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Sobre el retorno del mercenariado

Un texto de Rafael Sánchez Ferlosio es siempre un acontecimiento. Uno de los escritores más insólitos del panorama literario español de la posguerra, Ferlosio es también un intelectual cuya hondura ha provocado algunos de los ensayos más lúcidos y polémicos sobre la vida cotidiana española. El autor de Homilía del ratón (Ediciones El País) y Mientras los dioses no cambien nada ha cambiado (Alianza) aborda aquí lo que él llama "el retorno del mercenariado" y plantea la disyuntiva entre un ejército compuesto por una tropa ciudadana o por otra totalmente mercenaria.

Estos días de atrás se ha celebrado en Segovia una reunión de militares y sociólogos sobre el tema y bajo el título de Problemas del servicio militar en la sociedad española actual. Pido disculpas por anticipado si mi comentario malinterpreta o es injusto con lo que allí se dijo o se pasó en silencio, pues no dispongo de otros datos sobre la reunión que los recogidos en una reseña periodística (diario Ya, 19 de marzo de 1987); pese a lo cual, querría que este texto fuese recibido como un intento de participación en el debate nacional sobre defensa que el catedrático de Sociología José Jiménez Blanco propuso incoar y provocar a partir de aquella misma reunión de Segovia.El catedrático de Sociología Amando de Miguel se declaró -siempre según la reseña- partidario de "no limitar la edad de ingreso" en el Ejército y de "no impedir el acceso a las mujeres". Mi personal opinión, contraria a la ley que ha rebajado a los 18 años la edad militar, ya la he razonado en otra parte, y sólo me queda preguntar aquí: ¿Se han comparado los porcentajes de suicidio durante el servicio militar relativos a la época en que éste se hacía a los 21 años con los relativos a los años en que lleva haciéndose a los 18? Me extrañaría que un sociólogo como Amando de Miguel hubiese pasado por alto esta cuestión, a menos que la comparación no haya arrojado un resultado significativo; sea como fuere, nada dice al respecto la reseña. En lo que toca al acceso de mujeres a las clases de tropa diré que, si ello responde al hecho de que ésta sea una reivindicación propugnada, al parecer, por algunos sectores feministas, no entiendo el sentimiento de agravio comparativo que pueda haber, si es que lo hay, tras ella. La exclusión de las mujeres del servicio militar es una de las pocas diferencias entre sexos que sólo desde una actitud irreflexiva puede sentirse como ofensivamente discriminatoria, pues, si lo fuese, no habría de considerarse menos ofensivo para las mujeres cualquier texto de anatomía humana que registrase el dato fisiológico del mayor desarrollo muscular de los varones adultos con respecto a las mujeres adultas. Así, mientras los medios de guerra no estén tan absolutamente automatizados que en su manejo no cuente ya para nada la fuerza muscular o la resistencia para un esfuerzo físico prolongado, parece fuera de lugar llamarse a agravio por semejante exclusión. De hecho, y sin que a ninguna mujer se le haya pasado ni remotamente por las mientes ofenderse por ello, el más riguroso apartheid intersexual se mantiene, y justamente por idéntico motivo, en ese subproducto lateral de la guerra que es el deporte de competición. Se me dirá que aquí la reivindicación femenina ha consistido en el acceso de las mujeres a la práctica misma del deporte, de la que antes estaban excluidas; pero piénsese a ver si en una guerra en la que las mujeres no tuviesen los papeles auxiliares que ahora tienen, sino, como la reivindicación parece pretender, un verdadero papel de combatientes, se avendría el enemigo a mantener el caballeresco apartheid intersexual de las competiciones deportivas o no intentaría más bien buscar, en cada caso, la combinación más ventajosa para aniquilar cuanto antes, al menor coste posible, y sin avergonzarse de ningún abuso, los regimientos femeninos.

Sin embargo, el asunto es, a mi juicio, bastante más profundo de lo que en este plano actual y práctico pueda parecer, y hasta el extremo paradójico de que la reivindicación en cuestión entra en contradicción consigo misma precisamente según, aquel sesgo y en aquella medida en los que tiene razón. En efecto, cuando Heráclito dijo: "Guerra de todos es padre, de todos rey, y a los unos los señaló dioses; a los otros, hombres; a los unos hizo esclavos, a los otros, libres" (versión de Agustín García Calvo), bien pudo, a mi juicio, añadir, y acaso con el mismo fundamento: "A los unos hizo mujeres; a los otros, varones". Quiero decir que, ya sea que se acepte o se rechace una interpretación racionalista de su origen (según la cual el varón habría sido el destinado a la guerra a causa de lo momentáneo de su intervención en la función reproductora frente a la prolongada duración del tiempo de gestación en las mujeres, diferencia que hacía residir, no en el número de varones, sino en el número de mujeres supervivientes, la capacidad de renovación y de perpetuación demográfica de un pueblo tras la guerra), es de este destino guerrero reservado a los varones de donde se derivan y se desarrollan, a mi parecer, todas las demás discriminaciones y subordinaciones a las que, desde tiempo inmemorial, han sido sometidas las mujeres. Si en la invención de la guerra está la causa de la invención de los varones y de las mujeres como dos especies humanas socialmente diferenciadas, la reivindicación por parte de las mujeres de su derecho a tomar parte en la guerra tiene su sesgo de razón en cuanto que recusando su exclusión de ella apunta certeramente al propio origen de su segregación y sumisión, pero es también, del mismo golpe, contradictoria o paradójica, en la medida en que es precisamente desde esa misma condición de mujeres, que solamente deben a la guerra, desde donde reclaman su derecho a tomar parte en ella, o sea -como si se pudiese estar a la vez en dos lugares-, justamente en aquello que originariamente decidió que acabasen por verse reducidas a semejante condición.

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PREFERENCIAS

Mi acuerdo con Amando de Miguel, en cuanto a preferir la conscripción obligatoria frente al mercenariado, se reduce a la mera preferencia, para apartarse del todo en las razones. Por toda razón en favor del servicio militar obligatorio, lo único que la reseña ha recogido de la exposición de De Miguel (y si hay en ello injusticia, cúlpese al propio autor de la reseña) es la débil e inconsistente alegación, que viene entre comillas, de que "en España todo lo que es voluntario no funciona". Huera y tramposa logomaquia, por cuanto, aprovechándose de que como sinónimo de mercenario se use también el eufemismo de decir voluntario, juega con el valor más general de voluntario, para esgrimirlo en la frase comentada. La contraposición que habría que hacer valer aquí, con más fuerte asidero que la de De Miguel, sería más bien la de empresa privada / empresa pública, pues el mercenariado, en cuanto clase de tropa formada por particulares tomados a contrata -y no, como el servicio obligatorio, por individuos conscriptos en su condición pública y política de ciudadanos-, más bien se equipararía, bajo ciertos respectos, a una empresa privada. Piénsese, por ejemplo, en que, mientras la conscripción obligatoria tiene que aceptar forzosamente todos los ciudadanos risicamente útiles, sin poder excluir a ninguno de ellos hasta tanto no haya cumplido el tiempo de permanencia prefijado, por el contrario, las facultades de selección del personal que, con el sistema del mercenariado, se ofrecerían a los cuadros de oficiales serían probablemente parejas a las ofrecidas a los patronos de empresas privadas bajo el más amplio régimen de despido libre, o incluso superiores, ya que, en contexto castrense, nociones como las de "falta de espíritu", "indisciplina" o "baja performance" alcanzan connotaciones de culpabilidad desconocidas en el contexto laboral, y que podrían llevar (todo sea por la patria) hasta a expulsiones sin indemnización. La conscripción obligatoria quedaría, pues, paralelamente, comparada con la empresa pública, y no creo remachar sobre un prejuicio y una tradición injustos si, desde esa comparación, remito a De Miguel a la consideración de cuán míseramente han funcionado casi siempre en España todas las cosas confiadas a la Administración pública. En contra de su opinión, creo, por tanto, que, desgraciadamente, un ejército con clase de tropa mercenaria no sólo funcionaría bastante mejor que el actual ejército de conseripción obligatoria -como la empresa privada es más eficiente que la pública-, sino que, además, sería, militarmente, más eficaz. Y quedo dispensado de consignar aquí las razones de que -a despecho de ventajas tales- haya dicho "desgraciadamente", pues ya han sido explicadas en otro lugar. Me limitaré a decir únicamente que, si ha de hablarse de "dignidad" de los soldados, como, al parecer, se ha hablado en la reunión de Segovia, no veo cómo se podría hablar de "dignidad" respecto de una tropa formada por particulares tomados a contrata, si el otro término de la comparación es un ejército de ciudadanos incorporados a filas en su condición pública y política de tales; el abismo es tan grande que "dignidad" deja de poder significar lo mismo en uno y otro caso.

Para la afirmación genérica de una superioridad militar de principio de los ejércitos mercenarios sobre los ejércitos de ciudadanos -y no sólo en estos tiempos de tecnología sofisticada-, me remito a un autor tan documentado y tan fiable como Max Weber; si bien en esto debe de influir no poco la diferencia de si se combate en defensa de la patria, como Atenas y Platea en Maratón, o se combate en empresas exteriores, sean guerras de conquista o de piques de orgullo entre potencias. Desde luego, en el siglo y medio que va desde el Garellano hasta Rocroi, tiempo durante el cual los tercios españoles mantuvieron la reputación de ser el mejor ejército de Europa, la clase de tropa se nutría por particulares tomados a contrata, o, como entonces se decía, por soldados que "sentaban plaza", esto es, por mercenarios. Las levas hechas por conscripción obligatoria (aunque no universal, sino uno de cada 12, por ejemplo, en la de 1495), o, en el lenguaje de aquel tiempo, "por mandamiento o autoridad del príncipe", parece ser que fracasaron siempre, a pesar de la preferencia que, según Diego de Salazar (Tratado de re militari, 1536), sentía por esta forma de reclutamiento el propio Gran Capitán, y de la profunda repugnancia que, a tenor de las palabras que Salazar pone en su boca, manifestaba, en cambio, por el mercenariado: "Los que voluntaríamente militan no son de los mejores, antes de los peores de una provincia, porque todos o los más viven ociosos, y sin freno, y sin religión, fugitivos del dominio del padre, blasfemadores, jugadores, escandalosos y mal criados, porque no son de otra manera los que quieren tener la guerra por oficio". A juzgar por lo que sobre sus hechos posteriores ha llegado hasta nosotros, tal cual, o acaso peor, debió de ser, en mayor parte, la catadura social de la canalla que sentó plaza de soldado, para nutrir los navíos de los empresarios particulares, hidalgos, armadores o hasta nobles, que, más acaudalados, lograban contratar a su nombre y a su riesgo cualquier concesión real para ir a descubrir y conquistar a la otra orilla del Atlántico. No muy distinto debió de ser tampoco el retrato moral de los 12.000 landsquenetes alemanes a los que la muerte del duque de Borbón quitó la última traba para precipitarse a la imperial empresa del Saco de Roma. Si la defensa de la patria hace tal vez aguerrido y hasta temerario al más honesto y manso de los ciudadanos, sólo la otra clase de chusma militar, auténtica hampa en armas, es la que sirve para desplegar y confirmar imperios.

"TIMEO DANAOS..."

Permítaseme ahora tan sólo una alusión a mis razones en favor de la conscripción obligatoria (y de cuya exposición en este texto me dispensa el haberlas alegado ya en otro lugar), pues me topo de pronto con una información, aportada a la reunión de Segovia -siempre según la ya citada reseña periodística- por el general Cano Hevia, que no podría venir más al encuentro de mis propias previsiones. La información, citando literalmente, dice así: "(El teniente general Juan Cano Hevia) señaló que las ideologías políticas sobre el tema han cambiado a lo largo de los años. En Francia", añadió, "ahora es la derecha la que está a favor del sistema de reclutamiento voluntario". ¿Desde cuándo? -osaría yo preguntarme en este punto-, ¿desde la guerra de las Malvinas, tal vez? ¿0 más bien desde mayo del 68? "Un militarismo verdaderamente consciente de las cosas", he escrito en otra parte, "partidario, además, de la autonomía militar, estaría deseando deshacerse de los españoles largándoles la papela de la licencia absoluta en cuanto sociedad civil, hasta lograr un ejército totalmente desnacionalizado, y bendeciría, por tanto, el auge de los movírnientos de objetores de conciencia, por cuanto no trabajan sino a su favor (...). Del mismo modo, un pacifismo y antimilitarismo realmente consciente de las cosas, en vez de estar clamando por el reconocimiento en el derecho de la objeción de conciencia, diría, por el contrario (y por usar su estilo): '¿Exención del servicio de las armas a la ciudadanía y entrega de los fusiles a particulares tomados a contrata por la institución militar? ¡No, gracias!". Ya que no hay que olvidar que en el servicio obligatorio el conscriptor es el poder civil, mientras

Sobre el retorno del mercenariado

que en el mercenariado la patronal contratante sería la institución militar. En el actual movimiento mundial de regresión política hacía el autoritarismo, acelerado por el militarismo y el neonacionalismo reaganiano y alentado por el nuevo eje Roma-Washington, parece que los capitostes de los Estados democráticos -y empezando por la derecha, como es de suponer- se van espabilando en cuanto a localizar los puntos, a la vez vulnerables e indoloros, por los que, sin escándalo alguno y hasta con la ignorante gratitud de la ciudadanía, podrían menoscabar la mediatización popular de la autoridad estatal por los llamados "controles democráticos", tanto más cacareados cuanto menos efectivos. Y uno de esos puntos es precisamente el de ofrecer a la ciudadanía el caramelo envenenado de la abolición del servicio militar obligatorio. "Timeo Danaos et dona ferentes" sería el latinajo que más conviene aquí.Por último, me extraña grandemente que la reseña no diga una palabra sobre si se ha tocado siquiera en la reunión -y tal como, a mayor abundamiento, la especial presencia de sociólogos daría lugar a suponer- el aspecto social más relevante de la disyuntiva entre mercenariado y conscripción universal obligatoria, y que es también el nudo del ovillo, al que tal vez vengan a dar al fin todos los hilos del asunto en cuestión. Se trata de saber qué tipo social se crea en el mercenario, en tanto que individuo, y cuáles serán los rasgos sociológicos del nuevo grupo social constituido por el mercenariado, cuál su forma de ubicación en el conjunto de la sociedad entre la que se mueva, cuál la fisonomía con que aparecerá a los ojos de sus conciudadanos, cuáles el trato, el aprecio, el menosprecio, la distancia o cercanía por los que se regirán sus relaciones. Los militares tienden a pensar casi exclusivamente en términos de su función profesional, dominada por el principio de eficacia a ultranza, en campo de combate (e independientemente de que tal principio se manifieste en ellos mucho más a me nudo como estéril y estólida obsesión que como relajada y abierta sensatez), y son propensos a olvidar la responsabilidad de las repercusiones que el manejo de enteros bloques de la sociedad bajo el solo criterio funcional de su capacitación para la guerra puede tener en los demás aspectos de la vida humana. Deseo prevenir con ello contra la posibilidad de que, en esta disyuntiva entre la opción por la conscripción obligatoria y la opción por la constitución de un nuevo ejército con las clases de tropa totalmente nutridas por particulares tomados a contrata, sea el crudo y puro principio de eficacia, junto con los criterios económicos, quien tome la preeminencia, cuando no incluso la exclusiva, frente a cualquier otro posible factor de decisión. Antes por el contrario, digo que ningún criterio debe absolutamente primar en ningún caso sobre la consideración del atentado sociológico y moral que la sustitución, por el ejército de la actual clase de tropa ciudadana por otra totalmente mercenaria podría comportar para la propia sociedad de la que ese mismo ejército suele gustar de proclamarse, tan enfáticamente, defensor.

Sería probablemente injusto, o al menos atrevido, atenerse literalmente a lo que -a tenor del texto de Salazar, citado más arriba- hemos visto que pasaba en el siglo XVI, para aplicarlo sin más al día de hoy, pero sí que me parece enteramente válido para retener de ello al menos una cosa: no, desde luego, el contenido de la caracterización, pero sí el hecho de que la simple decisión de "sentar plaza de soldado" o de apuntarse a la Legión comporta ya, forzosamente, por sí misma, alguna suerte de cribado previo de autoselección social. Aunque parece bastante inverosímil que ni ahora ni en el siglo XVI los rasgos sociales previos del futuro soldado de fortuna tengan por fuerza que configurar una fisonomía tan exclusiva y tan unívoca como la que, en razón de su intención polémica, presenta Salazar, tampoco parece que pueda ser, en modo alguno, cualquier tipo totalmente indefinido e indefinible en el despliegue entero del espectro social quien tome tal opción, sino más bien, a mi entender, tipos bastante caracterizados y entresacados de muy pocas bandas del espectro y tirando a estrechas, aunque no necesariamente próximas, sino también notablemente separadas (en la tipología psicológica de las vocaciones religiosas, valga la semejanza, se juntan inocentes alegrías angélicas con hoscas pesadrumbres de pecado). Sea como fuere, este factor de una marcada preselección social del núcleo destinado a nutrir las filas mercenarias es ya una determinación que no puede ser ignorada en modo alguno, por cuanto delimita ya los términos de posibilidad del cuerpo social que va a configurar. Pero no hay que creer tampoco, en modo alguno, que, con la descripción de tal tipología de rasgos previos a la incorporación y que la determinan, tenemos ya, ni aproximadamente, el retrato completo, en cuerpo y alma, del flamante soldado de fortuna. Antes, por el contrario, conviene encarecer la extraordinaria importancia de lo que viene a añadir sobre ese rostro en crudo la plena incorporación e integración en un grupo social extremadamente caracterizado, compacto y homogéneo, y, en consecuencia, no menos extremamente segregado del resto de la sociedad. Una cosa es, por ejemplo, la asocialidad que caracterizaba a una gran parte de los individuos que acabarían por acudir al banderín de enganche de la Legión mientras actuaban todavía en la calle, como individuos aislados y carentes de vínculos corporativos, y otra muy diferente aquello en lo que dicha asocialidad originaria llegaría a convertirse tras la incorporación e integración en un grupo social aglutinado, bajo la férula de la disciplina, por el más omnímodo y acendrado encuadramiento de todos los rasgos personales en unos unívocos rasgos corporativos.

¡A MÍ LA LEGIÓN!

No fue el menor de los aciertos del fundador de la Legión española el de recoger precisamente la asocialidad o antisocialidad, que él mismo supondría harto frecuente y vigorosa entre los enganchados, no para reeducarla, sino para transfigurarla en el más sólido factor de cohesión corporativa. No tengo ahora a mano textos literales, pero recuerdo bien que uno de los llamados "espíritus" de la Legión es el que manda que si, en cualquier circunstancia, un legionario grita "¡A mí la Legión!", cualquier otro legionario. que le oiga acudirá inmediatamente a él y lo defenderá contra quien fuere, con razón o sin ella. El lugar ideal en el que la literatura legionaria ha situado siempre la función y el cumplimiento de este mágico grito de "¡A mí la Legión!" ha sido siempre el campo de batalla, y es posible que allí fuese también donde lo situase, aunque en última instancia, su inventor. Y digo "en última instancia" porque no veo cómo podrían cuadrar con ello las palabras con razón o sin ella con que acaba -y esto lo recuerdo bien- el enunciado del "espíritu" en cuestión. Parece, en efecto, que el campo de batalla es, por definición, y hasta por excelencia, el lugar en el que toda posible cuestión de razón o sinrazón ha sido dada definitivamente por zanjada y en que ya no ha lugar siquiera a mencionarla. "Con razón o sin ella" no puede, pues, referirse al enemigo del campo de batalla; y, por su propio sentido, nos remite a un conflicto surgido en medio del tráfago de la sociedad en que se vive; a una noche de sábado y a una vulgar reyerta de taberna o de prostíbulo. Nada más drásticamente asocial o antisocial, más autosegregatorio del grupo social al que se pertenece, al parque, de reflejo, más expulsivo del resto de la sociedad, que la previa, ciega, incondicional solidaridad de ese con razón o sin ella, que de convertirse en norma de los demás grupos sociales, mayores o menores, destruiría en media tarde la entera sociedad. No de otro modo fue como el fundador de la Legión acertó a recoger los incipientes ahorros de antisocialidad de los inscritos, para reunirlos como un único capital común de todo el cuerpo y proyectarlos contra el exterior, potenciando de este modo la inicial antisocialidad de cada uno como un incomparable factor de cohesión corporativa. Es muy posible que la cohesión así lograda tuviese su eficacia en el campo de batalla. Pero, ¿a costa de qué? A costa de rebajar a un grado extremo de miseria humana y social al grupo así formado, con respecto a la sociedad civil entre la que se mueve y a cuya defensa se dice consagrado.

Amén de la execrable antisocialidad del factor de cohesión corporativa consistente en sentirse y reafirmarse tanto más estrechamente unos y los mismos cuanto más fuerte sea el sentimiento de autosegregación con respecto a la propia sociedad entre la que se vive, el grupo social constituido por los soldados de fortuna forma en seguida, en torno suyo, como su contexto propio, toda una atmósfera de marginalidad: la delincuencia menor, la prostitución, el vicio, el juego, la droga y el alcohol componen la inevitable corte de parásitos o comensales que a todas partes acompaña al mercenario. Mas, he aquí que, por otro lado, paradójicamente, la legitimación que, a causa de las funciones marciales asumidas, recibe de los poderes públicos una hez social que por idénticos rasgos adjetivos habría sido, en cualquier otro caso, objeto de proscripción y persecución, es un espaldarazo de simbólica pero no menos efectiva integración social, que no puede dejar de suscitar toda la ambigüedad de un espejismo, a menos que integración y marginalidad no sean al cabo sino unas mismas, ambivalentes, aguas sucias que subterráneamente se mezclan y confunden, descubriéndose que la tan preconizada y premiada integración no es otra cosa que un hampa coronada por un cono de luz, y que la marginalidad, tan denostada, no es, a su vez, sino el efecto de sombra producido por un descentramiento del foco carismático. El que maneja el faro es el Estado, por cuanto sola su razón se erige por criterio autorizado para dictaminar, sobre la base de unos mismos, idénticos rasgos sociológicos, cuándo debemos sentir que nos hallamos ante un asocial de callejón y cuándo, en cambio, ante un héroe de la patria.

La responsabilidad primera y principal de quienes reflexionen sobre un posible reclutamiento mercenario debería ser la de no perder jamás de vista, anteponiéndola a cualquier otra perspectiva, la consideración de qué clase de grupo social es el que puede fraguar bajo el sistema del mercenariado, qué mecanismos de acción y de respuesta pueden llegar a generarse a partir de la tendencia inicial a la autosegregación entre su grupo y el resto de la sociedad en la que se mueve. Ante cualquier posible aumento de eficacia o de fuerza defensiva cuya adopción comporte, aun en ínfimo grado, dañar, envilecer, escandalizar o corromper la propia sociedad cuya defensa se procura, toda debilidad se vuelve indiferente, o bien aprende el lenguaje de la hipocresía, porque lo cierto es que todos sabéis perfectamente que cualquier nueva forma de mercenariado no hará sino reproducir una vez más, y sea cual fuere el color de su uniforme, las mismas, degradantes, encanalladas, infrahumanas lacras, cuyo hedor de milenios señala todavía el rastro histórico de los soldados de fortuna.

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