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Hidalgo en la noche

Altivez, melancolía y sentimiento trágico de la existencia son las marcas del alma española, según se afirma en las grandes revistas europeas. Nosotros, naturalmente, no creemos que sigamos siendo todavía así, sobre todo después de casi 11 años cambiando de look continua y desesperadamente. Lo hemos probado todo: el chándal, la cresta, el estrás, la arruga bella, la lentejuela, la boina, la cachemira, los colores del parchís, el moaré, el algodón, hasta las tiendas de campaña de Pepe Rubio. Pero no hay nada que hacer. Por un extraño fenómeno de percepción ellos nos siguen viendo entre Zuloaga y Moreno de Torres. Hará tres años estuve en Roma con una compañía de zarzuela. Como fin de fiesta, tras una larga explicación demostrando que el baile popular español era la jota, nosotros, a los sones de Gigantes y cabezudos, bajábamos del escenario y bailábamos con el público. Y allí estábamos, vestidos de baturricos, pegando saltos con los brazos en cruz y cara de felicidad frente a romanos que nos daban la réplica zapateando, palmoteando, remangándose las faldas más allá de la decencia y con gestos de muchísimo sentimiento.O sea que, hagamos lo que hagamos, pongámonos como nos pongamos, nos raspemos del cuerpo los lunares como Juliano el apóstata se raspaba de la cabeza el estigma del bautismo, seamos democráticos, europeos, nuevos creadores españoles, gente guapa y maravillosa, posmodernos, posnovísimos y demás, ellos insistirán en el romancero gitano porque es cosa que les encanta sobre todos los productos españoles.

Cuando todo el estallido de la nocturnidad y el alborozo, me propuse combatir los prejuicios de cierto tesinando norteamericano que se empeñaba en aplicarnos a troche y moche todo lo más sombrío del siglo XVII. Así que lo estuve llevando por terrazas, discotecas, fiestas animadísimas, inauguraciones brillantes de copa y canapé, movidas de toda especie, lugares, en fin, que estaban bien lejos del sentimiento trágico de la vida, Torquemada y el Entierro del conde de Orgaz. Y yo estaba hasta orgullosa de mi labor como desfacedora de entuertos y de tonterías de la cabeza. Convencidísima de que se había llevado otra visión de la nueva y pujante España.

Cuál no sería mi estupor cuando al cabo de unos meses recibo una carta suya muy cortés agradeciéndome mis atenciones y sobre todo el haberle dado la oportunidad de conocer de cerca la vida del hidalgo español. ¿Qué hidalgo ni qué nada? No tuve más remedio que telefonearle, porque no conseguía comprender cómo su cabeza había procesado la película. "Sí", me contestó gritando al otro lado del océano, con un acento que me encantaría saber transcribir, "todas esas gentes fantásticas con tanto modelo y tanta new wave, que si se les intentaba cobrar el gin tonic lo derramaban sobre el mostrador y que luego se lanzaban como fieras a los panchitos y se ponían ciegos...". (¡Hay que ver en lo que se estuvo fijando el dichoso niño!) "¿Pero de dónde sacas tú que eran hidalgos?". "Pues de un anónimo del siglo XVI que dice que los hidalgos iban por la calle muy lujosos y muy guays y luego llegaban a sus casas y no tenían ni una silla para sentarse". "¡Pero Jim, por el amor de Dios, si esa gente que tú dices tiene hasta subvenciones!". "¿Quieres decir que el Gobierno les paga para que se comporten así?". "No, lo que trato de decirte es...".

Pero intente usted explicar a un ingenuo muchacho del Nuevo Mundo las diferencias entre una estrellona de la noche, de la cultura y de la movida con el pobrecito escudero, tercer amo del Lazarillo de Tormes. ¡Y por conferencia! "Jim, pon lo que tú quieras en la tesis, amor!".

Ana Rossetti es poetisa. Autora de Los devaneos de Erato, Indicios vehementes y Devocionario, con el que obtuvo el Premio de Poesía Juan Carlos I 1985.

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