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Fracaso

Rosa Montero

Pepe comprendió que nunca llegaría a nada el día que cumplió 40 años. Su mujer había pensado en hacer un almuerzo algo especial para festejar la fecha. Así es que él se puso a fregar los cacharros atrasados mientras Concha preparaba la comida. Y ahí, mientras rascaba coágulos de huevo y grasas pretéritas, le derrotó la certidumbre: jamás llegaría a ser nada en la vida.No, no era la famosa crisis de los 40. Nunca fue un atleta y ahora apenas si le mortificaba el desmayo creciente de sus carnes. Y por otra parte, ¡cuántas barrigas opulentas han sido disimuladas por un sillón de mando!

-¡Que no, Concha, que no es una depresión de cumpleaños!

Su mujer no le entendía. Era una buena chica, y el matrimonio iba marchando. Pero Concha tenía ese talante tranquilote, esa cachaza. Ahí estaba ahora, descuartizando el aguacate con morosidad exasperante, minimizando su tragedia, sin comprenderle. Ella era así, como muchas mujeres: una ignorante en los asuntos profesionales. Concha no fue educada para triunfar.

No es que él hubiera sido muy ambicioso. Pero hizo todo lo que tenía que hacer. Estudió Económicas, fue un discreto antifranquista, se colocó de funcionario en el Ministerio de Hacienda y votó en todas las elecciones. Ahora su generación había llegado al poder y casi todos sus conocidos tenían cargo. El otro día se encontró a Vidriales, aquel notorio imbécil de la facultad: iba con un cochazo formidable, chófer y escolta, convertido por el PSOE en director general. ¡Si incluso Paquita, su primera novia, era ahora subsecretaria técnica! Y él, mientras tanto, vegetando como una seta en un despacho.

Pepe comprendió que nunca llegaría a nada el día que cumplió 40 años. Ahí estaba, incomprendido y desolado, refrotando sañudamente una sartén. "Soy un fracasado", se dijo, y tal crudeza le proporcionó un pequeño alivio: así, al menos, todo quedaba claro. Y ante él se extendió un tranquilo futuro de pantuflas, veladas televisivas y los domingos por la tarde el regalo de fumarse un buen habano.

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