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Tribuna:RELATOS DE ENTRETIEMPO
Tribuna
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'Diario de Kurtz'

Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954), cuya novela La noche del tramoyista está todavía reciente en el recuerdo de los lectores, es licenciado en Psicología y escribe una de sus primeras narraciones como réplica a Skinner. El presente relato forma parte de un proyecto amplio de escribir las páginas cero de ciertas novelas de su biblioteca. Semejante proyecto se plasma en el Diario de Kurtz -página cero de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad-, de una forma lírica, donde la escritura parece perforar también algún oscuro corazón.

"¡Oh, pero todavía te arrancaré el corazón!, le gritó a la selva invisible.Joseph Conrad, 'El corazón de las tinieblas'.

Lo que menos soporto es que el viento sople huracanado en la distancia, y que la selva permanezca inmóvil. Todo ocurre muy por encima, sobre la vegetación impasible y el cauce manso del río. En torno al barco, el silencio. En el cielo, las nubes bullen como el humo, el viento remoto, y el anochecer lento como una maldición siempre inconclusa, como algo que desconoce sus límites y que ignora el fin. Todo ocurre siempre muy lejos de este lugar tan poblado y tan ausente. Hasta los bancos de arena son poco más que su propio recuerdo, aunque puedan ser también nuestra perdición.

Me observa en silencio, sentada sobre las planchas que crujen levemente. Me observa cuando busco en los márgenes del río algo más que una barrera impenetrable, y me observa cuando la contemplo tan desconcertado que no soporto su mirada.

He visto algo en la espesura. Ignoro si era la piel pulida de un reptil o el brazo fugaz de un nativo. Podría ser también una rama sin corteza, el inicio de una podredumbre. El tiempo de nuevo inmóvil, de súbito sosegado y tenaz. Creo que tengo miedo, miedo de esta incisión de agua que nos devuelve a la costa, miedo de mí mismo y de su mirada atenta, tan convencida de que nada será igual, de que nada debe volver a ser igual. Tan dispuesta a intentarlo en solitario.

La distancia sólo puede medirse por la diferencia. ¿Qué importaría que a pocas millas de aquí se alzara mi ciudad, si en este lugar nada me la recuerda? ¿Qué importa el tramo por el que navegamos, si el cauce de este río es siempre idéntico a sí mismo? Creo que hemos alcanzado el momento equívoco de hallarnos fuera de las cosas, y que ella lo ha entendido así. A pesar de esto, puede asaltarnos el terror en el parque más cercano a nuestra casa, pero basta con correr unos metros para romper su reclamo. Aquí sólo podemos acodarnos en la baranda -encogernos quizá tras ella-, resignados ante el hecho de que la huida es tan despaciosa y perdurable como la vida, tan frágil como ésta, lo que da a nuestro momento el aroma de un perfume insoportable.

Le he propuesto protección, pero no responde ya a los estímulos del miedo. De día observa también la orilla, aunque su mirada no se desliza sobre la capacidad de la vegetación. Parece atenta a un paisaje tan amplio y tan abierto como el mar. Creo que las fiebres inquietaron su cordura, y que ahora ve en el inagotable muro de la selva el reflejo de todo lo posible. De ser así, debe encontrar un gran placer en su contemplación.

Ha estado interrogando al capitán. Les he visto bajo el cañizo, las cabezas reclinadas sobre una conversación que se ha prolongado largo rato. No puede haberle contado su proyecto, pues el capitán no lo hubiera tolerado. Ignoro los frutos de su fantasía, pero seguro que le ha sacado buena información. Ahora el hombre me contempla con cierta curiosidad, unida a su ya habitual desprecio. Nunca nadie ha mentido como ella, quizá porque nunca nadie ha creído tanto como ella en una verdad inmóvil y ajena como un dios, o, mejor, como la estatua de un dios. Una verdad ciega a las adversidades de su presencia, tan inútil y poderosa como el más público de los secretos.

Hemos encallado. No ha sido grave, pero tenido que poner en marcha la forja de a bordo para reparar unas piezas. Esto nos detendrá un par de días. La ocasión que ella esperaba, si es cierto lo que sospecho. Tengo tal seguridad, que he decidido cambiar el sueño. Durante el día, cuando los mecánicos maldicen bajo el sol insoportable, dormito a la sombra del chamizo. Las noches las paso en vela, simulando dormir. No puede acusarme de ser su carcelero quien ha luchado tanto por defender su locura.

Quizá el último intento. La buscado por entre las brumas de un sueño que me toma en silencio. La he buscado adormecido por tanta vigilia inútil, por tanta guardia inconclusa. La he acorralado para explicarle que tengo miedo, que me aterra carecer de sentidos, carecer de ideas, carecer de defensas ante un mundo tan terriblemente distinto. Y me ha dado la razón, aunque con lengua de víbora. Me ha dicho que debía deambular por las calles de mi ciudad, que para sentirme vivo debía beber el vino cálido, y que debía disfrutar con una prostituta risueña para creer en la eternidad. Lo mío es distinto -me ha dicho- No tiene nada que ver, pero es algo parecido al sexo.

Todo ha resultado tal como lo temía. He acampado en un claro de la orilla, junto al bote de salvamento. No quería encender un fuego, pero he visto el reflejo de mis temores en la espesura. De todas maneras, el barco está ya muy lejos, y no se molestarán en buscarme. A nadie sorprende que se ausenten dos enamorados, aunque lo hagan en el paraje más impropio ,para el amor. El capitán, siempre aburrido en el barco, que se habrá puesto de nuevo en movimiento, pensará que el desborde de la pasión no encuentra nunca impedimentos. ¡Qué lamentable equivocación! La pasión es siempre patrimonio de una sola persona, y su estallido aleja hasta a la causa que la provoca. Nada hay en el mundo que soporte con dignidad el deseo ciego de un extraño.

Simulaba dormir en la cubierta, bajo una nube de insectos que alejaban de mí la flaqueza de hundirme en el sueño. De improviso vi su silueta recortada en la claridad de la luna. Me inmovilicé casi en exceso, temeroso hasta de que me delatara el brillo de las pupilas. Ella se deslizó, muy despacio y en silencio, hasta la popa del vapor. Allí estaba el bote de salvamento, atado con un cabo a la baranda. Movió unas cajas que había ocultado bajo una lona. Me daba la espalda, y aproveché la ocasión para ponerme en pie. No me costó acercarme a ella, aunque un resto de pudor me obligó a pronunciar su nombre. Primero volvió la cabeza y luego se lanzó a mí como si quisiera abrazarme. La luz de la luna delató su cuchillo, que emitió un diminuto destello, tan rápido como un fogonazo. Lo así en el aire, muy cerca de mi costado, y cambié su trayectoria con el placer amargo de la apropiación irrepetible. Su rostro parodió la sorpresa en el momento de acatar la muerte. Dejé que sus manos, incapaces ya de desclavar la hoja, se asieran a la empuñadura. No tuvo tiempo de desplomarse. La cogí por el cuello y la empujé contra las cuerdas de la baranda. Su cuerpo cayó al río, y el cauce oscuro de las aguas lo alejó del barco. Consumé entonces mi apropiación. Cargué las cajas en el bote de salvamento y retorné a la selva en lugar de ella. Mío es su mundo y mía también su intención. Creo que sabré defenderme, y hasta creo que el placer me mostrará su rostro distante. Cuento con el arma poderosa de no tener nada que perder. A fin de cuentas, todo conduce a la derrota menos la derrota misma.

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