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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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El dueño del hotel / y 2

No debía de transcurrir mucho sin que el descanso de su mente fuese alterado por el mandato de efectuar una ronda de inspección. En contraste con los períodos de somnolencia, encontró ahora cegadas todas las aberturas al exterior del edificio, y extrañado de no sentir claustrofobia (pero temiéndola), recorría los desnudos pasadizos de aquel cubo de cemento horadado de habitaciones en las que se hacía ineludible su presencia.Efectivamente, la porcelana de los baños, incluso el mármol de las bañeras circulares en las suites de lujo, se llenaban de diminutos puntos negros. Debía contener una malsana complacencia para concentrarse en la busca de un remedio a aquel fenómeno cuya repugnante floración desaparecía con sólo cerrar los ojos. Así lo hacía el dueño del hotel en su sueño, pero en la penumbra de la habitación en que dormía los ojos se le abrían desorbitados.

Sin embargo, gracias a una indicación oportuna, pensó que no estaba soñando, sino que alguien, probablemente en alguna de las habitaciones contiguas, afirmaba que de la porcelana brotaban sin esfuerzo las negras cabezuelas de un género de lombrices que se creía desaparecido hacía siglos. El dueño del hotel aguzó el oído y, en efecto, una voz de mujer se extrañaba de que el hombre, a pesar del agua jabonosa, al salir de la ducha no se hubiese percatado de la acumulación en las plantas de los pies de aquellos voraces gusanos.

REPROCHES

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El interlocutor de la mujer la maldecía por malgastar el tiempo en reproches. En realidad, de ella sólo se percibía ahora una risa contenida, en sordina, como la risa de una mujer que se aleja o que hunde el rostro en la almohada, mientras la voz masculina proclamaba una atropellada sucesión de infidelidades supuestas, de ofensas y miserias. El dueño del hotel temió que la cólera del hombre, alimentándose de la sonoridad de sus propias palabras, llegase a despertar a posibles huéspedes en las habitaciones vacías. En consecuencia, el dueño se dispuso a llamar al médico de guardia.

Fue entonces cuando tomó conciencia del repiqueteo constante que sonaba al otro lado de su sueño, y sin pensar en que acudía a la llamada, se levantó de la cama, dio unos pasos inseguros y, orientándose por el ruido crecientemente desconsiderado, abrió. Uno de los camareros del turno de noche le comunicó, sin la más mínima disculpa por haberle despertado, que una señora exigía ser recibida por el dueño del hotel en aquella habitación.

Preguntó irreflexivamente el nombre de la señora, pero ni siquiera escuchó la respuesta del camarero, porque, acabándose de despertar, había comprendido que se trataba de un simulacro de inesperado incidente nocturno, una fase más del ensayo general que él mismo había concebido, urdida por el celo imaginativo del conserje de noche. Sonrió, porque incluso el conserje había enviado como mensajero de aquella insensata noticia a un camarero con la chaquetilla desabrochada, mostrando la suciedad del alzacuello postizo y en las mejillas una descuidada barba. Tan patentes eran la falta de aseo y la zafiedad de comportamiento de aquel sujeto que evidentemente se trataba de introducir en el ensayo una distorsión calculada para poner a prueba los mecanismos correctores.

En el desempeño de su papel de mensajero el camarero exigió acremente instrucciones. El dueño del hotel volvió a preguntar por el nombre de aquella señora que pretendía imperativamente subir a su habitación. Exagerando como un mal actor el tono desabrido, replicó el camarero que ya le había dicho que desconocía el nombre y por supuesto la categoría social de la dama. Decidido a seguir el juego, el dueño del hotel ordenó al camarero que rogase a la visitante unos minutos de espera, el tiempo de vestirse y bajar al vestíbulo. Por lo demás, le amenazó veladamente con transmitir a su superior directo una enérgica queja por la descortesía y la inoportunidad de aquella llamada a horas intempestivas.

UNA RUPTURA

El camarero encogió los hombros y se alejó mascullando injurias contenidas por el miedo a perder el salario, en el que (así lo pensó al cerrar la puerta el dueño del hotel) se incluía el desempeño no sólo de su misión, sino la representación de una apariencia reprensible.

No obstante, mientras se refrescaba el rostro en el lavabo, el dueño del hotel fue sustituyendo la suposición de un ensayo de incidente por la sospecha de que, sin fingimiento alguno, algo insólito había sucedido en tanto él dormía, un altercado, o una súbita anormalidad en la estricta admisión de clientes. La desastrada apariencia del camarero y su grosero comportamiento denotaban, pasado el momento de la sorpresa, más que un engaño programado, la cruda realidad impuesta por la improvisación y la alarma que suele producir la ruptura de la convencionalidad cotidiana.

Nervioso, azuzado por los presagios de una realidad imprevista pero insoslayable, terminó de vestirse y precipitó su salida de la habitación. En el pasillo oyó de inmediato el familiar rugido del levante. Habituado (por algo había terminado la construcción de aquel hotel, uno de cuyos ascensores esperaba ahora) a ejercitar un valor empecinado contra la incongruencia, logró serenarse, y al desembarcar en el vestíbulo principal había ya aceptado la indignidad de sentirse tranquilo ante el absurdo.

A la escasa luz del alumbrado reducido descubrió, junto a las puertas giratorias, al mismo camarero que le había despertado y que, mediante una inclinación lateral de la cabeza, le indicaba el exterior. Antes de salir pudo percibir sobre el mostrador de la conserjería la librea del conserje de noche y el bulto de un hombre en mangas de camisa durmiendo estentóreamente en un sillón. Fuera, la fuerza del viento le detuvo en lo alto de la escalinata de acceso.

En la explanada destinada a aparcamiento reservado para automóviles de huéspedes y visitantes el levante llenaba la soledad de fragor y movía el vacío circundado de sombras como -recordó el dueño del hotel- de niño creía él seguir moviendo las pompas de jabón cuando ya le habían estallado en las manos. Entonces vio a la mujer alejándose por el centro de la explanada. Bajó dos escalones y al instante ella se detuvo y dio media vuelta. Durante un tiempo ambos se miraron, y él, a pesar de la distancia que los separaba, se dijo que aquella mujer no le era totalmente desconocida, quizá porque en ocasiones la había imaginado.

EL DESPERTAR

Pareció adivinar la intención del dueño del hotel, ya que un instante antes de que él bajase al siguiente escalón la señora, cuya amplia falda el viento azotaba, giró sobre sí misma y, manteniendo con una mano separado de sus labios el encaje del sombrero que le velaba el rostro, continuó alejándose por la explanada. El dueño dejó de dudar y tuvo la certeza (que en seguida consiguió olvidar) de que nadie había programado aquella visita con el fin de poner a, prueba el funcionamiento del hotel.

Puntualmente, a la hora que había ordenado la noche anterior, sonó el timbre del teléfono. Durante la madrugada había dormido libre de pesadillas un sueño reparador. Se levantó diligentemente y mientras se afeitaba compro-ó que también con puntualidad le traían el desayuno.

Ya vestido, bebió lentamente dos tazas de café y fumó el primer cigarrillo del día. Desde la terraza vio que subían por la calle sin edificios que bordeaba el parque los componentes de la agrupación musical. de la ciudad que intervendrían en los actos de inauguración del hotel. Por teléfono le comunicaron, cuando llamó a las oficinas de la dirección, que las autoridades locales habían confirmado la asistencia a la hora prefijada.

El recuerdo cada vez más difuso de los sucesos de la, última no che le hizo pensar que hasta que no entregara la llave de la habitación en conserjería, no concluiría su participación en el ensayo general como fingido primer huésped del hotel. Después de una última ojeada á la ciudad desde la terraza, se disponía a salir cuando sonó el teléfono. De recepción preguntaron si el señor tenía ya decidido abandonar el hotel aquella mañana. Contestó afirmativamente y también a la pregunta de si podían prepararle la cuenta. A cambio, contestó negativamente al ofrecimiento de buscarle pasaje, marítimo o aéreo, que le hizo el recepcionista. Luego, como quien, a punto de finalizar la representación, se permite improvisar irónicamente una réplica veraz, al anuncio de que mandarían a buscar su equipaje contestó rotundamente que no tenía equipaje.

Nada más abandonarla habitación comenzó a comprobar la diligencia y compostura de los servidores con los que se cruzó antes de llegar al vestíbulo principal. En el amplio espacio, enaltecido por la luminosidad de una mañana deslumbrante, encontré aquel fluido movimiento de personas que tantas veces y durante tantos años había deseado. Faltaban minutos para su inauguración oficial y se diría que el hotel se encontraba ya a pleno rendimiento.

Puso la llave de la habitación sobre el mostrador y de inmediato, aunque sin precipitaciones, una mano le aproximó, resbalándola, la factura. Con una sonrisa incrédula miró al hombre uniformado que, imperturbable, se interesó por la forma de pago -dinero efectivo o tarjeta de crédito- que el cliente prefería. Sin ambages, dispuesto a cumplir las muchas obligaciones que aquella mañana le esperaban, el dueño del hotel dio por terminado el ensayo y con él su condición de primer huésped.

No obstante, el empleado insistió como si no comprendiese, y cuando el dueño dejó traslucir síntomas de irritación, el empleado, con una ligera seña, requirió la presencia del contable y del agente de seguridad. Comprendió que sería inútil insistir, que no había nadie a quien reclamar su derecho de propiedad, porque, aunque supiese de quién había recibido la voluntad, de construir el hotel (personas ya muertas hacía años) y por qué lo había construido (jamás había aprendido a no hacer nada), ignoraba para qué le habían transmitido aquella voluntad y con qué título.

LA INAUGURACIÓN

Con manos temblorosas, últimos espasmos de su decaída cólera, abonó la factura y dejó incluso un óbolo en atención a las molestias causadas al servicio durante su corta estancia y en pago de la consideración que se le debía hasta que hubiese traspuesto la puerta giratoria. En el rellano de la escalinata de acceso, el grupo de directivos, vestidos incongruentemente de etiqueta en la cruda luz de la mañana, esperaban la llegada de las autoridades de la ciudad. También esperaban, según descubrió al pisar la explanada del aparcamiento, los músicos, incómodos con los instrumentos ya desenfundados en aquella meseta de asfalto aplastada por el calor. Decidió, mientras comenzaba a atravesar la explanada, alejarse sin recriminaciones ni nostalgias. Pero todavía se permitió, conforme se alejaba sin volver la cabeza para una última mirada al hotel, considerar la conveniencia de haber seguido a la señora cuya visita interrumpió sus delirantes sueños. Quizá, a través de la noche removida por el viento, habría encontrado un consuelo en la elegancia de la figura que le precedía, consuelo que le negaba ahora su soledad.

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