El autogobierno de Cataluña
El debate en el Parlamento de Cataluña que se celebró del 11 al 13 de este mes para analizar el grado de desarrollo del Estatuto de Autonomía ha aportado pocas novedades, aunque haya contribuido a aclarar las cosas. Continúa el empecinamiento de la mayoría de Convergéncia i Unió en defender la bondad del Estatuto de 1979, a pesar de que siete años de funcionamiento hayan demostrado hasta la saciedad sus fundamentales limitaciones. Continúa el empeño de los socialistas catalanes en reclamar en todas ocasiones un consenso que sus compañeros de partido niegan sistemáticamente en las Cortes del Estado. Continuamos, en fin, los nacionalistas de veras denunciando un texto que ni otorga a Cataluña autonomía política auténtica ni le permite administrar sus propios asuntos sin someterse de buen o mal grado a la tutela del Estado.El presidente Pujol basó su alegato contra los Gobiernos que se han sucedido en Madrid desde 1979 en el cumplimiento de un supuesto pacto de Estado, del cual, obviamente, no existe traza alguna. ¿Hubo, aunque fuese tácitamente, algún pacto? Yo creo que no. En cualquier negociación, el negociador más listo intenta siempre disfrazar sus propuestas con supuestas ventajas para su adversario porque, como dicen los franceses, no se atrapan las moscas con vinagre. Pero querer considerar ahora que las expresiones tranquilizadoras utilizadas entonces constituían auténticos compromisos de futuro no es en realidad otra cosa que un esfuerzo a posteriori para racionalizar conductas pasadas que se explican fácilmente, pero que se justifican con mucha mayor dificultad. Había, aquel mes de julio de 1979, mucha prisa para terminar pronto, y había además, por parte de los negociadores catalanes, muchas ganas de camuflar las tristes consecuencias de sus repetidas claudicaciones en el momento de discutir la Constitución. El resultado fue un texto de hábil redacción que, considerado aisladamente, puede dar el pego, pero que leído en atenta comparación con los preceptos constitucionales se deshincha como un globo al enfriarse. En cuestiones de alguna importancia no hay ni una sola competencia de las llamadas exclusivas, en la cual la Constitución no permite al Estado intervenir, en general, donde, cuando y como le plazca. Y si algunos puntos quedaron inicialmente ambiguos y dejaban margen a alguna esperanza, ahora, transcurridos siete años, ya no hay buena lectura posible del Estatut. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional -único órgano legitimado para interpretar el texto ha levantado ya la ambigüedad en casi todos los casos, y básicamente lo ha hecho casi siemepre a favor de las tesis menos autonomistas. No en vano los representantes de la Administración central en las negociaciones de la Moncloa conocían la terminología jurídico-administrativa española mucho mejor que los parlamentarios catalanes y lograron introducir con facilidad expresiones de apariencia inocente, cuya efectividad se ha demostrado luego cuando ya era demasiado tarde para rectificar.
Naturalmente, nadie niega que el Estado podría no ejercer sus derechos, delegar muchas de sus competencias a la Generalitat y dejarle vía libre para hacer leyes y decretos a su guisa. Pero pretender que quien ha alcanzado legítimamente el poder se abstendrá voluntariamente de utilizarlo e incluso renunciará a parcelas importantes del mismo tiene menos consistencia que la shakespeariana sombra de la sombra de un sueño. Además, aun suponiendo que fuese posible cumplir íntegramente las resoluciones aprobadas por el Parlament al final de éste debate (lo cual, a pesar de la vaguedad de la mayor parte de las mismas, es políticamente poco menos que imposible), el Estatut continuaría siendo insuficiente porque, entre otras cosas, quedaría pendiente el problema de la garantía permanente de una financiación adecuada, y si algo, no admite discusión es que sin dinero no valen competencias, sin dinero no hay autonomía.
¿Qué salida nos queda a los catalanes para lograr al fin un auténtico autogobierno? No hay otra que reivindicar nuevamente; que proclamar de un extremo a otro de Cataluña que esto no basta, que el franquismo mantiene todavía, en este aspecto, sus bastiones esenciales y que la nación catalana no se resigna a desaparecer aunque sea a medio plazo. Naturalmente, todo puede y debe hacerse dentro de la más estricta legalidad, y, por tanto, de lo que se trata es de fijar una sucesión de objetivos, jurídica y políticamente posibles, aunque no puedan obtenerse de inmediato. Un primer objetivo es la seforma del Estatut.
Esquerra Republicana propuso en el Parlamento catalán, a finales de la anterior legislatura, una reforma muy modesta que simplemente equiparaba Cataluña, en cada aspecto, con la comunidad autónoma más favorecida. Nadie puede pretender que existían o existen insuperables dificultades de principio para llevar adelante este proyecto, y la idea continúa, pues, siendo válida. No obstante, han pasado ya varios años y las cosas se ven ahora más claras. La antigua propuesta de Esquerra Republicana acaso es ya demasiado tímida y probablemente valdría más plantear la reivindicación de un nuevo estatuto que nos condujese directamente hasta el techo constitucional.
Precedentes históricos no faltan: la Mancomunidad de Cataluña, hecha posible por el real decreto de Eduardo Dato de diciembre de 1913, constituida en la primavera de 1914 y gobernada por la Lliga, el partido de Cambó y de Prat de la Riba (que actualmente no suelen ser considerados como extremistas), promovió la campaña proautonomía en 1918 y presentó a las Cortes un proyecto articulado en las primeras semanas de 1919. La iniciativa no tuvo éxito, pero, sin duda alguna, sin aquella campaña, que removió profundamente los cimientos de la sociedad catalaria, la restauración de la Generalitat en 1931 y el Estatuto de 1932 díficilmente habrían podido lograrse. Por tanto, si las instituciones catalanas de la época, al percatarse de que lo que habían conseguido era insuficiente, tomaron tan rápidamente la decisión de reivindicar más, ¿por qué no puede hacerse ahora algo análogo?
Cuando se habla de esto en los corrillos del Parlament, la objeción más frecuente es que no vale la pena intentarlo porque, durante varios años por lo menos, no hay esperanza alguna de que un proyecto de este tipo franquease la barrera de las Cortes. Muy probablemente esto es cierto en un inmediato futuro. Pero ¿hasta cuándo las Cortes mantendrían la actitud irresponsable y peligrosa de dejar abierta la llaga, de aceptar la inestabilidad política que forzosamente ha de resultar de la insatisfacción creciente de los catalanes, que naturalmente se añade a la insatisfacción de otros que no es necesario mencionar? Lo que sí es seguro es que si el problema no se plantea seriamente, la solución no se alcanzará jamás (o al menos no se alcanzará por las vías normales de un país civilizado), mientras que una propuesta formal que cumpliese con todos los requisitos legales, después del necesario período demaduración, acabaría inevitablemente por abrirse camino.
Un Estatuto que alcanzase las máximas cotas permitidas por la Constitución ¿daría satisfacción definitiva a los catalanes? Evidentemente, no. Podría ser un compromiso aceptable durante bastantes años, pero, vale más decirlo claro y sin ambages, tarde o temprado debería irse más allá reformando la Constitución. Porque los nacionalistas catalanes partimos de la constatación de que España es un Estado donde coexisten unas pocas naciones, notablemente diferentes entre ellas, que reciben actualmente tratos muy diversos, y desde hace siglos estamos de hecho discriminados y sufrimos hondamente de vernos constantemente humillados y ofendidos. Por tanto, nuestras aspiraciones no pueden tener otro límite que un objetivo último que ningún demócrata puede legítimamente discutirnos: la igualdad, la simple igualdad.
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