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El español en Filipinas

Tras el cambio político ocurrido no hace mucho en Filipinas, y con el advenimiento de un nuevo régimen de Gobierno en aquel país, algunas de las personas que allí se remiten a la tradición española, y procuran desde antiguo preservar del retroceso y deterioro su amenazada lengua, están empeñadas ahora en llamar nuestra atención hacia el problema, tratando de recabar, según es muy justo, de las autoridades sociales y políticas. de la vieja metrópoli el apoyo debido a los esfuerzos que ellos efectúan en tal dirección.Por lo que concierne a cuestiones idiomáticas, como a tantas otras cosas, no soy yo de los que ponen excesiva fe en la eficacia de la acción oficial, pues, desde Iuego, la actuación del Estado en ese terreno dista mucho de merecer la consideración de decisiva. No bastaron en esta península Ibérica los designios de Gobiernos centralistas para erradicar de su suelo las lenguas no castellanas ni bastarán ahora los designios de Gobiernos autonomistas para eliminar de su ámbito de poder el uso del castellano. En 1898, cuando Puerto Rico pasó a depender -al mismo tiempo que el archipiélago filipino- del Gobierno de Estados Unidos, éste se propuso denodadamente implantar el idioma inglés en la isla caribeña y falló en su intento hasta renunciar por fin al propósito. Transcurrido ya casi un siglo desde entonces, la lengua natural de los puertorriqueños, pese a su ciudadanía estadounidense, continúa siendo la española; la penetración del inglés en la isla es hoy apenas mayor que la que se advierte en cualquier otro país hispano. España misma incluida. Doy, pues, por cierto que no es suficiente la voluntad más resuelta de los poderes públicos, el fiat del Estado, para que un determinado idioma prospere y se extienda, o bien decline hasta extinguirse, en el seno de una comunidad. Y sin embargo, tampoco es nulo su efecto ni insignificante; incluso, en ciertas circunstancias, alcanza resultados muy considerables. Cuando una política lingüística oficial va acompañada de estímulos sociales adecuados, remando -por así decirlo- a favor de la corriente, sus efectos se multiplican y potencian hasta llegar a hacerse decisivos de veras. Quiere decirse que, cuando la causa lo merezca, deberá hacerse todo lo factible para lograr el fin deseado.

El caso de Filipinas es muy diferente del de Puerto Rico. Aquí, en esta isla, para 1898 y mucho antes, el español se encontraba implantado como lengua única del país, mientras que, en cambio, nunca había llegado a completarse, ni mucho menos, el proceso de hispanización del archipiélago filipino, donde la lengua española en momento alguno llegó a imponerse de manera homogénea. Varias son las razones que se han dado para explicar este fracaso, o deficiencia, de la colonización. Se ha aducido, entre otras cosas, que el proceso comenzó allí bastante más tarde que en América, y en parajes del globo mucho más; distantes, a los que afluyeron escasos colonizadores. Sea como quiera, la realidad es ésa.

Bien se comprende que, al cesar en 1898 la soberanía española sobre el archipiélago, no sólo quedará interrumpido el proceso de su hispanización, sino que se iniciará un retroceso que ha continuado hasta hoy. Estados Unidos se propuso desde el primer momento introducir allí -igual que: en Puerto Rico- la lengua inglesa, gastando para ello ingentes sumas, y en este caso, sí, con éxito notable. A partir de entonces no ha dejado de propagarse y extenderse. Cuando en 1934 se acordó eliminar de Filipinas la soberanía norteamericana para 1946, fue con la provisión de que la nueva carta constitucional obligara al mantenimiento del inglés como idioma de la enseñanza, y el Departamento de Instrucción, por su parte, decretó pronto la eliminación del español en los programas de la enseñanza oficial.

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Nada tiene de extraño siendo así que, no obstante los deseos y algunos esfuerzos denodados por parte de los hispanófonos, nuestro idioma se encuentre en franca retirada en las islas Filipinas. Según los informes de que dispongo -datos de unos 10 años atrás-, la situación idiomática es, aproximadamente, ésta: de los más de 45 millones de habitantes que pueblan el archipiélago hablan el castellano 777.000 personas, a cuyo número pueden sumarse las 800.000 que hablan chabacano (al que el Diccionario de la Real Academia Española define como lengua mixta de español y de un dialecto indígena, hablada en cierta región de Filipinas"). El 85% de los habitantes habla alguno de los trescientos y pico lenguajes pertenecientes a la familia malayo-polinesia que se distribuyen por las islas. Sobre el uso del inglés carezco de información precisa; pero bien sabido es que, como ocurre en la India, no sólo es lengua oficial, sino instrumento de intercomunicación general en un país multilingüe.

Por supuesto que la difusión del inglés por obra de una política oficial cuenta con las circunstancías más favorables para tener buen éxito en este caso de Filipinas, y sería, desde luego, ilusorio pretender oporierse a la corriente general que va en la dirección de un creciente predominio de la nueva lengua del imperio, frente a la cual el español no está hoy en condiciones de competir. Pero en cuanto se refiere a su preservación y a su posible fomento en aquel país, cuenta, en cambio, nuestra lengua con perspectivas mayores que cualquiera de los idiomas y dialectos que en el archipiélago se hablan, pues el alcance de éstos es meramente local, con bases culturales más bien modestas. La lengua española, por su parte, es una de las de mayor despliegue en el globo terráqueo y goza además de un prestigio sumo.

Apoyándose en estas bazas y apostando sobre ellas sería, pues, muy, deseable que el Estado español -y quizá, ¿por qué no?, los de países latinoamericanos en la cooperación que pudiese establecerse al efecto- prestara un apoyo enérgico y continuado a los esfuerzos que sobre el terreno realizan los líderes culturales de la gran minoría filipina de hispanohablantes.

Sabido es que, desde antiguo, la acción de España hacia el exterior, tanto en política internacional como en la legítima procura de mantener la imagen adecuada al respecto que su entidad histórica merece, ha sido escasa. y muchas veces contraproducente. Las razones de su inhibición o desacierto se remiten a condicionamientos generales que no sería de esta oportunidad investigar, pero que bien pueden darse por cesados ya a la hora actual, cuando nuestro país se ha reintegrado a la realidad del mundo contemporáneo. En lo que se refiere a la promoción del idioma común de los españoles en el exterior, nadie discutirá, creo, las inveteradas deficiencias de la acción del Estado, deficiencias que, por contraste con la eficientísima política cultural de la vecina Francia, resultan demasiado evidentes.

En este punto puede considerarse afortunado el que, según señalábamos al comienzo, sea relativamente pequeña la influencia de los poderes públicos en materia de lenguaje, pues es el hecho que, pese a todo, el nuestro no ha sufrido demasiado de la incuria oficial: la lengua se defiende por sí sola, y -como dijo en ocasión reciente el escritor argentino Ernesto Sábato- la española goza de excelente salud a la fecha.

Sin embargo, los que la hablan en Filipinas se encuentran demasiado aislados respecto de nuestra Península, tanto como de los pueblos de Latinoamérica, y es claro que la falta de contacto, encerrados dentro de un ambiente donde predomina una lengua de funcionalidad universal, como es la inglesa, y, por si esto fuera poco, propulsada todavía por los mecanismos de la promoción oficial, inevitablemente tiene que conducir a la decadencia y final aniquilamiento de lo que era y sigue siendo su idioma verri,liculo, a menos que se ponga remedio con un sistema de relaciones culturales intensas y sos,tenidas.

Esto es lo que desean y reclaman ellos de las autoridades españolas y lo que aconseja el más elemental sentido de nuestras responsabilidades históricas hacia unas gentes que en el pasado recibieron y aceptaron nuestra cultura para encontrarse luego culturalmente desasistidas, abandonadas en un olvido lamentable.

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