Por duplicado
Desde hace muchos años se viene acusando a la fábrica Disney de cultivar un exagerado sentimentalismo en todas sus películas para niños, amén de antropomorfizar la naturaleza con el propósito de hallar en ella lecciones de moral maniquea más próximas al folletín que a la lucha por la supervivencia.Es una acusación fundada, a la que Basil, el ratón superdetective aporta una respuesta modernizadora, que retorna esa tradición ideológica sumariamente descrita para ponerla al día. El punto de vista del narrador es el de un espectador experto, alguien que cuenta sabiendo lo que significa cada una de las convenciones.
Complicidad
Basil, el ratón superdetective
Producción: Walt Disney, 1986. Música: H. Mancini. Estreno: Alcalá, Espronceda, Gran Vía, La Vaguada y Minicine Majadahonda. Madrid.
Desde un primer momento la complicidad entre espectáculo y espectador se orienta hacia el placer del guiño y el reconocimiento. Eso no significa trufar la cinta de citas, sino plantear la película desde el yo sé que tú sabes que yo sé. Es un narrador más disneyano que Disney.Los ratoncitos de la película no sólo viven como humanos, sino que, además, son sus dobles en versión reducida. Pero esta voluntad de mostrar el universo ratonil como una copia reducida del nuestro encuentra su culminación argumental en los planes de Rattigan, que pretende suplantar a la reina rata de Inglaterra por una muñeca mecánica.
El fracaso de Rattigan, desde un enfoque disneyano, es también el de los dibujos animados japoneses que robotiza los personajes y los dota de un andar espasmódico, que les priva del alma artesana que Disney a pesar de la intervención de ordenadores para diseñar la secuencia en el Big Ben, como émulo de Geppeto, quería para sus criaturas. Para Fellini el doble es hijo de la televisión, mientras que para la factoría Disney la paternidad hay que atribuírsela al ingenio y espíritu ahorrador de los nipones de esa animación restringida que se conforma con 12 u ocho dibujos por segundo.
Basil, el ratón superdetective conserva también los toques de sentimentalidad exacerbada -la separación entre padre e hija, el desamparo de ésta, etcétera- pero en una discreta penumbra.
A estas alturas, tras el paso de Marco y sus epígonos, capaces de secar todas las lágrimas del mundo, el prestigio disneyano descansa más en la calidad formal de su trabajo que en el valor moral de sus cuentos.
Secuencias como la que recoge la rebelión de los juguetes, orquestada por un perverso murciélago que más parece uno de los gremlins de Joe Dante, funcionan sobre todo por su ritmo y porque están bien concebidas y resueltas plásticamente.
Eso favorece la sustitución de la blandenguería por el sadismo -en Noruega a los menores de 13 años no se les recomienda asistir a la película-, pero también abre las puertas a una normalización del dibujo, hasta ahora oscilante entre una tradición cuyo último éxito de público se remonta al estreno de El libro de la selva y los saltos en el vacío tipo Tron, un inmerecido fiasco del que nace ese replanteamiento de la producción de los estudios de Burbank que ahora ha alumbrado Basil.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.