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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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El dueño del hotel / 1

En lo alto de la loma que se extiende paralela al mar, pero no en la ladera de las fortificaciones y de los acantilados, sino en la vertiente que desciende al valle en que se asienta el núcleo principal de la ciudad, había construido el hotel. Desde la terraza de una de las habitaciones del quinto y último piso, el constructor y dueño del hotel pensó una vez más que no había mejor plano de la ciudad que el panorama que desde allí contemplaba.En efecto, el espectador podía identificar al instante la estructura reticular de una ciudad moderna. (o familiarizarse pronto con ella) cuyo crecimiento a lo largo de un siglo se había interrumpido al agotarse el mineral en los cercanos yacimientos. Si el espectador giraba su mirada (y así fue, mirando el dueño aquel atardecer del día anterior a la inauguración del hotel) desde la derecha del paisaje que tenía enfrente hasta completar a su izquierda un arco de círculo (que a espaldas del espectador se cerraría en el mar), sucesivamente se mostraban a su atención algunas casamatas de cemento, vestigios en la hierba del cerro de la última de las guerras civiles, el cementerio de las tres religiones mayoritarias en la ciudad, la ciudad propiamente dicha, el parque municipal bajo las terrazas del hotel, calles, plazas y templos ocupando el valle, las lejanas colinas cerrando el horizonte; luego, la terminal del ferrocarril minero, ya desafectado, la rada de mar afuera, el puerto, una estrecha playa y los llanos yermos desapareciendo en la lejanía. Por mucho que la mirada. se demorase en los escasos buques acostados a los muelles, en el espigón parcelando la bahía, en la superficie del mar hirviente de reflejos, en las ruinas del ferrocarril, de su puente y del descargadero del mineral, el observador" girados ya la mirada y el cuerpo a la izquierda, inevitablemente encontraba las escarpadas rocas sobre las que se asentaba el castillo y, dentro de su recinto fortificado, la ciudad antigua, en cuyo límite (y aquí, desde la terraza, acababa la vista panorámica) el hotel había sido construido.

Finalizado el inventario del invariable paisaje, el dueño pensó que el primer ocupante (todavía desconocido) de aquella habitación contemplaría en un futuro ya muy próximo no tanto un variado panorama o un plano de la ciudad a escala natural cuanto un decorado. Poco más tarde, con el sol resbalando por la bahía y un inicio de levante picando la mar abierta, el dueño pasó de la terraza a la habitación y salió al pasillo.

AJETREO DE ÚLTIMA HORA

Algunos de los pasillos permanecían solitarios, desmesurados por la luz declinante del atardecer. Pero en otros y en las dependencias comunes del hotel se afanaban obreros y empleados en tareas de última hora. Así, a nadie extrañaba aquella tarde pasar de espacios silenciosos a ruidosas zonas de incesante ajetreo, donde se limpiaba, reparaba, modificaba o instalaba, bien un ventanal, una conducción del aire acondicionado, la disposición de unos cuadros en un salón o las mesas de juego.

Las consultas y las decisiones, dada la premura, no siempre ascendían y retornaban estrictamente por la escala jerárquica. Un mozo de comedor se dirigía al jefe de compras o una camarera recibía la solución a su problema no de la gobernanta, sino quizá de un electricista o simplemente de otra compañera de su rango. Esta flexibilidad de relaciones imprimía una sensación de celeridad a la incesante labor; en cierto modo, transmitía también un paradójico aire de fiesta, o al menos aligeraba el trabajo de su rutinaria pesadumbre.

Sin seguir un itinerario prefijado, el dueño, dejándose llevar por aquel régimen de necesidades perentorias e imprevistas, fue y vino de un lado para otro, uno más en el diligente desorden que ponía a punto el hotel. Improvisó decisiones, escuchó consejos, apremió por teléfono a preveedores retrasados, se detuvo a comentar con algún colaborador innovaciones parciales o incluso algún incidente extravagante o jocoso.

No supo, por tanto, qué designio le había conducido hasta el jardín, pero (como quien, sin haberse percatado de que tenía sed, se encuentra de pronto con un vaso de agua en la mano) el dueño refrenó la viveza de su paso y se abandonó por los paseos de arena, oscurecidos ya por la noche reciente. El amago de viento de levante había pasado y el aire tranquilo, cálido y oloroso serenó al dueño del hotel.

LA MEMORIA RENUENTE

Sentado en un banco cerca de la alambrada que separaba el jardín del hotel del parque municipal, oía el murmullo de la ciudad en aquella hora postrera del día. Como un eco de aquel persistente murmullo, a veces rasgado por un sonido vibrante, en la mente del dueño comenzaron a percutir recuerdos informes.

Ahora que todo estaba a punto de cumplirse, su memoria se resistía a un orden cronológico. En parte, el dueño presentía que aquel descanso significaba (quizá como la engañosa calma de la atmósfera) una pausa antes de entrar de nuevo en el hotel, pero que, en realidad, aquel aislamiento era provisional y que actuaba sobre su memoria más como un freno que como un acicate.

¿Cuándo había tomado la decisión de construir el hotel en cuyo jardín se guarecía y que en pocas horas sería abierto al público? A imágenes de rostros hostiles' y de rostros amados se- mezclaban resucitadas sensaciones de amargura, de desaliento, de ímpetus irreflexivos y de errores vergonzosos, uniformes horas de paciencia o de estériles dudas. Su memoria se resistía a fechar los acontecimientos y de la pasta del tiempo arrancaba alternativamente grumosos períodos o el regalo no buscado de avatares insignificantes.

¿No hubo un tiempo en que temió que con aquella excluyente construcción pretendía redundantemente erigir una réplica? ¿No pasaron acaso otros años durante los que le guió el propósito de ofrecer, contra la tristeza de las bibliotecas y la angustia de los museos, la pasajera alegría de los hoteles? Pero las sospechas de los fines últimos, tan intensas y fugaces como relámpagos, tan infrecuentes, ¿no quedaban ocultas en el enjambre de coartadas, argucias y compromisos cuyo obsesivo zumbido favorecía la tendencia a ignorar y a ignorarse del dueño del hotel?

Aunque ahora no recordase con precisión, él sabía. Y precisamente porque él sabía todo, no recordaba. En todo caso, se dijo, ya estaba hecho y tratar de recordar la historia de la construcción del hotel resultaba tan inútil como preguntarse por la procedencia del capital fundacional o, lo que aún le parecía más inútil, querer averiguar si el balance de aquellos años le satisfacía o le dejaba insatisfecho.

A cambio, sin que él supiese por qué, la incierta memoria le vedaba entrar en tiempos que su conciencia catalogaba como dichosos. Quizá la memoria creaba la incertidumbre de los recuerdos para no confundir el presente ni afantasmar con lo que ya no existía la contundencia de la magnífica edificación a punto de inaugurarse. Por un instante, sin previo aviso, el pasado se iluminó y el dueño tuvo la certidumbre durante ese instante de que nunca había tomado la decisión de construir el hotel, sino sencillamente que lo había construido.

Entonces oyó el silencio de la ciudad. Allí abajo, iluminada, sus habitantes se disponían al descanso. El dueño del hotel se puso en pie y rápidamente recorrió los senderos del jardín, impaciente por reincorporarse al afán colectivo que bullía en el interior del edificio.

ENSAYO GENERALSin embargo, cuando entró, todo estaba dispuesto. Habían desaparecido los obreros y únicamente le esperaba un reducido grupo de directivos y de empleados del turno de noche. Aunque sorprendido y defraudado, pensó que era preferible que todo se hubiese cumplido durante el tiempo en que él había permanecido, confuso y nostálgico, en el jardín.

Consultó con sus más cercanos colaboradores la posibilidad de llevar a efecto la idea que se le acababa de ocurrir. Aplaudida por los directivos y aceptada en principio por los empleados del turno de noche que aún no habían abandonado el hotel, el dueño y sus colaboradores se dirigieron al bar y después pasaron al comedor, donde se les sirvió la improvisada cena, frugal pero cable.

La finalidad utilitaria de que el dueño se convirtiese en un fingido primer huésped durante: aquella noche complació ostentosamente al personal. Al menos, tuvo el dueño la impresión de que la diligencia y exactitud del servicio estaban motivados tanto por el deseo de agradar como por la emulación que inopinadamente había suscitado aquella prueba.

El dueño, no obstante, sabía que, con independencia del carácter utilitario con que había cubierto su propuesta, aquella idea inesperada respondía al deseo (que nunca hasta entonces había sentido) de utilizar personalmente, siquiera fuese por unas horas, su propiedad, una propiedad que por su naturaleza estaba destinada a incesantes y fugaces ocupantes. Luego, ya en la habitación que le habían asignado en recepción, consideró pueril su deseo, y para encubrirlo más, incluso ante sí mismo, telefoneó a conserjería y pidió que le enviasen cigarrillos.

Había indicado la hora temprana a la que quería ser despertado y había colocado en el pomo exterior de la puerta la orden del desayuno. Utilizó concienzudamente el cuarto de baño, revisó los armarios, verificó la seguridad del cofre Para pequeños objetos de valor, leyó con detenimiento la hoja de identificación del establecimiento en la que figuraba el precio del hospedaje, la lista de precios de la lavandería, las instrucciones para el aso de los timbres y del teléfono, los folletos propagandísticos colocados sobre las mesillas y hasta estudió el croquis de señalización de la salida más próxima para caso de incendio. Decidió, antes de acostarse, fumar un cigarrillo en la terraza.

Se entretuvo observando la ciudad dormida, ciudad en apariencia distinta a la que había contemplado al atardecer. En ocasiones le resultaba difícil verla por mucho que la mirase, a causa quizá de una inveterada costumbre. Su largo conocimiento de ella no impedía, sin embargo, sorpresas originadas por el olvido o la desatención. Por ejemplo, visible la red de sus calles por las líneas, de luces del alumbrado público, percibía ahora en el fondo del valle, al pie de las colinas fronteras al hotel, las luces verdes y rojas de la pista del diminuto aeropuerto que aquella misma tarde, invisibles a la luz solar, no había recordado. Por el contrario, y debido a alguna razón desconocida, permaneciendo aquella tarde tan invisible como ahora el quiosco de la música, siempre lo ubicaba exactamente entre los tamarindos del parque municipal. Tanto cuando su conocimiento suplía algún fragmento de la realidad que observaba como (y era lo más frecuente) cuando reparaba sus carencias de observador, el dueño del hotel experimentaba frente a la ciudad una sensación de extrañamiento, casi de enemistad, absurda, ya que no recordaba haber estado nunca en ninguna otra ciudad.

Aunque ya había acabado el cigarrillo, continuó en la terraza imaginando la ciudad azotada por el levante. Luego, mirando fijamente las escasas y macilentas luces del puerto, recordó el esplendor de antiguas noches, en las que la zona portuaria parecía arder de luz y hasta el otro extremo del valle llegaba el murmullo incesante de las operaciones de carga y descarga, roto por los bramidos que cada tanto brotaban de los cafetines, por la música de la noche despierta.

Una llamada repiqueteó en la puerta de la habitación y el dueño del hotel regresó bruscamente de sus ensoñaciones y recuerdos. No había olvidado su costumbre de tomar un analgésico y un vaso de teche antes de dormir y se los traía una camarera. Pero antes de que él hubiese terminado de agradecer la solicitud del servicio del turno de noche a la camarera, y cuando ésta se disponía a salir de la habitación, llegó un botones que traía, como cortesía reservada a los huéspedes distinguidos, un cestillo de frutas envuelto en papel celofán y prendidas a él dos tarjetas, una de la dirección del hotel y otra con el nombre del dueño.

En lo profundo de la noche volverían a llamar a la puerta de la habitación. Durante un tiempo de duración confusa, la llamada quizá sobresaltaba al dueño del hotel sin llegar a despertarle o quizá le hacía soñar que uno de sus sueños ya le había despertado y que la llamada, que habría de repetirse, únicamente te sobresaltaba.

Hasta entonces había dormido inquieto, a pesar de la comodidad de la cama. Los sueños se sucedían unos a otros en tropel, aunque la fuerza de algunos le arrancaba de la vorágine y le abandonaba como sobre una playa batida por imprevisibles mareas a somnolencias intermitentes. Una ciudad ocupaba esos tiempos más próximos a las apariencias de la realidad que a las incongruencias del sueño, y si bien esa ciudad parecía ajena, nunca faltaba en ella el hotel.

En los ratos de duermevela, al dueño del hotel le tranquilizaba que el edificio, a pesar de carecer aún de fachadas, mostrase un interior totalmente acabado. No pocos de los transeúntes que deambulaban por las cercanías se detenían a contemplarlo, y en sus rostros, tanto como en sus palabras inaudibles, comprobaba el dueño esperanzadores signos de aprobación.

Nadie parecía percatarse de que sería difícil dormir en aquellas habitaciones a la intemperie, sobre todo en las noches en que soplara levante, y esta falta de percepción de los espectadores, fingida sin duda para no alarmar al dueño, le sosegaba lo suficiente para rendirse de nuevo al sueño.

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