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El desafío democrático

En su versión escuetamente política, el principio democrático -"gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", según Lincoln- se encuentra escatimado por dos mayores restricciones: la primera, que el pueblo así invocado sólo alcanza el soberano rango de sujeto activo de su propio autogobierno en ocasiones señaladas, cuando cada cierto número de años es llamado a urnas para elegir a sus representantes y gobernantes; la segunda, que ese mismo pueblo constitucionalmente soberano nunca o rara vez decide en otras áreas de convivencia y de poder, que, sin embargo, a menudo le afectan de manera más directa en su vida y en la trama real de sus relaciones sociales. El reto de una sociedad democrática avanzada resulta, en consecuencia, ser el de pasar de esta aminorada realización de la democracia como principio sólo político, referido al modo de constituirse el poder en la polis, el Estado, a la democracia como principio civil o social, pertinente a todo espacio de convicencia y de adopción de decisiones que afectan a cualquier colectividad.Es un reto no externo o ajeno a la propia democracia política, que, en las experiencias que proporciona a los ciudadanos, por limitadas y esporádicas que sean, hace de escuela cívica, civilizadora, creadora de cultura, y genera consiguientemente modos de convivencia, de relación social, que trascienden el ámbito de lo político, del régimen de gobierno. Más allá de su alcance político fundamental, un régimen democrático -nacido él mismo, sin duda, de procesos sociales que lo han hecho posible y necesario- contribuye a impulsar procesos sociales generalizados, donde lo democrático se erige en cualidad de toda toma de decisiones, de todo ejercicio de poder o de autoridad, convirtiéndose con ello en un concepto y cualidad de la sociedad civil, de la gestión de toda relación social y no sólo un concepto y cualidad pertenencientes a la forma del Estado.

En su generalizada acepción civil, civilizadora, democracia concierne a los procesos todos de génesis de decisiones con repercusión para la convivencia colectiva. Una decisión es democrática, primero, si se adopta formalmente en el seno del grupo concernido, y si se adopta, segundo, por la mayoría de los integrantes del mismo. Pero la calidad democrática no viene sólo de que la opción final sea el juicio de la mayoría. En decisiones colectivas, tanto como en las individuales, la opción, en realidad, no representa sino el acto terminal o resultado último de un proceso más extenso de decisión que contiene otros actos o momentos: de información sobre el estado de la cuestión por decidir, de evaluación de las alternativas en sus dispares resultados, de ponderación de probabilidades de cada consecuencia asociada a una opción. Considerado el entero proceso de una decisión colectiva, el carácter democrático consiste en algo más que el hecho de haberse adoptado una opción por la mayor parte de los componentes de la colectividad. Esta mayoría cuantitativa representa, por cierto, un criterio necesario y no ambiguo, una regla inequívoca e imprescindible, sobre todo en ausencia o en condiciones de ambigüedad de otros criterios y que representa la ventaja de ser mecánicamente aplicable aun en las más confusas de las situaciones. Pero si esta ventaja le acredita para los casos confusos, en ningún modo le alza a categoría de criterio suficiente o único que, para la generalidad de los casos, permita desentenderse de otras circunstancias que caracterizan a un proceso de decisión y que lo caracterizan como democrático.

Como concepto de la sociedad civil, de la convivencia, la cualidad democrática se presenta como cualidad no sólo de la opción, sino del entero proceso de la decisión, de toda decisión que afecte a una colectividad, institución o grupo social; aquella cualidad consistente en la participación de todos los componentes del grupo en las diversas fases en que la decisión se gesta, ya desde el momento primero de acceso pleno a la información relevante, y a través, luego, de un debate en uso racional y libre de la palabra por parte de todos, para abrirse así camino hacia la opción, sopesando pros y contras y calibrando las probabilidades esperadas de los acontecimientos previsiblemente resultantes a partir de las distintas alternativas en juego. El principio democrático califica entonces no sólo a la resolución final adoptada; caracteriza, desde el comienzo, a todo un proceso de discusión racional colectiva que arranca de una información y un estado de la cuestión y que culmina en alguna resolución del grupo. La racionalidad democrática de la discusión conducente a una opción constituye, por otro lado y al propio tiempo, su legitimidad.

La legitimidad y racionalidad del proceso de decisión colectiva requiere de algunos supuestos improbables. En particular, exige el requisito de una paridad entre los integrantes del grupo, tomando parte en el proceso en igualdad de condiciones; igualdad de información, de peso de la propia voz y juicio en el debate. En una sociedad eseindida por multitud de quiebras, de diferencias en poder, en tener y en saber, semejante igualdad de condiciones envuelve una clara veta utópica, del todo opuesta a la realidad social. ¿Quién conoce una institución o un grupo donde todos dispogan de información equiparable y donde la palabra de cada uno pese por igual en la génesis de la opción común? No por utópico, sin embargo, es menos orientador este supuesto de la paridad entre los integrantes de un grupo que toma decisiones.

La cualidad de una decisión de veras y en todas sus condiciones democráticas converge así con la cualidad de la perfecta comunicación entre iguales. De ella ha trazado Habermas un modelo ideal, normativo, donde la racionalidad humana, en su vertiente moral y práctica, tanto como en la científica y teórica, se constituye como un logos esencialmente establecido en el diálogo, en la comunicación e intersubjetividad que se expresa en lenguaje. Una libre comunicación entre libres e iguales, sin exlusión de nadie, y en eso una comunicación universal, potencialmente conducente al acuerdo entre todos los hombres, es la que funda la racionalidad y también la moralidad, y con ello legitima a un proceso de decisión y al orden social consiguientemente derivado. El postulado así asumido, un postulado de confianza en el poder de la comunicación y la razón, es el de que personas iguales y libres, que dialoguen y se comuniquen de manera racional, llegarán a progresivas coincidencias y acuerdos a lo largo de un proceso de decisión común.

Otra versión todavía de una misma idea directriz la depara la teoría de la justicia de Rawis, una teoría del pacto social que de manera expresa se propone generalizar y elevar a su máximo nivel de abstracción la doctrina clásica del contrato social Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior (Locke, Rousseau) como fundamento legitimador de la sociedad y de su orden. La teoría se deja ilustrar bien con la analogía del juego. Imaginemos el comienzo de un juego en el que se hallan aún por establecer tanto las reglas como las posiciones de partida. El juego llegará a ser equitativo si las reglas son fijadas por los participantes de común acuerdo con carácter previo a la distribución y ocupación de los diferentes roles o puestos del juego en la total ignorancia de cada jugador acerca de cuál será el lugar que en él le tocará.

El juego limpio o justo está en que cada uno y, por tanto, todos los jugadores instituyen las reglas antes de conocer la distribución de posiciones en el mismo. Sin haber aguardado a Rawls, y acaso incluso en ignorancia de Kant, a cuyo imperativo categórico esta teoría de la justicia le da otra vuelta de tuerca, seguramente algún adulto prudente nos enseñó de niños esta misma regla de oro, en versión casera, para dirimir conflictos entre dos hermanos: uno corta el pastel en dos mitades y el otro elige trozo primero.

El imperativo de Rawls es la generalización política de la regla casera; divide la tarta de tal modo que, sea cual sea la posición en que te toque elegir, no vayas a salir perjudicado. O mejor, pues se trata de un pacto social, de un acuerdo colectivo, pensando también en los demás y no sólo en uno mismo; estaleced las posiciones y las reglas de tal modo que, cualquiera sea el puesto que a uno corresponda, pueda aceptarlo y vivir en él gozosamente. Sobra decir que una instauración así de reglas no menos que el modelo de comunicación de Habermas, presupone el requisito de una comunidad y una comunicación perfectas, donde todos acceden al pacto social en condiciones de igualdad.

Habermas ha destacado como propio de la conciencia y de la teoría social contemporáneas pensar la sociedad desde categorías y procesos de comunicación y no ya, como ayer, de producción. La comunicación perfecta, sin embargo, sólo llega a darse entre sujetos que ocupan lugares equiparables en el proceso de producción. Diferencias discriminatorias y jerarquías de dominio en el ámbito de la producción y del trabajo hacen imposible esa colectividad de personas libres y en racional comunicación que pide el modelo de Habermas. Amenaza nuclear, terrorismo, paro, salarios y condiciones de trabajo, los temas que nos queman, los que estos días se hallan en debate en el Palacio de las Cortes, son todos ellos temas pertinentes a la comunicación racional entre partícipes iguales, mejor dicho, refieren a la incomunicación o a la desigualdad que hacen imposible el modelo de sociedad comunicativa.

Por otro lado, en la sociedad actual, y en sus procesos de comunicación, de decisión, ha adquirido creciente y abrumador peso la posesión y distribución de la información. Estar informado, cada vez más, equivale a estar en condiciones de decidir y de imponerse en el proceso de toma de decisiones. El ideal de la comunicación perfecta, de la decisión rigurosamente democrática, presupone el ideal de la información igual, del posible acceso de todo ciudadano a toda la información objetivamente accesible en una sociedad, sin secretos reservados a los sacerdotes de las instituciones.

Cuando a esa luz se contempla la entera sociedad, resaltan llamativamente algunas instituciones y grupos sociales donde es difícil ver en qué pueda consistir ya ahora un proceso democrático y racional de adopción colectiva de decisiones. El Ejército, la Iglesia, la banca, la empresa; cada cual por motivos diferentes funciona con mecanismos basados en el principio de la autoridad desde arriba y bastante apartados de una racionalidad democrática. Seguramente por eso se les mira como poderes fácticos. Su facticidad consiste en la resistencia e impermeabilidad que ofrecen a dejarse penetrar por procesos de comunicación, de decisión, de reversibilidad de roles, como los aquí descritos. Como ejercitación de la conciencia crítica, cabe ponerse a pensar qué serían los ejércitos, las iglesias, los grandes bancos y las grandes multinacionales en una sociedad consecuentemente democrática, lograda en este planeta, según el arquetipo de comunicación de Habermas o el de justicia de Rawls. ¿Serían algo? ¿O perderían su razón de ser? El ejercicio de esa conciencia crítica se revela aquí de nuevo como sueño razonable de una razón utópica.

Alfredo Fierro es profesor de Psicología de la universidad de Málaga.

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