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La huella de Rafael Gil

Los espectadores que hayan alcanzado a ver únicamente la última etapa de la carrera cinematográfica de Rafael Gil, cineasta fallecido en Madrid la noche del pasado miércoles, padecerán inevitablemente un espejismo.Para conocer el alcance real de este cineasta es imprescindible remontarse a sus comienzos. La obra de Gil es un progresivo descenso de su notable altura inicial a las cunetas del cine de nunca, y sería injusto abandonar a su memoria justamente en donde ésta dejó de crear huellas.

El alcance, valor y significado de películas como Y al tercer año resucitó, La boda del señor cura y otras por el estilo, que llenaron la última etapa de su actividad como director de filmes, son nulos. Vinculado desde sus comienzos al cine franquista, su obra posterior a la reconquista de la democracia fue la de un transeúnte en país ajeno: lo que tenía que decir ya lo había dicho.

Y, sin embargo, detrás del firmante de esas y otras películas insignificantes hay un nombre indisolublemente ligado desde sus mismas raíces a la evolución del cine español durante el último medio siglo. El oscuro final de la carrera de este antaño buen cineasta no les hace justicia a los momentos luminosos de sus comienzos.

Comenzó Rafael Gil su carrera en los últimos tiempos de la República, y más tarde, durante la guerra civil, se asentó en su vocación desde abajo hacia arriba, formándose en la práctica de los diversos escalones de la creación cinematográfica, lo que le proporcionó oficio, en el buen sentido de la palabra. Finalizada la guerra civil, ejerció fugazmente la crítica de cine, e inmediatamente pasó a la dirección de películas, en el marco de la productora Cifesa, que le contrató como director en 1941 y en la que Gil desarrolló los mejores, sólo un puñado, de sus innumerables trabajos de dirección.

Su éxito fue rápido, y en pocos años se convirtió, con Sáenz de Heredia, Antonio Román, Orduña y un puñado de elegidos, en uno de los realizadores básicos de la industria del cine de aquel tiempo. Inicialmente se mantuvo al margen del cine militante de la dictadura, y ofreció con sus primeras obras un contrapunto de gran interés en El hombre que se quiso matar, Huella de luz y y El fantasma y doña Juanita, comedias impecables y tocadas de dominio de la puesta en escena clásica.

Ésa fue su verdadera cumbre. Siguió a ésta otra etapa, de triunfo exterior más aparatoso, pero que la decantación del paso de los años ha rebajado interiormente. Los grandes presupuestos para sus películas mayores, como El clavo, Reina Santa, La guerra de Dios, Murió hace quince años o Don Quijote, así como la multitud de dramas y comedias que les siguieron, no superaron la finura y nobleza de aquellas sus primeras películas menores. Y son éstas, precisamente las más olvidadas, las que hoy deben sostener el recuerdo del cineasta desaparecido.

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