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Conversaciones en un museo

No acudí en su momento a la inauguración de la muestra con que el Centro de Arte Reina Sofía presenta al público las esculturas de Joan Miró. En lugar de asistir al acto social que la presencia de quien da título a dicho centro hace de concurrencia multitudinaria, he ido una de estas frescas mañanas de otoño a visitar con calma las obras que ya había visto en distintos museos, y muchas otras más que podía ver ahí ahora por vez primera. Y cuando me paseaba por las salas de la exposición, una joven vigilante que me dijo ser lectora de algún libro mío quiso abordarme para distraer quizá el aburrimiento de su trabajo con un rato de conversación.Su iniciativa resultó para mí muy grata, pues, además de ser linda muchacha, reveló en seguida clara inteligencia, unida a una resuelta autenticidad personal. Hablamos de la mucha gente que recorre aquellas salas, y yo hice la observación de que hoy día, a diferencia de lo que ocurría en tiempos pasados, cuando, en su Deshumanización del arte, escribió Ortega y Gasset que "dondequiera que las jóvenes musas se presentan, la multitud las cocea", la multitud actual pasa y sigue adelante sin dejar oír los comentarios burlones o indignados con que solía reaccionar frente a los productos artísticos de la vanguardia.

-¿Y considera usted que eso es positivo?- me preguntó mi interlocutora.

Le dije que sí. Le dije que, a mi parecer, no sólo se había acostumbrado ya el público a las formas de arte nuevo o no realista, aprendiendo a gustar de ellas, sino que también, y en todo caso, había desarrollado una actitud respetuosa para lo que no entendía o no le agradaba, en lugar de rechazarlo con insolencia; y esto, a juicio mío, era positivo.

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A cuya opinión arguyó ella que no creía loable la aceptación de algo que tal vez era respetado tan sólo en razón de la autoridad de quien lo proponía a su admiración, y que seguramente muchos de quienes, movidos por la mera curiosidad, se aventuraban a pisar los umbrales de la exposición, miraban lo que se les ponía ante los ojos y pasaban de largo sin proferir palabra, pensando, con indiferencia, que debía de ser bueno, puesto que el Ministerio de Cultura lo recomendaba como tal. Para ella, esta actitud no tenía nada de positiva.

-Su punto de vista no carece de mérito -le repliqué-. En efecto, el burgués que en época anterior despotricaba contra los cuadros de Picasso, pretendiendo que eso era una tomadura de pelo o una chapucería, y que cualquiera, sus niños mismos, podía pintar de esa manera, repudiaba el arte nuevo apoyándose en los ideales, valores, normas y técnicas que ya habían perdido vigencia; es decir, los del arte realista en que él se había formado y a los que él seguía fiel. Desde su posición conservadora, su actitud era beligerante, combativa, agredía a un arte en favor de otro, ya periclitado. Ahora, en cambio, las masas carecen de una formación artística definida, de una tradición cultural; y desde ese vacío, reciben sin inmutarse (y, en el fondo, cierto es, con toda indiferencia) cuanto se les ofrece.

-¿Y no es posible acaso que lo que se les ofrece y reciben sea una falsificación comercialmente promovida?

-Desde luego. Es lo que con frecuencia ocurre. Al público se le da muchas veces gato por liebre. Dentro de la onmímoda libertad formal del arte contemporáneo, sea pictórico, escultórico, literario o musical, la hábil simulación cuela mejor que lo mediocre ejecutado según los requerimientos regulares y bien establecidos de un arte convencional. El kitsch burgués era más reconocible que el astuto phony en las tendencias posteriores del arte. El espectador ingenuo teme ser tachado de filisteo, y frente a la impostura, calla sin atreverse a tomar posición. Esto ocurre, en efecto, cada día. Pero, de otra parte, la difusión alcanzada por el arte nuevo y sus varias manifestaciones en esta sociedad de la abundancia con general acceso a los bienes de la cultura permite que, dentro de la multitud, sean numerosas las personas que adquieren capacidad para distinguir por sí mismas la genuina calidad artística y disfrutar de ella a fondo.

-Entonces -me preguntó mi discreta interlocutora-, ¿cuál podrá ser el criterio objetivo para distinguir lo que realmente vale y es significativo en arte de lo que constituye un engaño? Cómo saber...

Yo le contesté que la única manera de orientarse en ese terreno es mediante la educación del gusto, a base -eso sí- de una sensibilidad personal adecuada; y como insistiera en querer saber a qué atenerse, añadí que el criterio objetivo acerca de la validez de un artista y de su obra pudiera ser el acuerdo entre los entendidos, que suele conducir a un reconocimiento social más amplio, pero confesé también que ni siquiera la aclamación universal constituye una garantía plena de acierto en el juicio. Por lo pronto, entre los entendidos o connaisseurs juega por mucho el factor del esnobismo, sin contar además con los intereses de grupo, todo lo cual puede conducir a valoraciones desviadas; y luego, cuando el nombre de un artista ha traspasado esos círculos hacia una fama popular, ya son elementos extraartísticos los que influyen y pesan, sin que poco tenga que ver ahí la verdadera calidad estética. Véase, por ejemplo, lo que sucede en este campo de la pintura, donde se sitúa Miró con su obra. El suyo es uno de los tres nombres españoles de fama mundial: en Japón, en Estados Unidos, en Alemania, en Australia, se recitan de una tirada los de Picasso, Dalí y Miró como si fuesen equiparables, y así son comercialmente cotizadas sus obras.

-Para usted, ¿es el autor de las que aquí se exhiben tan gran artista como su fama proclama? -Sin duda alguna; desde luego.

-... porque para mí resultaría humillante estar guardando algo que en realidad fuese un fraude.

-Si confia en mí, puede estar tranquila.

-Es que me pregunto yo, por ejemplo, qué significan esas sillas, y por qué hacer en bronce una caja estropeada, como aquella de ahí, en lugar de poner la caja de cartón.

-Eso hubiera sido asimismo una posibilidad legítima. Precisamente una de las directrices de la vanguardia, representada de modo especial por Marcel Duchamp, consiste en destacar y -diríamos- subrayar el objeto indusrial, el ready made, llamando la atención sobre su belleza intrínseca para elevarlo así a la categoría de obra de arte. El creador no lo confecciona, se limita a descubrir e iluminar su calidad estética. Esta calidad hay que aprender a descubrirla en la naturaleza, en el objeto industrial y, por supuesto, en la obra elaborada por mano de artista. Usted, jovencita, va a permanecer guardando estas esculturas de Joan Miró durante muchos días todavía, y es probable que mientras las vigila se reconcilie con ellas, que las descubra, y sintonicen por fin con su sensibilidad. Entonces comprobará que su creador ha sido uno de los más grandes artistas plásticos de nuestro siglo.

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