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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las decisiones del Gobierno legítimo

EL CONSEJO de Ministros designó ayer a los cuatro componentes de la nueva Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM), abrió una vía para resolver definitivamente el problema de los ex miembros de la Unión Militar Democrática (UMD), y oficializó el nombramiento de un civil, Luis Roldán, como nuevo director general de la Guardia Civil. Se trata de tres decisiones de gran importancia, que simbolizan, por una parte, la madurez de las instituciones democráticas, y por otra, el afianzamiento del principio de la soberanía popular en que se asienta nuestro ordenamiento constitucional, incompatible con la decimonónica división entre poder civil y poder militar. Sobre el nombramiento, por primera vez en la historia, de un paisano como responsable de la Guardia Civil ya tuvimos ocasión de pronunciarnos el viernes pasado. Las otras dos resoluciones adoptadas ayer por el Gobierno merecen comentarios pormenorizados. Y sobre todo el reconocimiento ciudadano al Gobierno de Felipe González, que, pese a muchos problemas, con estas decisiones afianza sustantivamente la soberanía popular en la administración de los llamados asuntos de Estado.Los cuatro miembros de la JUJEM saliente han permanecido en el cargo desde que, en enero de 1984, entró en vigor la reforma de la ley orgánica de la Defensa. Anteriormente, los miembros de dicho organismo eran sustituidos a medida que iban cumpliendo la edad de pase a la reserva. La legislación actual permite mantener la cúpula militar a lo largo de toda la legislatura, con independencia de la edad de sus componentes. La JUJEM saliente es la primera que ha mantenido con el Ejecutivo unas relaciones plenamente normalizadas, apoyadas en la nueva definición de su función como "órgano colegiado de asesoramiento militar del presidente del Gobierno y del ministro de Defensa". Ello significa que a la cúpula militar corresponde la ejecución de las directrices políticas emanadas del Gobierno legítimo, rompiendo la ambigüedad que resultaba de su anterior definición como "órgano superior de la cadena de mando".

Las cautas reformas que Narcís Serra ha ido introduciendo en el área de su responsabilidad han contribuido en medida considerable a adecuar las relaciones entre las Fuerzas Armadas y el conjunto de la sociedad a los principios de un Estado de derecho. Llama la atención, sin embargo, el hecho de que las peculiaridades de la carrera militar determinen todavía ese anacronismo social que supone que, en la práctica, los oficiales sólo puedan acceder a la cúpula militar cuando están próximos al final de su carrera, casi siempre después de superados los 60 años. Eso no ocurre en otros ámbitos de la actividad profesional, y humana en general, aunque es cierto que es una situación común a casi todos los ejércitos del mundo. Resulta particularmente anacrónico porque cada vez más la eficacia en la responsabilidad militar va asociada a complejos conocimientos tecnológicos. Con todo, es evidente el avance producido en los últimos años en esa adecuación a la sociedad civil.

El problema de la plena aplicación de la amnistía a los ex miembros de la UMD es, por definición, un problema específicamente político, es decir, no puramente castrense. Y como tal debe ser abordado. La noticia, difundida la semana pasada, de que tres de los miembros de la Junta de Jefes de Estado Mayor ahora sustituida eran contrarios a la fórmula prevista por el Gobierno para resolver definitivamente el problema de la reincorporación al Ejército de los nueve oficiales condenados hace una década por su vinculación a la UMD no constituye, propiamente hablando, una novedad. Nada hay de sorprendente, en efecto, en que, por ejemplo, el hasta ayer jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, teniente general José María Sáenz de Tejada -que en su día, a fines de 1974, fue el encargado de investigar las actividades de la UMD, calificada en la sentencia condenatoria de "entidad subversiva que pretende cambiar las instituciones fundamentales de la nación"-, se muestre personalmente contrario a la reparación moral que para los nueve oficiales condenados en marzo de 1976 supone el cumplimiento por parte del Gobierno de su compromiso electoral de resolver definitivamente ese problema.

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Disidencia sin desacato

Esa opinión personal, inspirada tal vez en el deseo de demostrar coherencia con el propio pasado individual o en concepciones subjetivas de los valores reputados característicos de la milicia, es, en cuanto tal, respetable; pero no tiene a los efectos del caso considerado, más valor que la de cualquier otro ciudadano. De hecho, así lo reconocieron implícitamente los propios miembros de la JUJEM saliente al asegurar que la decisión del Gobierno sería, en cualquier caso, "acatada con normalidad". Parece llegado el momento, tras casi una década de práctica de la democracia, de que los ciudadanos nos acostumbremos a contemplar sin dramatismo la existencia, incluso en el seno de las Fuerzas Armadas, de opiniones no monolíticas, siempre que tales opiniones, expresadas por los cauces reglamentarios, no impliquen resistencia a acatar las decisiones adoptadas por el Parlamento y el Gobierno de él emanado, únicos depositarios legítimos de la soberanía popular. Así ocurre en los países con una más arraigada tradición democrática, en los que resultaría inconcebible identificar la disidencia personal con la amenaza de desacato.

Los oficiales que a fines de 1974 decidieron unir sus esfuerzos a los de muchos otros compatriotas deseosos de poner fin al régimen autoritario del general Franco actuaron indudablemente fuera de la legalidad entonces vigente. Pero no es posible ignorar la naturaleza ilegítima de tal legalidad, fundamentada en la inexistencia de libertades públicas y el desprecio a los derechos humanos, ni resulta razonable olvidar que los ideales políticos propugnados por la UMD son los que encarna el régimen democrático actual. El argumento según el cual los miembros de la UMD pusieron en peligro la unidad de las Fuerzas Armadas al intentar politizarlas, y que ello merece una consideración negativa con independencia de la naturaleza del régimen vigente, constituye un sofisma que ofende a la inteligencia. Nunca en la historia de España el Ejército asumió un protagonismo tan directamente político como el que se vio forzado a adoptar durante la dictadura del general Franco, en cuyas Cortes orgánicas se sentaban numerosos uniformes y cuya legislación contemplaba, por ejemplo, la existencia de tribunales castrenses para juzgar delitos como la difusión de escritos considerados subversivos. La UMD, con mayor o menor acierto, propugnaba precisamente lo contrario a la utilización política de las Fuerzas Armadas: que éstas dejasen de ser un obstáculo a la democratización de la sociedad española y su sistema político. La ley de amnistía de 1977 reconoció en parte esta evidencia al suspender las penas de prisión que los tribunales dictaron contra los nueve oficiales un año antes, pero, de acuerdo con la legislación castrense -no modificada en posteriores reformas del Código de Justicia Militar-, se mantuvieron vigentes las penas accesorias, y concretamente las que determinaban la expulsión de las Fuerzas Armadas de los encausados. De ahí que la solución definitiva del problema exija una ley expresamente votada en el Parlamento. El Gobierno, en decisión que le honra, asumió ayer la responsabilidad de presentar la proposición de ley correspondiente.

Cuesión de principios

Entre las circunstancias que han retrasado hasta ahora la adopción de tal decisión ocupa un destacadísimo lugar la resistencia del ministro de Defensa, Narcís Serra, a otorgar al problema la prioridad que le atribuían los sectores sociales más sensibles a la injusticia. Así, la deseable prudencia que debe presidir la acción de todo gobernante, y quizá en particular la del responsable de las Fuerzas Armadas, se ha convertido más bien en su contrario: en una imprudente pusilanimidad. El problema político de la reparación moral a los antiguos miembros de la UMD debía haber estado resuelto hace años, y sólo esa pusilanimidad, al prolongar la injusticia, ha estimulado las reacciones destempladas y arrogantes de los sectores opuestos a tal reparación. Ello, a su vez, ha contribuido a sembrar inquietudes y desconfianzas que podrían haberse evitado, o que, en todo caso, estarían hoy superadas.

De ahí que resultase escasamente convincente el argumento según el cual lo más prudente era esperar a que se produjera el relevo en la cúpula militar antes de presentar el proyecto de ley. El Gobierno, que tiene contraído con la sociedad española un compromiso moral sobre la cuestión, hubiera demostrado sagacidad -pero también prudencia política- si, ilustrando así con los hechos que no admite presiones extraconstitucionales, se hubiera decidido a dejar el problema, resuelto antes de que tal relevo se llevara a efecto, liberando a la nueva JUJEM de ese, al parecer, permanente motivo de zozobra. El tiempo dirá si la solución elegida, haciendo coincidir en el tiempo ambas decisiones, resulta una hábil estratagema para evitar la interiorización de tal zozobra, simultáneamente, por salientes y entrantes.

Por lo demás, de las reiteradas manifestaciones de los propios interesados se deduce que el problema de la UNID es, a estas alturas, más una cuestión de principios que de cualquier otra naturaleza: es bastante improbable que los nueve ex miembros de la UMD, que han reorganizado sus vidas al margen de su antiguo oficio, vayan a hacer uso efectivo de su derecho a la reincorporación al Ejército una vez aprobada la ley que lo, permitiría. Pero es a ellos, y no al ministro o a la JUJEM, a quienes corresponde decidir libremente su futuro profesional. Queda para la historia el juicio definitivo sobre la iniciativa de los fundadores de la UMD. El hecho de que sus dirigentes decidieran disolverla en cuanto en España se celebraron, en los inciertos primeros pasos de la transición, las elecciones libres de 1977, demuestra su oposición de principio a la consagración del asociacionismo militar como cauce de actuación política, ilustra su rechazo de cualquier proyecto de régimen tutelado desde los cuarteles y avala la naturaleza democrática de fondo del movimiento. A la espera de ese juicio histórico, cabe quizá adelantar que fue una suerte para los españoles que la UMD fracasase en su objetivo inmediato de jugar, desde el Ejército, un papel significativo en la transición, por más que su objetivo último, la democracia, fuese alcanzado. A lo largo de los últimos 200 años, casi todos los períodos democráticos vividos por nuestro país estuvieron asociados y fueron tributarios de movimientos nacidos entre la oficialidad progresista de los cuarteles. Ello explica en parte lo pocoque tales fases duraron y la tendencia a que todas ellas fueran seguidas por pronunciamientos de signo involucionista.

El ejemplo próximo de Portugal ilustra hasta qué punto resulta costoso a la sociedad civil desembarazarse de la hipoteca que, al margen de la voluntad subjetiva de los individuos, deriva del protagonismo militar en los procesos de cambio político.

Ello no modifica un ápice nuestra consideración de que la plena aplicación de la amnistía a los nueve ex miembros de la UMD era, como en el caso de otras personas condenadas por sus actividades antifranquistas, e independientemente del juicio concreto que tales actividades merezcan desde el punto de vista político o ideológico, una exigencia de justicia. Por ello mismo, la decisión del Gobierno de dar una salida a esa asignatura pendiente, cumpliendo así su compromisoelectoral, nos parece digna de elogio y merecedora de apoyo frente a quienes aprovechan la más mínima circunstancia para ir por atún y a ver al duque.

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