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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El azar y la necesidad

LA OBTENCIÓN por un jubilado de un premio de 524 millones de pesetas en la loto (lotería primitiva), parte de cuyo importe piensa dedicar a "evitar abortos", ha sido una de las noticias que mayor atención popular han suscitado en España en los últimos días. El agraciado ha decretado el silencio sobre sí mismo y el destino a dar al resto de los millones, y su discreción es respetable. Pero tan, abultado premio sugiere una reflexión sobre el importante papel que el azar juega -nunca mejor dicho- entre nosotros.Cada año los españoles se juegan legalmente (aparte timbas, garitos prohibidos, picarescas) unos 500.000 millones de pesetas. Sólo en la lotería primitiva, loto, se invierte cada semana una cantidad que ronda los 2.000 millones de pesetas. La cuarta parte de lo gastado, unos 125.000 millones, se reparte en premios. Todo lo demás se va en beneficios del Estado -el principal ganador-, inversiones benéficas o de finalidades varias y gastos de administración, publicidad y distribución. Objetivamente, este dinero es el peor invertido dentro de la amplia gama de posibilidades de pérdidas que ofrece la economía española; pero entran las razones subjetivas de que lo que se pierde no se pierde, sino que va a un bien común.

Los que tienen derecho a ese bien común -por concesión de un Estado, el principal padrino, que siempre gana- guerrean a veces entre sí -unas direcciones generales contra otras, unos organismos benéficos contra otros- y se afanan en crear incentivos para hacernos jugar. Acaba de inventarse la Q1 como modalidad de la vieja quiniela de fútbol -que ahora es la Q2-, en la que el enigma es el de los resultados en el primer tiempo de los partidos. Al juego se le ha añadido la confusión y hasta los ordenadores se han rebelado: aturdidos ante los datos contradictorios de la marcha de los partidos, dieron como válidos hace unos pocos domingos seis máximos acertantes de los resultados finales cuando más cierto era que sólo un ciudadano, uno solo, había acertado plenamente, mientras que los otros cinco habían adivinado los resultados del primer tiempo.

Este confuso batiburrillo de quinielas del primer y segundo tiempo es un añadido a las ofertas recientes del azar: novedades en los cupones de los ciegos, triunfo admirable de la primitiva, propaganda de gran movilización de las quinielas hípicas. Y todo ello se junta a la gama anterior: tragaperras, bingos, lotería nacional, casinos y sorteos en algunos periódicos. España es así el primer país de jugadores de Europa (con respecto a la renta por cabeza). Está en relación con otros capítulos en los que somos los últimos: los que se refieren al bienestar social o a la distribución de riqueza y pobreza. Parece establecido que se juega más en los países donde hay mayor pobreza o donde hay menores posibilidades de acceder a ciertas ventajas sociales -vivienda propia, automóvil... - por la vía del trabajo. No es sólo una cuestión de psicología o de vicio: tiene unos ciertos visos de necesidad. Desde esa óptica, hay un tufillo inmoral de explotación de la pobreza, de tentar al que no tiene ofreciéndole una casi infinitesimal opción de hacerse rico a cambio de una inversión pequeña; aunque esas inversiones puedan irse haciendo cada vez mayores y en muchos casos hagan peligrar economías domésticas.

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Pero el ejemplo de los individuos que han ganado unos millones en cualquiera de los juegos nacionales es el espejismo de lo posible. Como en un régimen de ducha escocesa, en esto del juego España ha pasado en poco tiempo del frío glacial al insoportable calor. De la absurda prohibición franquista a un exceso de autorizaciones y a unas redes que recuerdan la corrupción mafiosa. El Estado y las comunidades autónomas que tienen transferidas las competencias sobre el juego deben replantearse los mecanismos legales a los que está sometido. Antes de que sea demasiado tarde y los intereses creados resulten más fuertes que cualquier criterio de racionalidad.

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