Una carta de Mann
La imaginación opera necesariamente con los datos de la experiencia (ésta, entendida de manera amplia, casi ilimitada), pero ni el camino que recorre la imagen inicial ni su última metamorfosis son previsibles, hasta tal punto que muchas veces es difícil reconocer su origen en una realidad estética. Los comentarios más conocidos de La muerte en Venecia consideran esta novela de Mann desde puntos de vista muy diversos, pero con cierta insistencia en el problema de la homosexualidad y en el de la vivencia de la muerte, aunque no niego que existan otros más variados y más profundos: simplemente los desconozco. Pero un repaso superficial de las cartas de Tomás Mann (uno de esos ojeos casi desinteresados con que se llena un tiempo vacío o desganado) me condujo hasta lo que le escribió, el 6 de noviembre de 1915, a la señorita Elisabeth Zimmer, más tarde esposa de un crítico, al parecer conocido, Jacobi. En esta carta duda Mann de su propia competencia para juzgar La muerte en Venecia, pero saca a colación algunos datos que considero oportuno citar, no tanto para la interpretación de la novela (que lo son) como para el estudio de la imaginación y de sus idas y venidas; de paso, también para que se vea una vez más la distancia acostumbrada entre lo que un escritor se propone y lo que los lectores reciben según sus entendederas: "( ... ) ciertamente se trata de una historia de muerte en cuanto poder seductor, inmoral; una historia del placer del aniquilamiento. Pero el problema particularmente entrevisto fue el de la dignidad del artista -he querido ofrecer algo así como la tragedia del dominio de los medios, de la maestría- (...). En un principio me proponía nada menos que contar el último amor de Goethe, el amor del septuagenario por aquella muchachita con la que quería casarse casi a la fuerza, en lo que, por cierto, ni ella ni sus padres consintieron: una deshonesta (*), hermosa, grotesca y turbadora historia que llegaré quizá a contar, pero de la que, por el momento, ha salido La muerte en Venecia. Creo que este origen expresa exactamente la intención primitiva de la novela. Por lo demás, encuentro desacertado referir una creación artística de este género a una fórmula única. Representa un conjunto cerrado de intenciones y de relaciones en cierto modo un tanto orgánico, a causa del cual se presta a interpretaciones numerosas".La novedad de que Goethe haya podido ser el primer modelo del músico muerto en Venecia no excluye, antes bien lo completa, el derecho a considerar a Mahler como su verdadero modelo. Lo fue, y seguramente con más proximidad que Goethe. En otra carta de Mann, la que escribió en 1921 al ilustrador Wolfgang Born, habla explícitamente de Mahler, y llega a la afirmación de que, en su recuerdo, llamó Gustavo a su protagonista. Nos hallamos ante el caso, nada insólito, de que un personaje resulta de la superposición, seguida probablemente de sustitución, de dos modelos, así como de que el esquema primitivo ha sido modificado introduciendo en innovaciones imaginarias muy notables, que lo hacen irreconocible. ¿Se puede identificar a primera vista la relación Goethe-Ulrika con la del músico y el muchachito polaco? Sólo de una manera muy forzada -que, sin embargo, sería no sólo razonable, sino cierta- se pueden establecer o restituir las relaciones. Pero estimo de mayor importancia significativa el sistema de las sustituciones. Goethe por Mahler, Ulrika por el jovencito, el amor senil por la pederastia platónica. Conviene observar cómo en La muerte en Venecia se mantienen aquellas cualidades que Mann señalaba en la carta citada: deshonesta, hermosa, grotesca y turbadora. En el esquema Ulrika-Goethe, lo grotesco viene dado por la diferencia de edad y la suposición de impotencia, amén de algunas conjeturas inevitables, que también concurren en la pederastia platónica, por muy delicadamente que esté descrita.
¿Se refiere Mann, al hablar de maestría, a la impotencia creadora que en ciertos casos sobreviene al dominio de los medios" Y en ésta de Mahler-Goethe, ¿se refiere a ella o a sí mismo? Si se trata de Goethe, hay que pensar en el segundo Fausto; si del propio Mann, en La montaña mágica. En cuanto a Mahler, si bien es cierto que ambicionó acaso más de lo posible -cosa, por otra parte, frecuente en los artistas-, no lo es menos que sus últimas sinfonías, sus últimos lieder, son obras perfectas de madurez, y que la Décima sínfonía, inacabada, no quedó en ese estado por impotencia creadora, sino a causa de la mala salud del músico. Hay que pensar, o al menos puede pensarse, que Mann quiso presentar un caso general no experimentado por sus modelos, sino de su propia invención: imagen de algo no conocido o vivido personalmente, al menos como realidad, pero quién sabe si como presentimiento o temor. Ahora que sé escribir, no tengo qué escribir, pues dilapidé mis temas. Se trata de un desfallecimiento típico. Todo artista dispone de un número limitado de imagenes, por rico que sea el acervo. Y se pueden gastar moderadamente o se pueden derrochar. Este temor, en la mayor parte de los casos, no suele ser más que episódico, porque, aunque las imágenes sean limitadas, no lo son sus combinaciones, y, cualquier incitación procedente de la realidad exterior o intima las pone en marcha, las mezcla o quizá embarulla, pero siempre permite a la inteligencia artística escoger y combinar.
El placer de la autoaniquilación no parece, según los últimos informes, pertenencia exclusiva del personaje de Mann, aunque es posible que la idea de describirlo o sugerirlo artísticamente se le haya ocurrido a la vista de las circunstancias de la muerte del gran músico. Quien, como se sabe, no murió en Venecia de la peste, sino en Viena, y, a juzgar por una referencia del propio Mann (carta a René Schikele de agosto de 1935), esta muerte guardó alguna relación con la presencia de estreptococos en su cuerpo. Pero esto no tiene más importancia que la meramente anecdótica, y a lo mejor estoy mal informado y Mahler, como he leído en otros lugares, murió del corazón. Pero esta muerte no sobrevino de improviso, sino que se demoró y tuvo a los arnigos y, a los admiradores en vilo, pendientes de aquella vida que no luchaba por persistir. En la segunda de las cartas que he citado, la dirigida a Born, Mann se refiere coneretamente al modo como siguió, a través de la Prensa vienesa, las peripecias de aquella enfermedad y cómo la personalidad de Mahler se iba apoderando de su personaje. No es verosímil que Mann haya escrito la novela metido en aquel maremagnum de emociones, sino después, cuando ya son recuerdo, se puede operar con ellas artísticamente. Entonces es cuando llega el momento de elegir de aquí y allá lúcidamente, sabiendo sobre todo lo que conviene rechazar. En este caso, sin duda, fueron las primeras imágenes, las de Goethe y Ulrike, las rechazadas, aunque no definitivamente, pues Mann no renunció a escribir aquella historia: se limitó a aplazarla, quién sabe si por carencia de la experiencla senil, que no llegó a alcanzar. Los intríngulis de la imaginación no son, en cierto modo, demasiado desconocidos.
Acaso lo sea sólo su fondo, su razón de ser, no del todo dilucidados. Pero sobre lo que sea la imaginacion existen ciertas disparidades. A lo mejor, un día de estos, recaemos en el tema.Traduzco de la edición francesa, donde se usa la palabra vilaine. Escojo, un poco a ciegas, aquel de sus significados que me parece más apropiado al caso. Deseo no haberme equivocado.
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