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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La oración por la paz

AYER SE celebró en Asís la jornada de oraciones por la paz convocada por el papa Juan Pablo II. Pocos podrán discutir que ha sido un éxito: cuarenta gobiernos apoyaron la iniciativa papal y se han registrado múltiples adhesiones de todo género. Algunos movimientos guerrilleros latinoamericanos, concretamente en El Salvador, Colombia, Chile, y Nicaragua, se han adherido a la propuesta declarando una tregua de 24 horas. Y lo mismo ha hecho el Frente Polisario en el Sáhara. En ocasiones, la aceptación efectiva de ese breve plazo de paz quedaba condicionada a su respeto simétrico por la otra parte: tal ha sido el caso de Irak, que ha dirigido una carta en tal sentido a Juan Pablo II. También el IRA irlandés ofrecía sumarse a la tregua si hacía lo propio el Ejército británico. En cualquiera de los casos en que las luchas de declaran suspendidas, el efecto es prácticamente nulo, pero el objetivo del Papa era básicamente religioso y moral. Es en este ámbito donde cumple juzgar su resultado.La concurrencia al acto de Asís de representantes de las principales religiones, con personalidades de alto rango, como el arzobispo de Canterbury, el Dalai Lama, el presidente del Consejo Ecuménico de las Iglesias, ha sido espectacular. Por otro lado, no cabe negar que el impacto en la opinión pública ha sido amplio, y es significativa la manifestación de masas que se desarrolló en Roma por la paz, con participaciones muy diversas: comunistas, ecologistas o democristianos. El partido socialista se abstuvo, calificándola de ambigua.

En cuanto al contenido del encuentro de Asís, el Papa ha enunciado en su discurso de ayer una definición que asombra. Insistió, por ejemplo, en que no se trata de buscar una paz mediante acuerdos o compromisos políticos, sino de descubrir "otra dimensión de la paz y otra manera de promoverla", que sea "el resultado del rezo, que expresa una relación con un poder supremo que supera todas nuestras capacidades humanas". Desde luego la idea de que los hombres, ante la amenaza de la guerra, deben antes que nada dirigirse a Dios y dejar en sus manos la salvación responde a la tradición de numerosas religiones, y no sólo de la católica. Pero colocar ahora esa dimensión en primer plano supone un cambio de postura respecto a la actitud de las iglesias en los últimos tiempos.

No se trata de pedir a las iglesias que intervengan directamente en las políticas de los Estados, lo que, por otra parte, hacen ya en.ciertos casos de modo excesivo, como cuando quieren imponer, en cuestiones como el divorcio y el aborto, a creyentes o no creyentes, normas jurídicas derivadas de su moral específica. Pero, en el problema de la paz, la Iglesia católica y otras iglesias han elaborado posiciones morales nuevas en los últimos tiempos, especialmente sobre el problema nuclear. Juan XXIII, en el Concilio Vaticano II, destacó la necesidad de un diálogo y de una acción común, en la vida social, con los no creyentes para objetivos comunes de desarme y de paz. En esa línea, la Iglesia católica de EE UU ha establecido conclusiones radicales sobre las obligaciones del cristiano, en particular el que ocupa cargos de gobierno, que le lleven a oponerse al armamento nuclear. Teniendo en cuenta estos antecedentes, la iniciativa de Asís parece reflejar el deseo de Juan Pablo II de interrumpir esa progresión iniciada en el Vaticano II, y volver a la concepción de una humanidad impotente que sólo puede salvarse mediante la oración.

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Todo indica que esta inspiración ha disgustado a los representantes de otras religiones, en particular las protestantes, que desean prolongar el encuentro para alcanzar algunas conclusiones referidas a la acción del ser humano. Si, después de Asís, el encuentro por primera vez en la historia de los representantes de la mayoría de las religiones del mundo no desembocara en algún compromiso de acción común por la paz, la convocatoria quedaría en mera teatralidad e incluso al borde de la hipocresía. Todo ello envuelto en la sospecha de una operación de prestigio universal para Juan Pablo II y la Iglesia católica.

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