La nación, bien, ¿y usted?
No se trata de que las cosas vayan bien o mal, sino de comprobar quién habla de forma más triunfal o pesimista. El estado de la nación se halla fuera del hemiciclo. En el interior sólo existen palabras y ellas crean la realidad. Ayer, a las once de la mañana, en el Congreso de los Diputados, comenzaron a sonar voces de desastre general a cargo de un enjambre de diminutos líderes de la oposición multiplicados por partenogénesis, y todos se sucedían en la tribuna rivalizando en demostrar que estamos al borde del más alegre de los abismos. Cada orador tocaba al violonchelo temas clásicos: el paro, la delincuencia, el terrorismo, la marginación juvenil, la maldad económica y otras pavanas lírico-navajeras. Por supuesto, la derecha defendía ardientemente a los obreros, e incluso reaccionarios de estirpe predicaban la revolución social, mientras los socialistas leían de forma impávida el periódico y, al propio tiempo, por un oído les entraba el sonsonete de la droga y por otro les salía la próxima hecatombe anunciada. Ayer todos los diputados de la derecha parecían buenos y terribles. Intentaban tirarle a Felipe González de las orejas, como maestrillos de escuela, a causa de ciertas mentirijillas a las que nos tiene acostumbrados, y otros imitaban una falsa cólera que no lograba ocultar el regocijo interior freudiano por la política del Gobierno.Todo sonaba a falso. Los reaccionarios se lamentaban del paro, representantes encubiertos de la banca repudiaban las medidas antlinflacionistas, los empresarios arremetían contra la reconversión. Todo el Parlamento era de izquierdas menos Felipe y los suyos. Luego Martín Toval defendió el sistema establecido como un catedrático que explica cristalografía. ¿Cómo es posible que siendo tan gráciles, tan frágiles, las columnas del hemiciclo no se hayan derrumbado?
Durante el descanso, al mediodía, tuve un interludio de ostras y salmonetes de roca en el restaurante del Palace, unidos Carrillo, Javier Solana, Raúl del Pozo y Márquez Reviriego en la misma mesa, donde a la hora de la macedonia, después de algún navajeo, ya habíamos llegado a la conclusión de que todo está bien y mal a un tiempo y que la oposición en el Parlamento se ha convertido en una comunidad de ursulinas falsamente airadas y divididas, y las tesis del socialismo, en el muermo de un moscardón que tropieza varias veces contra el mismo vitral.
Antes de iniciar la sesión vespertina entré en los lavabos del hemiciclo y allí había varios ministros, cara a la pared, en batería con un puro en la boca, y en ese espacio se multiplicaban abrazos y cundía una euforia general entre políticos de uno y otro bando. Todos estaban contentos y reconocían el grado soporífero de la celebración parlamentaria y del brillante porvenir de la patria. En esos lugares íntimos la gente suele decir la verdad.
A las cinco de la tarde, la voz de Felipe González comenzó a llover mansamente sobre la digestión de los diputados. Cifras, citas, curvas, circunloquios, repaso general, promesas, palabras, bellas palabras. Por lo visto, la vida es hermosa y los padres legisladores daban cabezadas fraileras, ya que la calle se encontraba lejos. El estado de la nación se halla fuera del hemiciclo. En el recinto isabelino sólo existía, un combate verbal de segunda división. Vencer al adversario por el sueño, reducirlo a la impotencia por medio de estadísticas, tumbarlo con la más radiante verborrea: he aquí un arma mortal.
Luego vendría de nuevo el turno de los pequeños, múltiples falsos rebeldes de la oposición. Cada uno volvería a exhibir una retahíla de consejos al Gobierno con exclamaciones de cólera e invocaciones a los obreros, y terminada la sesión, todo el mundo se iría a la calle fumando un puro de parecida calidad al estado de la nación, mientras algunos repartían un folleto del discurso del presidente cuyas tapas eran rojas con la tonalidad de huevas de cigala.
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