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Tribuna:GUÍA IRRACIONAL DE ESPAÑA
Tribuna
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El español y el muerto

Quevedo: "Vivo en conversación con los difuntos" / Un sudaca, a la actual condesa de Orgaz: "Señora, la acompaño en el sentimiento" / En España, el rico se muere por el modelo Conde de Orgaz y el pobre por el modelo, Baroja / De cuando Cela y Hemingway se cedían gentilmente el ataúd de don Pío / Víctor Hugo ve a la española como la mujer que siempre baila, lo cual no sirve, por ejemplo, para doña Pilar Primo de Rivera / España, más que el país de la muerte, es el país del muerto / Apostúa: "Los nacionales fusilaron a Lorca y los rojos al Cristo del Cerro de los Ángeles" / De los dos pleitos que me puso don Santiago Ramón y Cajal: los muertos pleitean más que los vivos / Cadalso sacó a su novia de la tumba para echarse un baile con ella.

Lo dejó escrito Quevedo, por todos los españoles y para todos los españoles: "Vivo en conversación con los difuntos". Este es un pueblo que vive en conversación con los difuntos y lo que más molesta al personal es que el muerto no saque tabaco, en el velatorio, como sería lo propio. El entierro del Conde de Orgaz es una gloriosa imaginación del Greco, pero, en España, ni los condes se mueren así, con tanto lujo de personal, y el servicio, en sus retretes, pegándole al litro. Sin embargo, el Orgaz ha quedado como modelo de los entierros españoles, que ya sabemos que aquí es tierra de grandes enterramientos, pero eso era para el sepia de las revistas. Lo que nos caracteriza, por el contrario, es cómo andan en España los muertos, condes o no, entremetidos con los vivos. Hemos cotidianizado, la muerte. Trato bastante a los actuales condes de Orgaz y, cuando la condesa va sola, o acompañada de alguien, siempre hay otro alguien que le dice, en las presentaciones:-La acompaño en el sentimiento.

Y no se descaminan, que los muertos, ya digo, tienen mucha vigencia entre nosotros, aunque no les haya dado los santos óleos el Greco, que ése sí que pintaba con un óleo santo. El revés español del Orgaz es el entierro de Baroja, con Cela y Hemingway cediéndose a empujones el honor de bajar por la escalera una esquina de la caja. (Hay diversas versiones de esto.) Somos un pueblo realista y nos va más la realidad de un muerto terne que la abstracción de la muerte, que es un concepto. España es el país donde los muertos, sin rito oriental, egipcio o mejicano, hacen más vida de vivos. Un país de muertos peatonales.

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Somos un pueblo atrozmente realista, ya digo, y para cada necesidad creamos un santo o una Virgen, como quizá quedó estudiado en el capítulo referido al tema, de esta serie. La inmortalidad cielista y pálida de la Iglesia nos sirve de poco. La aceptamos, pero entendiéndola y practicándola a nuestra manera.

Ya Ortega, incluso Ortega, decía que un muerto sólo es un amigo al que le ha pasado algo raro, porque está ahí (recién muerto) y no nos contesta. De la familiaridad con el muerto se pasa a la utilización del muerto. El muerto sirve para garantizar la pertenencia de un olivar, la adscripción a Fraga -"papá era de derechas de toda la vida"-, el buen pasar de la viuda, con una renta de tortitas de nata, y en este plan. Lo que no acaba de entender el español es que el muerto está muerto. Por eso encuentra tantas resistencias en España la incineración. Con un señor que ha, bajado íntegro a la sepultura (aunque con el hígado hecho polvo) se puede seguir charlando indefinidamente. Y lo que el español quiere es charla.

Con unas cenizas románticamente aventadas o guardadas en urna sólo se puede hacer el Byron/Shelley, y los españoles no sabemos posar de románticos ni somos tales, sino que disfrutamos, en el XIX, gran atención exótica por parte de los románticos (lo cual es muy diferente), de Víctor Hugo en adelante. En Las orientales, Hugo nos ve como un pueblo árabe. En La leyenda de los siglos ya profundiza un poco más. Pero la mujer española siempre es para Hugo una flor más en la interflora del exotismo nacional, y una mujer que siempre baila, lo cual no es verdad en el caso de doña Pilar Primo de Rivera, por ejemplo. Lo que se le escapa a Hugo, pese a su penetración (y sin duda por culpa de sus referencias más tópicas que directas o históricas) es el aspecto de España como país de la muerte.

Uno cree que, más que el país de la muerte, somos el país del muerto. Quiero decir con esto que la muerte es una abstracción, un concepto, y nosotros somos poco conceptuales. Quiero decir, asimismo, que todas las lirificaciones de España como país de la muerte son folklore y tauromaquia. No tenemos aquí una idea sublime de la muerte, como los orientales, sino una idea cotidiana, familiar, portátil, doméstica y llevadera. Todo lo que se ha escrito sobre España y la muerte es mentira. Nosotros somos nosotros y nuestro muerto, que de momento es nuestra circunstancia, una circunstancia un poco rara, como queda dicho que apuntó Ortega, pero con la que en seguida cogemos; confianza. Con el muerto seguimos viéndonos todas las tardes, charlando de sus cosas como si estuviera vivo, y, cuando se le va olvidando, es sólo corno un amigo al que vamos dejando de frecuentar. Cuando viene el huracán de muertos, en España, nos matamos unos a otros con mucha prontitud y destreza (guerras civiles y otras movídas), con lo que erigimos un muerto para siempre, entre dos familias, entre dos políticas, entre dos Españas, como siguen erigidos don José Calvo Sotelo y Federico García Lorca.

Me lo dijo una vez Luis Apostúa, que pasea sus galgos por mi barrio:

-Mira, Umbral, los nacionales fusilaron a García Lorca y los rojos fusilaron al Cristo del Cerro de los Ángeles.

Los muertos nos rigen, pues, aunque sean muertos de piedra, como el Cristo. Pero siguen siendo muertos cotidianos. Nuestros místicos, grandes facedores del mito español de la muerte, hablan de ella con desenfado, como de unas vacaciones pagadas en el cielo, y si no, véase Santa Teresa. Lo que pasa es que nadie ha leído bien a los místicos (maestros de todo el irracionalismo nacional), y se les entiende, desde la ignorancia, como unos faraories cristianos ritualizadores de la muerte. España es el país cotidianlzador de la muerte, y en esto se diferencia de los pueblos reseñados por Lezama Lima, con inspiración en El Libro de los Muertos, en su fascinante Cantidad hechizada. No somos Egipto ni Méjico. Somos un pueblo charlatán que no deja callado al muerto, en la paz, y que se da muy buena maña para matar muertos, y hasta algún vivo, en las guerras que alegran numerosamente nuestra Historia.

Siempre hay un muerto que esgrimir contra el pleiteante, contra el enemigo, contra el que nos ha quitado la santa esposa. El español en seguida empuña sus muertos. Uno, por ejemplo, ha tenido sus peores pleitos con los muertos. Recuerdo ahora dos pleitos que me puso don Santiago Ramón y Cajal, tan venerado por mí, de otra parte. Los pleitos de los vivos nos traen más o menos flojos, como a los gitanos y a los robagallinas, pero cuando un muerto se levanta contra nosotros y clama justicia, como el padre de Hamlet, es para echarse a vivir, y no a morir, porque en la muerte nos encontraríamos con el muerto. Esta serie se propone seguir el rastro del español de ahora mismo, en sus inercias y sus innovaciones. O sea la guerra civil, un suponer, que aunque es un tema dominical (y hoy es lunes), fue la gran movida de los muertos. La guerra la hicieron los muertos y la padecieron los vivos.

Y no quiero especificar aquí las muertas, porque eso ya sería otro tema, o quizá el mismo. Sólo recordar que el poeta pre/ romántico Cadalso sacó a su novia de la tumba, la noche después del entierro, y se echó un baile con ella, en un cementerio de Madrid. La fascinación de las muertas, sobre todo si son muertas jóvenes, suscita ideas de otra familia, otra familia de ideas que no es de esta crónica. Por eso prefiero hablar asexuadamente del muerto/a. En las primeras elecciones democráticas de la transición votaron muchos muertos. Y de cada guerra civil nos queda una leva de vivos/muertos o caballeros mutilados que colorean durante años la vida de las calles. España es el país que más naturalmente le deja el asiento en el autobús a un muerto, aunque se lo niegue a una embarazada. Hemos dicho al principio que esto es un sitio de grandes entierros, y es que, en España, la enfermedad es de mal gusto. Aquí sólo se tolera la salud o un gran entierro. Los ricos se mueren todos por el modelo Conde de Orgaz, como queda apuntado, y los pobres, quizá, por el modelo Baroja, que ya de viejo andaba con zapatillas de muerto. Al poderoso se le perdona el poder que tuvo si, cuando menos, nos da la fiesta negra y callejera de un entierro de lujo, que es lo mejor para pasar la tarde. Valdés Leal, Goya y Solana han sido los tres fotógrafos de este andar los muertos alternando con los vivos, en la verbena de España. El último, grande y emocionante entierro español, movido por el pueblo y no por los académicos, fue el de Tierno Galván.

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