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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los despojos de una obra

Los despojos del invicto señor es una obra inconexa y un poco inútil. Plantea sospechas. Una de ellas es la de que alguna vez tuviese un carácter simbólico: el invicto señor pudo ser Franco, y los personajes un fragmento del pueblo, o todo el pueblo. En el texto se habla de cuando en cuando de un marqués que agoniza, de las gentes que esperan su muerte, y poco más de esa clave que debió de ser tan importante como para dar título a la obra; pero en realidad no pesa sobre la acción dramática.Premio Lope de Vega en 1980, debió de estar escrita hacia aquellas fechas espectaculares: algunas referencias -la emigración de los hombres a Alemania- ayudan a situarla en una fecha remota. Otra sospecha, aireada por su autor -que no quiso salir a saludar-, es la de que la dramaturgia de José María Rodríguez Buzón y la dirección de Antonio Lapeña hayan alterado la posible sustancia, si la hubo, del texto.

Los despojos del invicto señor

De Lorenzo Fernández Carranza, premio Lope de Vega 1980. Dramaturgia de José María Rodríguez Buzón.Intérpretes: Antonio Dechent, Josefina Díaz, Eva Guerr, Pastora Peña, Alberto Valverde, Juan Dolores Caballero, Jorge Roellas, Julia Torres, Paco Prada, Amparo Gómez Ramos, Ramón Durán, María Jesús Andany, Manuel Demoro, Franky Huesca. Escenografía de Luis Adalid y Andrea d'Odorico. Figurines: Begoña del Valle Iturriaga. Música de Paco Aguilera. Director: Antonio Andrés Lapeña. Estreno: teatro Español, 7 de noviembre.

Mejor de lo que se ve

Como misterio está también la falta de correspondencia entre la sinopsis que se publica en el programa y lo que se ve en el escenario. Aquélla había de un enfrentamiento de ideologías, de la presencia del regeneracionismo en esa micro-España escénica, de las rebeliones solitarias, de la represión de las mujeres...La sinopsis es mejor, o más interesante, de lo que se ve y se dice. Estos problemas son muy frecuentes en la vida de hoy; los autores que reconducen sus obras gastadas a través de los años; los dramaturgistas y los directores que las recomponen a su manera e invención para el espectáculo.

Cada uno defiende su arte y su oficio sin tener en cuenta que la obra dramática es una unidad, para bien o para mal. El programismo es otro vicio muy extendido: se tiende a explicaciones de lo que en el escenario resulta invisible, o a hacer invisibles defectos que se representan. Es otra incomprensión de una regla: la obra dramática se tiene que explicar por sí misma y ser rápidamente comprensible para un público que la ve una sola vez.

Lo que se ve en el escenario son los despojos de una obra dramática. Escenas bilaterales -de dos en dos personajes-, apuntes de la vida miserable de un poblado arruinado, cierto tremendismo de situaciones de seres también despojados -el tonto, el loco, el viejo, el inválido-, algunas canciones sin alojamiento en la acción dramática, un pregón de buhonero, briznas de pasado, un sentimentalismo como de Fellini, un diálogo de imitación popular con tendencia a lo sentencioso, alguna llamada a lo folclórico.

El enigma

La unidad entre todo ello está rota o no ha existido nunca, y de ahí que aparezca como un espectáculo inconexo y una pieza sin verdadero interés; aunque a veces trascienda una solidaridad con los oprimidos, con los sobrantes o los parias de esta tierra.La representación deja entera la última sospecha, el último enigma: por qué esta obra tuvo un Premio Lope de Vega, qué vio en ella el jurado que sabía que su estreno era obligatorio, o en qué estaría pensando en el momento de premiarla.

Los elementos más interesantes son los de los actores y los de la escenografía. La compañía defiende la obra con uñas y dientes, a pesar de la inconsistencia de sus personajes y la endeblez de las situaciones; hay muchos rasgos de buena actriz en Josefina Díaz y en Manuel Demoro, hay tensión dramática en algunas de las mujeres y presencia y dicción en Ramón Durán, y posibilidades en Antonio Dechent; y en todos ellos una buena utilización de la prosodia localista.

En todo ello es en lo que mejor se ve la labor del director, que por lo demás mueve mal los personajes, descuida sus entradas y salidas y no saca más chispas de las situaciones ofrecidas. El decorado, de Luis Adalid y Andrea d'Odorico, reproduce una realidad, pero con la suficiente respiración artística como para darle vida y presencia.

Había bastante público venido de fuera para dar apoyo a autor, director y actores: justificaron su viaje con el entusiasmo final, al que respondieron con sus saludos los actores y el director. El disgustado autor no compareció.

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