La espalda
Existe una idea muy poco justa -y desajustada- acerca de la espalda. Echarse una cosa a la espalda o dar la espalda, revelan una deteriorada idea sobre el lugar. Y, sin embargo, considerar a esa zona como un sector deprimido o de categoría menor es ignorar la capacidad y la estética de las distancias. Ninguna otra parte del cuerpo aguanta mejor la contemplación y la contumacia del tiempo. Ninguna otra geografía, como la espalda, se acerca tanto a la emoción que corresponde a un océano o a un desierto. Áreas naturales de cuya grandeza luminosa han nacido los altos mitos del espacio. Todo amor perfecto no buscará su identidad en los pliegues, ramblas y anfractuosidades de la carne, sino que acampará en ese mundo oreado e inacabable.Estimada como objeto, la espalda posee la distinción de un habla que no necesita precisar más. En ella se acumula el aplomo de las bestias y la imbatible seducción de todo aquello que se expone al deseo con el prestigio de un don saciado de sí mismo.
El rostro está surtido de recursos para hurtarse a la investigación. Cualquier rostro ofrece, de continuo, una sucesión de episodios que corrigen, desmienten o mejoran sus datos. Así, el rostro jamás es aprehensible y en todo caso se hace renuente a ser retenido como unidad. Nada hay más inquietante para el amante que el intento por poseer.esa huidiza realidad. Y nada soslaya mejor la certidumbre o, en consecuencia, nada acaba haciendo zozobrar más que esta inestable referencia. Cuando el fracaso amoroso comienza a enseñar sus marcas, la primera huella la deja en algún trasluz del gesto, en algún punto de esa estampa. La espalda, en cambio, no se altera. Mantiene su oferta como una caja fuerte. Estable y absoluta, guarda las caricias como parte de su musculatura. En su ámbito se almacena la historia como una memoria en estado crudo. Una memoria eximida del peligroso discurrir en el que se aventura el pensamiento y libre, a la vez, de la mentira en que se funda, desde el origen, el movedizo diseño del cuerpo.
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