Fanáticos de la muerte
EL ASESINATO de María Dolores González Cataráin, Yoyes, antigua dirigente de ETA que hace años decidió abandonar la actividad armada acogiéndosea las medidas de reinserción social, constituye un crimen que cubre de oprobio a sus autores y horroriza a toda conciencia humana. El hecho mismo de que la autoría del crimen, desconocida por el momento, pueda ser atribuida con similar verosimilitud a provocadores fascistas, como los que asesinaron a Santiago Brouard, o a ex compañeros de Yoyes, como los que acabaron con la vida de Mikel Solaun, no tiene una especial relevancia, pero sí ilustra la consustancial identidad moral y de objetivos políticos de quienes, creyéndose militarmente en campos opuestos, trabajan sin embargo por un mismo fin: la liquidación de la libertad y el triunfo del fanatismo."Yoyes, traidora", escribió una mano anónima en las calles de Orelizia poco después de que la antigua militante etarra decidiera libremente, tan libremente como en su día decidió afiliarse a ETA, reintegrarse a la vida civil. La miseria moral que inspiró tan escueto como terrible texto acaba de cumplir su destino último: servir de bandera a los oficiantes de la muerte. Quienes repitieron la consigna como un estribillo trivial, sintiéndose tal vez alegres y combativos al corearla, tendrán ocasión de medir ahora el abismo de iniquidad a que conduce la aceptación de la lógica de la violencia. El trágico destino de Yoyes sería el de miles de ciudadanos, incluyendo muchos de los que ayer asintieron y hoy callan, si un día triunfasen las ideas de quienes la han asesinado. En el lenguaje elemental de los violentos, el asesinato de María Dolores González tiene un significado preciso en el que de nuevo sería posible reconocer indistintamente a los fanáticos de uno y otro confín: acabar, mediante el terror, con la posibilidad de la reinserción social de los activistas dispuestos a dejar las armas.
La hipótesis de que pueda ser ETA, o tal vez algún grupo desgajado de su tronco, la autora de este nuevo acto de insólita crueldad se apoya en la campaña que esa banda y sus vicarios han venido desarrollando en los últimos años contra la posibilidad de avanzar hacia el fin de la violencia por la vía de la reincorporación voluntaria a la sociedad. Pero se apoya sobre todo en el antecedente del asesinato, el 4 de febrero de 1984, de Mikel Solaun Angulo, miembro de ETA desde mediados de los años sesenta, uno de los participantes en la fuga de la prisión de Basauri en diciembre de 1969 y que, tras ser detenido nuevamente en 1981, se acogió a las medidas de reinserción negociadas entre el ministro Rosón y el diputado Bandrés.
Si se confirmase la hipótesis de la autoría de ETA, nos encontraríamos ante un nuevo intento por parte de dicha banda de chantajear con la muerte a aquellos de sus miembros a quienes la propia experiencia personal ha convencido del sinsentido de proseguir una huida hacia adelante sin otro objeto que el de provocar una involución que justificase retrospectivamente tantos crímenes absurdos. Es seguro que el asesinato de Yoyes aumentará el número de quienes, atrapados en la lógica de la violencia, compartan sin embargo en su fuero interno un sentimiento de repugnancia a la vez que se sientan indefensos a la hora de ser consecuentes con él.
Ello remite a la necesidad de que la sociedad vasca, sus partidos e instituciones, contribuyan a crear un clima que favorezca, material y psicológicamente, la acogida e integración de quienes decidan abandonar la infame adicción al argumento de la muerte. En un proceso que se ha ido acentuando en los últimos tiempos, el País Vasco está viviendo un ambiente de terror en el que se silencian las opiniones pacificadoras y civiles, en beneficio de las más extremas y violentas. Día a día, el pánico que siembra la frecuencia y extensión del asesinato secuestra la libertad de los vascos. Pero no es la pasión la consejera más adecuada para la política que puede acabar con el terrorismo. Poco hay que añadir a la elocuencia de una muerte más que se produce en mitad de una plaza y sobre una mujer que acude a la fiesta popular junto a su hijo de tres años. La muerte la ha instalado el terrorismo en el tejido de la vida civil, y sólo la fuerza moral de los valores democráticos del Estado de derecho tiene la capacidad y el vigor para erradicar esta plaga de una sociedad amante de las libertades. Nunca se puede olvidar que la libertad es un principio irrenunciable de todas las comunidades democráticas, y su observancia es siempre difícil ejercicio que nunca puede dimensionarse en términos de eficacia.
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