Los ojos de Milagros
Ya sé que el tiempo ha pasado y que ese inexorable compañero que restaña todo tipo de heridas me perdonaría, igual que tú, que haya permanecido callado tanto tiempo. Pero ahora vuelve a so- Pasa a la página siguiente
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nar la música, y desde la comodídad de mi sillón mi cabeza vuelve hacia atrás varios años, y los recuerdos, vívidos y claros, se convierten en un hecho actual en mi mente.
¿Cuántos años? Serían 17. Llevabas ya tres años en el hospital, con tu tráquea abierta y respirando por una cánula. No hablabas. Pero tú y yo nos entendíamos. Bastaba ver cómo desde la rigidez y delgadez de tus treinta y pocos kilos volvías los ojos hacia la puerta cuando entraba el médico. Bastaba que mi mirada chocase con la tuya y esbozases una leve sonrisa para que yo vislumbrase cómo iban marchando las cosas por dentro de tu ya frágil y marchito cuerpo de tan sólo l7 años.
Doctor, ¿se recuperará? Yo a tus padres les decía: Milagros es joven, fue sana, ¿por qué vamos a arrojar la toalla? Hay que luchar, hay que seguir luchando.
Fueron muchas horas en el hospital, muchas noches en casa, en la biblioteca, en reuniones, discutiendo, planteando, indagando qué habíamos hecho y qué podíamos hacer. Aquello llegó a formar parte de mi vida, de la de mi mujer y de la de mis sueños. ¡Hasta en sueños intentaba buscar una solución!
Pero la realidad era la misma todos los días. Hay que engordar, hay que ganar músculo para respirar, hay que ganar dos milímetros de esa articulación que se niega a obedecerte. ¡Hay que luchar! ¡No hay que cansarse de luchar! Y siempre esa mirada, esos ojos grandes, que tenían toda la alegría de tus 17 años, toda la tristeza de tu enfermedad y toda la rebeldía de tu lucha contra ella: ¿por qué yo? ¿Saldré adelante? A veces me costaba mantener ese lenguaje con la mirada, porque yo era más débil que tú y ante tanta cascada de interrogantes sólo se me ocurría mirar a la enfermera y preguntar: ¿ha ganado peso? ¿Tuvo fiebre anoche? Te pido perdón por esos pequeños desfallecimientos, pero, repito, mi voluntad no es férrea como la tuya lo era.
Luego, ya sabes, yo tuve que marchar. Pero siempre que podía iba a verte, y tras la llamada con los nudillos a la puerta encontraba esa mirada grande, sonriente, inquisitoria. ¿Recuerdas que me felicitaste por tener mi segunda hija? Yo te dije, muy bien, muy sana y muy gordita. Trivial, pero me di cuenta que estaba metiendo la pata. Te lo dije, te reíste, nos reímos. Fue divertido.
¿Cuánto hace ya, Milagros? Yo creo recordar que fue hace tres años cuando una noche ya tu vela se apagó para siempre. Los titulares fueron fríos y aburridos: "Una enferma del síndrome del aceite de colza murió ayer en el hospital Primero de Octubre". ¡Había habido tantos! Pero no, Milagros, tus ojos grandes, de 18 años, no los olvidaré nunca.-
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