo sea en cuanto a las vías de protección de los posibles derechos lesionados de los particulares.
Sanciones
El capítulo de sanciones e infracciones no tiene desperdicio y también adolece de una cierta tacha de inconstitucionalidad. Peligrosamente entra a considerar y valorar los contenidos de la programación que puedan emitir los canales privados de televisión, previendo una escala de sanciones gubernativas. Pues bien, ya el Real Decreto-ley del 1 de abril de 1977, sobre libertad de expresión y derecho a la difusión de informaciones, había abolido la posibilidad de sanciones gubernativas por motivos como los que en el proyecto se anuncian.La cuestión era que el Gobierno, sobre el contenido de los mensajes emitidos por cualquier medio, no podía disponer sanciones, y con este espíritu se redactó el artículo 20.5 de la Constitución, debiendo comunicar al fiscal general del Estado las posibles infracciones para que éste, por la vía judicial ordinaria, interpusiera las acciones pertinentes.
El proyecto vuelve a la legislación existente antes de 1977. En otras palabras, cuando viene a decir que al organismo autónomo le competen los expedientes sancionadores en razón al contenido de los mensajes que difundan las televisiones privadas, está resucitando para la televisión el artículo 2 de la ley de Prensa de 1966.
El análisis precedente se ha centrado sólo en algunas de las causas por las que creemos que el proyecto no es bueno. Item más, es jurídicamente desafortunado, políticamente efectivo y socialmente de dudosa eficacia.
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