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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La reforma del impuesto sobre la renta

DESDE HACE unos meses, y especialmente desde el inicio del verano, asistimos a una ofensiva de artículos y declaraciones cuyo denominador común consiste en propugnar una reforma radical del impuesto sobre la renta de las personas físicas. El fenómeno reviste dos características peculiares: la primera de ellas consiste en que los principales valedores de las tesis de reforma son precisamente los padres del actual impuesto sobre la renta, a cuya implantación contribuyeron decisivamente hace apenas unos años; la segunda consiste en la poca polémica que han suscitado en nuestro país las nuevas tesis, inspiradas por la reforma fiscal de Reagan en Estados Unidos. La Administración calla, esperando tal vez que el silencio ahogue, como tantas otras veces, todo aquello que puede perturbar el complejo discurrir del engranaje burocrático.Y, sin embargo, el tema bien merece un debate a fondo. En Estados Unidos, el proyecto de reforma fiscal que ahora se encuentra en el Senado ha sido debatido ampliamente en la Administración y en los medios especiálizados. A diferencia de lo que se propone ahora en España, el proyecto aborda no sólo la fiscalidad sobre los particulares sino también el impuesto de sociedades. Globalmente se pretende transferir una carga impositiva del orden de los 120.000 millones de dólares desde los particulares hasta las empresas, que no se verán afectadas por igual; en general las industrias modernas, poco consumidoras de capital, se verán beneficiadas mientras que las más antiguas, como la siderurgia, por ejemplo, pagarán más impuestos.

De momento, nadie habla en España de modificar la fiscalidad de las sociedades, de tal forma que las propuestas de reforma se refieren exclusivamente al IRPF. La idea avanzada consiste en suprimir los tramos del actual impuesto (más de 30) y reemplazarlos. por uno o dos a lo sumo. También se suprimiría la práctica totalidad de las desgravaciones actualmente en vigor. Las razones de esta drástica propuesta se encuentran, según sus autores, en la complejidad del actual impuesto sobre la renta, que lo hace prácticamente inadministrable, y en la necesidad de luchar contra el fraude fiscal; al reducir las cuotas se supone que se reducirá también la incitación al mismo.

Estas ideas deben ser acogidas con cautela, pero sin recelo. Su principal mérito consiste en llamar la atención sobre las incongruencias del actual impuesto. Es simplemente inadmisible que la inmensa mayoría de los ciudadanos no acierten a rellenar por sí solos los impresos del IRPF; también lo es la inmovilidad de los escalones imposiftivos en unos años en los que la inflación se ha mantenido alrededor del 10%, aumentando así, de manera indiscriminada, la carga impositiva de millones de asalariados, que son los que de verdad pagan. No es razonable que al lado de este aumento de la carga impositiva para los asalariados asistamos a la creación de instrumentos financieros legales específicamente destinados a captar el llamado dinero negro. Que el sistema fiscal español, en general, y el impuesto sobre la renta de las personas físicas, en particular, necesitan una revisión es algo que nadie puede negar.

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Las nuevas propuestas tienen el mérito de la sencillez, pero plantean otros problemas. En realidad se trata prácticamente del mismo sistema que estuvo en vigor durante los últimos años del anterior régimen, cuando existían dos tipos de gravamen para las rentas salariales y un impuesto sobre la renta de muy escasa entidad Una de las consecuencias de este sistema consistió en la traslación del impuesto desde los asalariados hasta los consumidores, al generalizarse la práctica de la negociación salarial libre de impuestos. A esta dificultad hay que añadir el problema de la distribución final de la carga impositiva. En Estados Unidos, la reforma hará que los más pobres paguen menos, que la inmensa mayoría pague más o menos lo mismo y que los más ricos paguen algo menos, aunque no tanto como se ha dicho.

Los responsables económicos temen que cualquier modificación de la situación actual reduzca la recaudación en un período en el que la lucha contra el déficit público constituye una, de las prioridades del Gobierno. Dejando de lado el hecho de que el déficit también se puede disminuir reba ando el gasto público, no parece lógico, ni razonable, que se mantenga en vigor un impuesto por el solo hecho de que recauda dinero. El Gobierno debe salir del letargo intelectual en que se encuentra en este campo y plantearse la manera en que el impuesto sobre la renta está operando: tanto dede el punto de vista de la equidad entre los ciudadanos como desde la racionalidad y el crecimiento económico. Se trata de un debate fundamental que es preciso abordar sin demora. Y adjudicar su existencia al resentimiento o al fracaso de algunos políticos, como se ha hecho desde el poder, solo puede ser fruto de la ignorancia.

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