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Garantías frente a la Administración

Coincidiendo con los 30 años de la ley de lo Contencioso-administrativo, ha sido redactado un nuevo proyecto de ley, sobre el que reflexiona el autor del artículo. Entre otras cosas, señala que la ley de 1956 fue ya muy avanzada para su tiempo y que la nueva ley no debiera olvidar la calidad de aquella.

El 27 de diciembre de 1956 se promulgaba la ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa. Es decir, que faltan escasos meses para que alcance a cumplir los 30 años.Sin entrar ahora en detalles enojosos y prescindiendo de las críticas normales, lo cierto es que la ley ha gozado a lo largo de su ya dilatada vida de una excelente buena prensa. En el momento de su nacimiento destacó por su excelente factura, nada común en las leyes de entonces, pues no en balde había sido el fruto de la colaboración de un granado equipo de juristas, que, desde el Instituto de Estudios Políticos, elaboraron un ante proyecto de innegable categoría. Ante el reto de la insuficiencia, ante las voces que clamaban por una reforma, los autores tuvieron la osadía de quebrar la larga trayectoria española de un contencioso-administrativo sin atractivos ni garra y, por ende, sin garantías para el ciudadano, y de dar un salto para inventar, conociendo al dedillo y asimilando la experiencia de los países democráticos que entonces, servían de modelo. Nació así un nuevo sistema, capaz de funcionar y de habilitar defensas frente al poder. Se diría que la ley era una auténtica avanzada, siendo apenas hija de su tiempo o de la tan pobre experiencia española de entonces. Lo que no quiere decir que la ley naciera impoluta. Valga, como muestra, su famoso artículo 40, que albergaba abundantes exclusiones de control jurisdiccional, con lo que se venía a consagrar ámbitos enteros que quedaban al albur de los responsables de la Administración pública. De lo más expresivo será recordar el párrabo b) del citado precepto, según el cual se excluían del recurso contencioso-administrativo "los actos dictados en ejercicio de la función de policía sobre la Prensa, radio, cinematografía y teatro". Los especialistas saben que con esta simple fórmula ninguna posibilidad de control cabía en las cosas de Prensa, radio, cine o teatro: desde las autorizaciones para el mero,existir a la censura, desde las ayudas a las sanciones.

La ley ofrecía, por tanto, sus flancos débiles. Lo que no impedía que en su conjunto fuera excelente. Ni que viniera a abrir las puertas para el paulatino afianzamiento de un serio sistema de control. Cualquier jurista sabe que la ley arrancaba con una exposición de motivos modélica, que brilla todavía con luz propia, como ejemplo destacado en medio de tanta prosa jurídica mediocre o rimbombante.

La ley abrió un camino y asentó una praxis, potenció, la existencia de unos jueces especializados y marcó una clara línea de defensa de los ciudadanos. Su propio ímpetu e impulso sirvió para potenciarla, depurarla o defenderla. En orden a este últimó, recuerdo así el clamor que se levantó en las facultades de Derecho -reivindicación que asumió claramente el movimiento estudiantil- cuando el almirante Carrero Blanco propició una reforma con la que se quería cortar las alas a una jurisprudendia progresista en materia de libertades y de sanciones de orden público. Pero el propio im pulso hizo que la ley fuera ga nando con el paso del tiempo. Y fuera, eliminando sus excrecencias. Resulta, divertido recordar, por ejemplo, cómo la ley de Prensa de 1966, la llamada ley Fraga, entre los puntospositivos que ofrecía estaba el de derogar aquel pasaje del artículo 40 que impedía el control jurisdiccional de las cosas de prensa.

No he de insistir en el significado positivo de la ley, ni en la amplia corriente que sentó, del mismo modo que reiteraré que no por eso fuera perfecta y sin mácula. El tiempo no transcurre en vano y.hay saltos en la vida de los pueblos que dejan sentir su peso. Aquí y allá la ley, ha ido siendo afectada y, sobre todo, la promulgación de la Constitución ha alterado con fuerza el panorama jurídico. Se ha potenciado así el proceso de depuración de la ley, que pierde ganga, pero resiste muy bien como sistema.

Puesta al día

Se impone, sin falta, la puesta al día, pues bueno es concentrar la reflexión para enfrentarse de una vez con el texto y adaptarlo rigurosamente a las nuevas circunitancias. Así, el legislador, al dar el importante paso de promulgar una nueva ley orgánica del Poder Judicial -la del 1 de julio de 1985-, comprometía al Gobierno para que en el plazo de un año presentara a las Cortes una lista de proyectos de ley, entre ellos, el referente a lo contencioso-administrativo. Alguno de los encargos fue cumplido, pero la disolución anticipada de las Cortes lo impidió respecto de otros. Ello no fue obstáculo para que se trabajara en el empeño. En el intervalo entre legislaturas, el ministro de Justicia en funciones presentaba públicamente a la opinión un volumen en el que se recogen algunos de los anteproyectos pendientes. Uno de ellos es el, de la ley Reguladora del Proceso Contencioso administrativo. Ha sido éste ela borado por un prestigioso equipo de juristas, que incorporan con largueza al texto propuesto buen número de las innovaciones que venían siendo sugeridas por los especialistas y estudiosos. Pero no he de fijarme ahora en pormenores del anteproyecto. Quiero fijar la atención sólo en algo más exterior.

La propuesta mantiene la filosoria, el sistema, la estructura y gran parte del contenido de la ley de 1956. En una gran medida, la prosa es respetada literalmente, y ello casa bien con la doble operación de podar las ramas secas y de injertar los añadidos que se precisan. Ello es cierto, sí. Pero la propuesta se formula no como una adaptacíón, sino como una sustitución. Es decir, que se abandona la ley de 1956 y se elabora una nueva del todo (aunque utilizando en gran parte los viejos materiales). Con esta tónica, por ofrecer dos ejemplos, se pierde la excelente exposición de motivos de 1956 y, sobre todo, se altera radicalmente la numeración del articulado. O sea, que aunque la nueva ley siga diciendo lo mismo, o casi lo mismo, será bajo el rótulo de un precepto diferente.

Esto es lo que me ha movido ahora a coger la pluma. Comprendo que no hay que agarrarse sin más al peso de lo histórico y valoro la vieja regla según la cual las generaciones de un tiempo no tienen por qué vincular a las ulteriores. No sólo no pasa nada por innovar y alterar, sino que a veces es del todo necesario y muy positivo. Comprendo incluso que un ministerio o, más aún, un partido politico pueda ser sensible a la satisfacción histórica que representa el que una regulación jurídica de fuste se ubique bajo nombres concretos. Y, por supuesto, estoy de acuerdo en que, en el caso concreto, es positivo concentrar esfuerzos para introducir todas las modificaciones que se precisen (tanto para añadir como para podar, insisto). Pero si todo ello es cierto, no alcanzo a ver las razones para echar por la borda una ley como la de 1956 y sustituirla por otra nueva.

Repito que el anteproyecto que se ha propuesto retoma no sólo la filosofía y el sistema, sino los criterios, la ordenación y gran parte de la, letra de la antigua ley. Ley que, conviene destacarlo, nunca ha pertenecido al género de las leyes odiosas, sino al apartado de las leyes de categoría y encomiables; ley que ha conocido un incesante y dilatado período de perfeccionamiento, cuya prosa, por ello mismo, ofrece huellas de los pasos más significativos del reciente acontecer español; ley, por tanto, de muchos, producto de múltiples empeños. No creo, por eso, que lo más adecuado sea sustituirla de cuajo, cuando, entiendo, aguanta bien una compostura. Cierto que habrá que suprimir artículos -¡qué bien que quede muy poco del artículo 40, pero que lo que quede siga siendo el artículo 40-, que algunos proyectos quedarán sin contenido, delatando un vacío, y que, en otros casos, habrá que acudir al remedio de los artículos bis.

es catedrático de Derecho Administrativo.

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