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Tribuna:RELATOS DE ENTRETIEMPO
Tribuna
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Catorce maneras de matar al pavo

Juan García Hortelano (Madrid, 1928) es una de las figuras más representativas de la llamada generación del 50. Con Gramática parda obtuvo el Premio de la Crítica en 1983. Los personajes que aparecen en Su obra pertenecen por lo general a un mundo cuya peripecia histórica transcurre paralela a la del propio autor. El Madrid de los años sesenta, los tiempos de la clandestinidad y el compromiso político, el esperpento del desarrollo, los nuevos hábitos burgueses; todo ello basado en una ironía a veces socarrona, que conforma una de las principales caacterísticas de este narrador. Catorce maneras de matar el pavo mantiene un difícil equilibrio entre la risa y el llanto. Y por debajo del sarcasmo emerge siempre una realidad insistente y demasiado precisa que no parece fácil olvidar. Con esta narración del autor de El gran momento de Mary Tribune comenzamos la publicación de una serie de relatos para este tiempo de vacaciones.

Trabajaron a dúo en aquellos años de la clandestinidad. El emparejamiento de Anselmo y Clavijo fue -por lo menos así lo parece ahora- una de las pocas decisiones acertadas de la cúpula de la organización. Sí, parece mentira, cuando me pongo a recordar los tiempos idos, que a los cerebros autómatas de la cúpula se les ocurriese la sutileza de reducir a uno dos peligros.-Tú, Lola, deja claro en todo momento -me instruyeron, al encargarme la tutela de aquellos dos plepas- que ostentas, por delegación, la plena autoridad del comité. Y cuídate de que no se fascinen de tu persona al unísono.

El conocimiento de Clavijo y de Anselmo en el bar de la Petra me proporcionó la convicción de que, con Clavijo y Anselmo alistados en la lucha por la libertad, nunca derribaríamos al tirano. Se trataba, por duplicado, de ese tipo de militante que sólo se admite en organizaciones desesperadamente necesitadas. En apariencia eran muy distintos, aunque nunca conseguía distinguirlos completamente, ni siquiera cuando, con el paso del tiempo y al calor de las circunstancias, empezaron a fascinarse de mi persona. Nada más terminar la primera entrevista, propuse motivadamente al comité que se les expulsase de inmediato y que, si se disponía de dinamita, se dinamitase el bar de la Petra.

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-De entrada me preguntaron cuál es mi verdadero nombre. Con la intención de establecer un clima de confianza, Anselmo me informó que Clavijo se llama Nicolás, y Clavijo, que Anselmo se llama Saturnino, Satur para los íntimos. A continuación, después de preguntarse entre ellos a efectos retóricos que dónde habrían encontrado los del convento a una chavala como yo, han planteado el problema que en estos momentos les inquieta, consistente en no saber qué hacer durante el verano con el material de propaganda que se les pasa para distribución. En invierno no hay problemas, dado que durante el invierno en el laboratorio donde trabaja Clavijo se enciende la caldera de la. calefacción. Pero he aquí que de abril a noviembre la empresa del laboratorio tiene la costumbre de mantener apagada la caldera de la calefacción y a ellos se les amontona el material en sus casas. Me han encargado expresamente que os exponga la cuestión, bajo la velada amenaza, en el caso de que el convento no les haga caso, como tiene por costumbre, de repartir por todo el barrio hasta el último panfleto, lo que, según ambos provoca siempre una espectacular disminución de la militancia. Luego pidieron otras cervezas y me invitaron a conocer la granja experimental de Voronov, pariente de Anselmo y un genio de la genética avícola, en cuyas instalaciones sugieren que podrían impartirse cursillos de anticlericalismo científico. También a invitación suya aboné las consumiciones por delegación, ya que se trataba de una reunión de trabajo. Y hemos quedado, tan amigos, en vernos un día de éstos. Resumiendo, y después de haber tenido el honor de conocer a esos dos titanes de la resistencia, mi propuesta es que ellos o yo.

-Paciencia, Lola -me aconsejaron-. No están los tiempos para prescindir de nadie.

Evidentemente, vivíamos tiempos dificiles, pensé cuando se me descrisparon los nervios. Y en no más de 15 días logré blvidar a Clavijo, a Anselmo, a su pariente y el bar de la Petra, uno de esos lugares donde el jolgorio había dejado embarrancada la historia. Cometí el error de suponer cancelada nii tutela sobre aquellos dos sujetos, aquejados de todas las enfermedades infantiles del cinismo.

Unos meses después fui enviada a París en misión rutinaria. La rutina, un bálsamo para mi maltrecha convivencia de aquella época, acabó el día en que se me encargó recibir, a pie de estribo y de hoy para mañana, a Clavijo y a Anselmo, que llegarían en funciones de mensajeros. Aquella madrugada, camino de la estación, estuve tentada de desertar y exiliarme en la patria de donde ellos venían. Deliberadamente llegué unos minutos tarde y, cuando esperaba encontrarles brindando con champán catalán en la cafetería, los descubrí en el andén vacío, rodeados de maletas y mohínos.

-¿Algún contratiempo?

-Ninguno, salvo el pánico al pasar la frontera.

-Procura, hermosa, que nos reciban pronto el recado, para volvernos cuanto antes y, si no es mucho pedir, de vacío.

-No sé si ha llegado a quien debéis entregar el mensaje.

-¿Vamos a parar de fonda o en la casa dIuno de esos compatriotas que viven donde Thorez perdió el kolvac?

Detestaban París, a pesar de conocer concienzudamente la ciudad y quizá porque en ella no acababan de encontrar algo similar al bar de la Petra. A media, tarde se me ocurrió pasar por el hotel. Se habían metido en la cama a fin de olvidar, durmiendo, dónde se encontraban, pero bajaron al instante y, al enterarse de que no se trataba de la cita con el prefecto del convento, sino simplemente de que yo había tenido la ocurrencia, declararon que ellos pagarían la cena.

A los postres, tras unas miradas de indecisión, Anselmo resolvió sincerarse:

-El miedo de anoche en la frontera, ¿qué quieres, preciosa?, fue especial, uno de esos pavores que cuando te pasan te dejan miedo y vergüenza para unos lustros. Conforme atravesábamos Las Landas en plan correos del zar, estimamos prudente no transportar en el futuro más mensajes sin conocer su contenido.

-Precaviendo, ¿comprendes, guapa? -me explicó Clavijo-, un supuesto de caída en las garras de la sabuesería.

-De modo tal -aclaró Anselmo-, que uno sepa por lo menos la entidad del motivo por el que le están zurrando la badana, cuando ya le estén zurrando la badana a uno.

-Lo que, de paso, permite adelantar la clave del dichoso mensaje antes de que te rompan el primer hueso; si la clave, como suele ocurrir con las llaves del convento, es facilita. ¿Está claro, hermosa?

-Demasiado. Lo único que no descifro es por qué habéis pensado que yo soy la idiota adecuada para transmitir al comité vuestra pretensión de conocer el mensaje y la clave antes de emprender viaje.

-No te alborotes, - cielo, que únicamente se trata de un dispositivo que se nos ocurrió anoche, para, ya que entras en la cárcel, entrar ileso.

-Exactamente -corroboró Clavijo-. Y no pretendemos molestar a los del comité. ¿Lo vas entendiendo, guapa?

-Ahora menos que antes, rico. Pero está claro que anoche, atravesando Las Landas, se os arrugó la hombría hispana y que habéis decidido dimitir de mensajeros, igual que decidisteis hace tiempo no distribuir el material de propaganda.

-Razonemos, Lola -Anselmo se pasó las manos por la cara-. Anoche se nos arrugaron, pero en Irún. Si se nos ocurrió levantarle las faldas al muñeco pasando Las Landas fue porque por allí pasábamos, además de que sea ése un paisaje nocturno puesto adrede por los gabachos para asustar a los pobres ibéricos que acaban de cruzar con pasaportes falsos el maldito Bidasoa. Nada más lógico que en el tren, puesto que en el tren estábamos y no en San Petersburgo...

-Leningrado -rectificó Clavijo, con magistral precisión ortodoxa.

-...Aprovechando que íbamos solos en el compartimento, abriésemos por el culo el tubo, sacásemos el papel, pringándonos con la asquerosa pasta de dientes, y total, ¿para qué?, porque, después de leerlo unas mil veces no conseguimos entender nada.

-O sea, ¿que os habéis atrevido a ... ? -y grité-: ¡A mí, no! ¡Os prohíbo que me lo contéis a mí!

-Aunque no nos conocemos de antiguo, creemos, bonita, que no eres la chinchorrera intolerante que te empeñas en parecer. La violación del tubo debe quedar entre nosotros. Y ya que hemos leído el papelillo, anda, humanízate una pizca. ¿Está en clave o es sólo un párrafo elegido al azar de una de esas arengas del comité que -Satur y yo nos resistimos a divulgar para no deprimir a las masas populares del,barrio?

Unas dos horas más tarde no supe maquinar mejor venganza que decirles la verdad. Me detuve en la acera, conseguí una sonrisa de connivencia varonil y confesé:

-No está en clave. Se trata de unas frases, ya publicadas, del secretario gen-eral. El mensaje no tiene ningún significado -remaché, y, aunque en su estupefacción se adivinaba que estaban cerca de adivinar, me apresuré a clavar el estilete. Efectivamente, ni siquiera es un mensaje.

-Entonces nosotros ni siquiera hacemos de correos, sino de cobayas.

-Y lo hacéis muy bien, porque si siendo como sois lográis pasar una frontera, una persona normal la pasará sin despertar ninguna sospecha.

Aquella noche ya no les oí una palabra más, hasta que en la puerta del hotel uno de ellos dijo:

-Gracias, muchacha.

Por una vez me sentí satisfecha y sosegada al acabar con un hombre (y eran dos). Luego, cuando, convenientemente informado el comité, me eximió de la- tutela de Anselmo y Clavijo por incompatibilidad mental y me olvidé de ellos, recordaba a veces aquella noche en París y sentía de nuevo el placer de la venganza. Preveía que acabaría siendo el único placer que los hombres podrían proporcionarme. Pero incluso cuando la cosas fingían marchar bien, sabía que, cuando las cosas fuesen irremisiblemente mal, siempre sería posible resarcirme de la equivocación de haber tomado a uno por auténtico descubriéndole a cualquier otro la parodia de hombre que era.

Quizá por entonces ya tenía conciencia de que luchaba no sólo contra el tirano, sino contra la clase social más reaccionaria, aunque imprescindible para la perpetuación de la humanidad. Hasta en mi tribu, dedicada a hacer progresar la humanidad, ellos eran los que dirigían monopolísticamente la marcha del progreso. Así se explicaba que, por indiscreciones de la tribu, me llegasen cada tanto noticias de las actividades subjetivistas de Anselmo y Clavijo. Yo prefería imaginarlos como dos blandos ratoncitos correteando por un mapa de Europa. Lo cierto es que los olvidé más de lo que yo misma suponía, porque, aquella noche de verano en que me los encontré paseándome la calle, me costó reconocerlos.

-Hola, Clotilde. Siglos sin veros, ricura.

-Lo mismo, preciosidad, ni te acuerdas ya de nosotros.

-Un día me vais a,llamar muñeca y a mí se me van a escapar un par de bofetadas. Para vosotros soy Lola. Pero era inútil irritarse porque conociesen mi nombre y mi dirección, porqut no hubiesen sido expulsados, porque fuesen como eran, ya que, al fin y al cabo, únicamente pretendían atreverse a tocarme. Y presentarme a Voronov, que las noches de sábado recalaba en el bar de la Petra.

-Aquí, una jefa, y aquí, un sabio de la vida animal.

-Con éste tendrías tú que casarte.

A Voronov se le ruborizó la barba y se le hizo crónico por el resto de la velada su habitual mutismo. La sugerencia de Clavijo tampoco era tan incongruprite, ya que ellos me demostraban su aprecio proponiéndome entre sus conocidos al más experto en el trato con animales.

Pero si aquella noche apenas habló, hablaría, y torrencialmente, cuando Clavijo y Anselmo me llevaron a conocer la granja experimental. Allí, en sus dominios del estiércol y del plumaje, Voronov usurpaba. el uso de la palabra, y Anselmo y Clavijo, desdeñando la política, escuchaban. Lo curioso, como fui advirtiendo en las sucesivas visitas a la granja, es que únicamente les apasionaba lo que ellos dos entendían por política.

Los domingos, cuando comprendía que la sobremesa acabaría al terminarse la botella de anís, solía salir a la explanada trasera de la granja y me instalaba en una tumbona a contemplar entre los árboles del arroyuelo alejarse la tarde por el campo vecino. Al rato, Voronov se sentaba a mi lado. La conversación a volumen tabernario de Anselmo y Clavijo excitaba el cacareo vespertino de las aves.. Yo esperaba que de un momento a otro aquel barbudo, que sólo hacía notar su presencia ante los patos y las gallinas, me pediría que me casase con él. En tales momentos nada parecía más natural que dedicar la vida a coger las puestas y (tras mucho parloteo sobre los códigos genéticos) a cruzar especies hasta conseguir la gallipava de Castilla.

Tardó años en arrancarse y, cuando lo hizo, se limitó a colo car una mano sobre mis rodillas. Ni siquiera me miró a los ojos y yo dudé sobre el significado de aquel gesto o de aquella caricia. Para entonces, la muerte del tirano había sacado de la cárcel a Clavijo, y Nicolás Clavijo dormía la siesta en una hamaca tendida sobre el arroyuelo. Habíamos sobrevivido, sin saber bien a qué y cómo. Pero allí estaba Lola, con la mano de Voronov sobre sus rodillas, todavía esperando algo de una vida por inercia que yo no había elegido.

-Pensaba que así, sin más, hemos sobrevivido. Que esta tarde, ¿te das cuenta, Voronov?, es igual que taritísimas tardes de domingo que aquí hemos pasado. Dentro de un rato se despertará Nicolás. Luego, al anochecer, llegará Satur con el niño. Pronto va a hacer siete aflos que me salí del convento. O que lo dejé.

-Te llamaban Dolores, ¿verdad?

-Bueno, sí, casi. Me llamaban Lola, que resultaba menos alusivo y que cuadraba más con la figura de tía buena que yo tenía en aquellas décadas. No puedo recordar cómo lo dejé, cómo fue que me salí, ni mucho menos si hubo un día en que pedí la baja. Supongo que la pertenencia se fue deshaciendo como un terrón de azúcar en un vaso de agua tibia. A caíribio, mí militancia se recrudeció, porque en aqueflos días cayó Nicolás Ciavijo y yo no paraba de abogados, protestas, reuniones, paquetes a la puerta de la cárcel. Para terminar de hacer más ambigua la situación, hubo una madrugada en la que Anscimo, que se había escondido aquí bajo las alas de tus gallinas, me tomó de paño de lágrimas y, una vez llorado, me montó la bronca, al descubrir que yo no había esperado virgen a que él me tornase.

-Pero se trasladó a tu casa.-Contra toda lógica y toda prudencia. Se suponía que ni siquiera tú sabías que vivíamos juntos. Tampoco dispuse yo de mucha ocasión para percatarme, ya que en cuestión de dos meses se casó con Nati, a la que tenía embarazada de cinco. Y cuatro meses después de la boda Nati se quedó en el paritorio. Las buenas amistades, basándose en la celeridad de la confusión que entonces regía nuestros actos, propalaron la noticia de que Nati había sufrido el infarto nada más enterarse que yo había parido un hijo de Anselmo Saturnino. Aflos atrás, los del comité ya habían advertido a los dos de que yo les enamoraría y, aunque acertaron en el vaticinio, lo que nadie pudo presagiar es que les enamoraría tan fugazmente. Así es que me ahorraron fugarme a un paraíso perdido, como tres veces al día me entraba la tentación, puesto que nadie me daba a mí una importancia duradera. Continué pasando aquí los domingos, escuchando los monólogos políticos de Anselino Saturnino y tus monólogos acerca de las posibilidades de alterar las especies aprovechando la infinita variedad de los individuos. A mí, la verdad, el domingo se me iba en un soplo, pensando en la variedad infinita de despropósitos que conforman la vida.

-Yo creía que te distraíamos con nuestras manías.

-No, Voronov, me intoxicabais. Tú en aquella época te dedicaste a establecer las maneras de matar un pavo, con el menor sufrirniento para el animal y el mayor gusto de la carne para el comensal. Comíamos pavo todos los domingos, en consonancia con el desarrollo económico del país, y a mí tus pavos con los aminoácidos alterados me sabían a miedo, en consonancia con los terrores que la paternidad le proporcionaba al viudo Saturnino. Hablaba como un fascista, acuérdate, y es que, entre el niño en la cuna y Clavijo en la cárcel, estaba dominado por ese odio del borracho al borracho, o del cenagoso al cenagoso, o del cobarde al cobarde, esa repugnancia a no admitir que los demás sean como lo peor que uno es. Durante la semana yo luchaba contra los virus del domingo, peleaba contra el tirano, contra el pesimismo delirante, contra el cansancio y contra la amnesia. ¿Cómo era posible que Anselmo hubiese olvidado nuestras ocho semanas de idilio clandestino y que el otro hasta en la celda hubiese olvidado el placer que nos dimos aquel día en que me arrancó la ropa tan oportunamente?

Voronov miró instintivamente hacia la hamaca, en la que, sentado, Nicolás se desperezaba de la siesta.

-No temas, que ni me oye, ni le importaría que te lo contase.

-Ellos lo pasaban muy mal -suspiró Voronov.

-Ellos, tú, algunos millones más de gentes y yo. Yo por lo menos intentaba no perder el valor. Por lo menos nunca confundí la lealtad con la militancia, ni el gusto con el capricho.

La mano de Voronov se separó de mis rodillas.

-¿Tienes ahora novio, Clotilde?

-Ninguno formal, que es a lo que tú te refieres, Voronov. Si lo pienso, los únicos que he tenido han sido eflos. Y de los dos, con ése, que ahora está corriendo por la explanada para quitarse la modorra, rrie habría formalizado no ocho, sino 800 semanas. Pero continúo sin saber por qué Nicolás Clavijo nunca más quiso abrazarme desnuda, como me abrazó cuando se iargaron los sociales. Te juro que parecía sincero, y es lo que me resulta más inexplicable -cogí entre las mías una de las manos de Voronov-, lo que jamás aprendo a desentraflar, la espontaneidad. Quizá porque me educaron para la duplicidad y el fingi-niento; quizá porque no tengo un código genético calculado para ese milagro. Ahora, mira, Clavijo se ha puesto a hacer flexiones.

Suavemente desprendió la suya de mis manos y se marchó a preparar la cena, sin pedirme que me casara con él. Al rato, Nicolás Clavijo intentó darme el mítin con las propuestas ecológicas que el comité había decidido incorporar al programa. Me irritaba soberanamente que él y el comité propugnasen la defensa conjunta de los derechos del proletariado y de los derechos de las focas; y así lo mantuve Estuvimos discutiendo hasta que S aturnino y el niño llegaron, cuando ya casi no quedaba más luz solar que la de los focos en los corrales de Voronov.

-En su momento, Nicolás me lo contó todo -dijo de improviso mientras ambos ponía mos la mesa para la cena el do mingo siguiente, un domingo propicio para una petición matrimonial, ya que llovía a rachas, se estaba bíen junto a la sala mandra y ellos había decidido llevar al niño a un inmenso par tido de fútbol.

Esperé a que estuviésemos sentados y sólo entonces le pregunté:

-Vororov, ¿qué es lo que Clavijo te contó ein su momento?

-Lo que poco antes había ocurrido entre vosotros. Había traído, para enterrar aquí, unas multicopistas. Se veía venir, con tanta detención, u"' desmantelamiento del aparato. Y así fue, que también a él le detuvieron. Siempre ha tenido olfato Nicolás para olerlas oportunamente. Que gracias a ese instinto me dijo, al ir a buscarte aquella tarde los husmeó en las esquinas. En vez de aguardarte en el bar, subió a tu piso. Tú, que te estabas aviando para salir, le dijiste dónde escondías aquellos papeles que siempre teníais donde no debíais. Nicolás te ordenó que te desnudases y te tumbases en la cama, colocó los papeles entre los que había encima de la mesa y se desnudó. Que os hicieron esperar, me dijo.

-Un infierno, durante el que llegue a pensar, primero, que Clavijo había visto figuraciones por las esquinas, y luego, porque se estaba excitando, que todo era un truco.

-Pero sonó el timbre. Y entraron corno entraban, más arrolladores aún si cabe, ya que os estaban sorprendiendo medio en cueros. Revolvieron y revolcaron, tan seguros de sí mismos que no supieron ver lo que os comprometía; Clavijo se fue creciendo en su protesta de novio indignado, de ciudadano respetuoso, pero que conoce sus derechos, y los cuatro sociales se largaron. También me dijo que os quedasteis casi desnudos, temblando, con una alegría más grande que el susto, y que ocurrió lo que era lógico,

-¿Lógico? Lo que sé es que ocurrió algo muy hermoso. Espero, Voronov, que así te lo contase también Nicolás.

-Clotilde, esas cosas privadas se cuentan entre hombres sin detalles. Dijo sólo que, al fin, gustándole tanto como le gustabas, había pasado una noche entera contiao. Nada más. Él sabía cuánto le interesabas tú a Saturnino.

-Y, ¿por eso ya nunca más ... ? Marica de mierda...

Salí a portazos, que alborotaron al averío que Voronov permitía dormir, me metí en el coche, puse en marcha el motor y me entretuve llorando sobre el volante. Aquellos dos pertenecían a esa raza de hombres a los que nunca se hace caso, pero a los que tampoco se expulsa nunca, se apiasta, se aniquila. Hasta el miedo se les había permitido, porque, según parece, los muy hombres también lloran. De haberlos tenido frente a mí, habría sabido humillarlos hasta el enmudecimiento, como aquella lejana noche en París. Sin embargo, gracias a que los hombres no escasean, disponía de un ejemplar al que herir con la verdad.

El aire estaba húmedo, se bebía, y paseando por la oscuridad percibí a Voronov en la explanada. Debía calcular, como calculaba el engrosamiento de las ocas, la duración de mí ataque de histeria. Me detuve y se aproximó.

-Aunque sin detalles, tal como los hombres os contáis vuestras hazaflas, lo sabes todo. Si te vas a decidir a proponerme que me case contigo y con tus animales, información suficiente sobre mí ya tienes.

Se contuvo la risa, al tiempo que me colocaba una chaqueta de lana por los hombros.

-De sobra, Clotilde. Son muchos los años de frecuentarse.

-Tampoco te demores, Voronov, que de un día para otro soy ya una cuarentona. Pero, por si te decides a pedirme, me gustaría que antes realmente lo supieses todo -noté que había dejado de sonreír-. Cuando Nicolás Clavijo renunció generosameinte en beneficio de Anselmo Saturnino y Anselmo Saturnino caballerosamente cumplió el compromiso que había contraído con Nati, nadie supo que yo también estaba embarazada. Todavía ahora hay domingos que me da tonta, que pienso que ese chico de Satur, que corre por aquí detrás de las aves, es el mío, aquél.

Enlacé mi brazo con el suyo.

-¿Y estuviste segura, Clotilde, que ese chico que no llegaste a tener era de Satur? ,

-Hombre... -y fui yo la que reí entonces-, de ese asunto de la paternidad los únicos que estáis seguros sois vosotros. Riesgo de equivocarse siempre se corre, y más cuanto menos confias en ti mismo. Seguro que aún te acuerdas de las 12 maneras de matar al pavo, que tú inventaste por aquellos años, cuando inventábamos maneras de derrocar al tirano de un día para otro. Pues añade a tu docena la peor manera que existe, y es que le tengas miedo al pavo.

Se lo pensó con calma y, por fin, dijo:

-Hay otra más daflina, y es que no quieras reconocer ni ante ti misma, Lola, que le tienes terror al pavo.

-¿Te refieres a mí, Voronov? -había agachado la cabeza y besaba la mano que yo apoyaba en su brazo- Porque se me ocurre otra, y debemos ir ya por la 15.

-¿Cuál?

-Es la que menos gracia me hace, te lo confieso. Consiste en dejarte estar y que el propio pavo se canse de estar vivo.

-Tienes razón, Lola. Si es que uno se pone a discurrir maneras y nunca acaba de ver peligros por todas partes.

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