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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La manía de examinar

SEPTIEMBRE REPRESENTA para millares de niños, adolescentes y jóvenes españoles un tiempo de tensión desmesurada que a veces desborda la capacidad psicológica de muchos y deviene en tragedias irreparables. El dramático y espectacular suicidio de un joven universitario en Murcia, la semana pasada, después de una increíble y maratoniana jornada de examen, y el más reciente de un alumno de segundo de BUP en Castellón no son, por desgracia, hechos aislados. Las elevadas cifras de alumnos suspendidos en las convocatorias de junio y de septiembre en todos los niveles educativos obligan a preguntarse una y otra vez quién suspende realmente: si el alumno, el profesor o el propio sistema. En la convocatoria de junio de este curso, suspendió alrededor del 60% de los alumnos de bachillerato de la enseñanza pública y el 40% de los de la privada, y es sabido que cada año más del 30% de los alumnos del último curso del período obligatorio de enseñanza finaliza éste sin obtener el título de graduado escolar.Pese a las teóricas reformas oficiales de pretensiones pedagógicas (según parece, siempre efímeras y meramente nominales), los exámenes siguen constituyendo el centro y el objeto principal del quehacer de todo el sistema educativo. Aunque es lógico que existan criterios de selección en los niveles superiores, no parece disparatado exigir que desaparezcan por completo en los niveles inferiores. Algunos hablan del "fracaso" de la evaluación continua para explicar la permanencia de un sistema de exámenes continuos, incluso en el período obligatorio de la enseñanza. Resulta diricil entender que un niño de quinto curso de EGB (entre 10 y 11 años de edad) tenga que someterse a los exámenes de una convocatoria de septiembre; aunque nada tiene de particular cuando se sabe que, hasta hace muy poco, por lo menos hasta que se reestructuró la EGB en ciclos, en algunos colegios también sometían a la tortura de septiembre a los escolares de primer curso, con seis o siete años de edad. Todavía hay presuntos pedagogos a los que no les cabe en la cabeza que existan países, como Dinamarca, en los que el alumno no es calificado durante todo el período de enseñanza primaria.

Una de las muchas decepciones de la aplicación de la ley General de Educación de 1970 (tan atinada en muchos de sus planteamientos teóricos, por otra parte) fue precisamente ésa: que no consiguió hacer realidad el intento de concebir el período obligatorio de la enseñanza como una etapa de formación básica y de orientación. Las críticas y las presiones del entonces relativamente poderoso cuerpo de catedráticos de enseñanza media ante lo que consideraron un descomunal saqueo de su parcela de actuación -transferencia de los cuatro cursos del antiguo bachillerato elemental al ámbito de la escuela y a la responsabilidad de los maestros- actuaron como un freno efectivo de la transformación en profundidad que intentaba hacerse de los contenidos y los métodos del período de educación básica y obligatoria. Uno de aquellos objetivos elementales era la pretensión de que el proceso de aprendizaje estuviese sometido a una observación sistemática con objeto de corregir constantemente los fallos y defectos del mismo para conseguir el fin último de la escuela, que no es otro que el de orientar al alumno en el comienzo del largo camino de su propia autoformación. La financiación y la formacíón del profesorado fueron también otras dos causas que coadyuvaron al fracaso de aquella política.

No se puede decir que las cosas hayan variado sustancialmente en los últimos 10 años. Está por ver la eficacia de los centros de profesores (CEP), de creación relativamente reciente, y a los que la Administración socialista encomienda lo fundamental de esta tarea. La actualización del profesorado requiere mucho más tiempo que el de los habituales cursillos de 15 días y un complicado y difícil engranaje de sustituciones, que permita liberar parcial o totalmente de su jornada lectiva al profesor durante el período de su formación. Cuando se observa la insuficiente estructura actual del sistema de sustituciones, incluso para las situaciones de enfermedad prolongada, es lógico abrigar serias dudas sobre la capacidad de ese mismo sistema para afrontar con verdadera eficacia el desafío de la formación permanente del profesorado.

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Las plantillas docentes tienen una amplísima vida profesional por delante, dado que la inmensa mayoría de sus actuales efectivos, tanto en EGB como en BUP, se han incorporado a lo largo de los últimos 10 años, por no hablar de los miles de jóvenes prfesores que han accedido al funcionariado en la universidad con la ley de Reforma Universitaria, colmando las plantillas por muchos años. La formación permanente de ese profesorado, la dotación de recursos suficientes para que la educación no se desenvuelva en la indigencia y la aplicación real de una pedagogía que no haga de la competitividad -y de su retoño, la selectividad- la piedra angular del sistema, son necesidades urgentes.

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