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Aniversario de la cuarentena

¿Es ya posible hablar del franquismo, de la república y de la guerra civil con el mismo criterio imparcial y objetivo que adoptaríamos al hablar, por ejemplo, de la Roma. republicana, de las luchas entre demócratas y aristócratas, entre los partidarios de los Gracos, de Cinna, de Mario, y los partidarios de Sila? Es obvio que no. Está todo todavía demasiado próximo, demasiado vivo, dermasiado caliente. Y, no obstante, vale la pena empezar a intentarlo, a procurar que la historia sea cuanto antes simplemente historia; prescindir del rencor y, sobre todo, de la autocompasión, me parece, cuando menos, un ejercicio saludable. En definitiva, ni los casi 40 años que van desde el comienzo de la guerra civil hasta el final del franquismo constituyen una experiencia tan singular en el mundo contemporáneo, ni su dramatismo es superior al de la experiencia vivida por, tantos otros pueblos.Recuerdo, a este respecto, la visita que hacia 1962 me hizo una periodista polaca de origen judío. Almorzarnos en casa y, durante la comida, mi padre comentó la tragedia que representan las guerras, el hecho de que en España casi no existiera familia que no hubiese perdido alguno de sus miembros. La polaca asintió: yo perdí a toda mi familia, dijo; y si ahora estoy aquí es por pura casualidad, ya que lo lógico sería que también hubiese muerto. Y es que es un hecho que los españoles tenemos nuestros muertos, pero en el mundo de hoy eso no tiene ya nada de especial ,y subrayarlo con demasiada insistencia resulta casi ridículo.Dispuestos a olvidar la sangre, son muchos los españoles de derechas que optan en la actualidad por remitirse a la historia cuando se habla de Franco: la historia le juzgará. Y piensan, está claro, en los aspectos prácticos del franquismo, pantanos, carreteras, paz social, etcétera, seguros, se diría, de que semejantes méritos son más que suficientes para garantizarle un veredicto favorable. Méritos similares, y aun de mayor entidad, pueden ser anotados en el haber de Mussolini, Hitler y Stalin, y desde luego no faltan admiradores de cada uno de ellos que aseguran lo mismo respecto a su personal ídolo: la historia le dará la razón. ¿Sucederá así con alguno de ellos, Franco incluido? Yo creo que no: con ninguno. Es cierto que Franco llegó al poder mediante un golpe de Estado en una España de acusados rasgos decimonónicos y que, cuando dejó el poder por la vía natural, España había entrado en el siglo XX; la historia del franquismo es, de hecho, la historia de ese tránsito, sin que, no obstante, Franco haya tenido en ese proceso un papel verdaderamente protagónico: no tanto timonel, como le gustaba verse, cuando, a lo sumo, centinela del proceso, otra de sus caracterizaciones favoritas.

La raíz de tantas interpretaciones equivocadas del hecho franquista hay que buscarla en el desdichado abuso del término fascismo, con el que se quiere identificar y definir el franquismo. Pues si el calificativo es idóneo en el caso de la Italia de Mussolini, deja de serlo en el de Hitler y, más aun, si cabe, en el de Franco. El nazismo fue algo mucho más grave y sangriento que el fascismo, y el franquismo fue sencillamente otra cosa, que sólo cabe describir en todos sus matices exponiendo el contenido de la propia palabra franquismo. El fascismo fue una ideología de un contenido político, social y económico muy concreto, con un partido Único que vertebraba el Estado, tina organización de masas, unos emblemas y hasta unos uniformes. ¿Dónde está todo eso en el caso de la España franquista?

Franco fue un dictador de un conservadurismo puro que, como es notorio, no toleraba ninguna clase de poder paralelo ni de principio ideológico susceptible de cuestionar sus decisiones. Lo importante para él era mantenerse en el poder, dejar que el correr del tiempo permitiese que la receta que había prescrito para curar los males de España hiciese su efecto: tras la purga de la guerra civil, la dieta, el repose,, el aislamiento. Someter el país a una especie de cuarentena que lo mantuviese a salvo de las turbulencias del mundo exterior, objetivo que más de una vez, durante sus casi 40 años de gobierno, llegó a proclamarse como algo plenamente alcanzado. Bajo esta perspectiva -el paréntesis en el que metió a España- deben ser entendidos sus presuntos logros y también, consecuentemente, su gran fracaso. Si tomó distancias respecto a Italia y Alemania, si mantuvo a España al margen de la guerra mundial, si trocó el inicial maquillaje falangista por un capitalismo fuertemente intervenido por el Estado, si ese cambio propició un indudable desarrollo, si elaboró un mecanismo sucesorio, fue siempre con el punto de mira puesto en el mismo objetivo: el paréntesis, la cuarentena. Dentro, entre los corchetes, los acontecimientos, al margen, se diría, de su propia voluntad, limitada a preservar esos corchetes.

En la atmósfera estéril creada por el franquismo, hasta el desarrollo económico -sin duda deseado por Franco en su papel de administrador del patrimonio nacional- se produjo en cierto modo a pesar suyo, y determinados aspectos de ese desarrollo -principalmente las dos T: turismo y televisión- se volvieron a la larga en su contra. También los blancos prioritarios de sus tiros, loss, llamados enemigos de España, comunismo, separatismo y masonería, se mantuvieron activos pese a las diversas medidas adoptadas con el fin de erradicarlos. Al poco de la muerte de Franco, la masonería -fobia personal que nadie ha explicado suficientemente- abandonó con discreción el período de latencia al que había estado sometida. Si el comunismo no pudo con Franco, tampoco Franco pudo con el comunismo. Al contrario: casi podría decirse que el franquisimo lo mantuvo como al abrigo de un invernadero, ya que el hecho de que la presencia del partido comunista en la política española sea ahora tan exigua se debe, en parte a la crisis de la III Internacional, pero también a que, cesada la obsesiva persecución policial, el partido comunista se ha liquidado a sí mismo, sin que hoy, julio de 1986, sea ya posible convertir a Carrillo en chivo expiatorio, responsable único de esa curiosa figura delictiva inventada por el fiscal Vichinski. en el curso de los procesos de Moscú: agente objetivo de imperialismo. En cuanto a los separatismos catalán y vasco, la cuarentena, una vez pasada, no hizo sino reavivarlos, con virulencia muy superior a la de antes en el caso vasco.

¿Mediocridad? Yo más bien hablaría de fracaso. Fracaso en el terreno político, en el económico, en el social, así como en el moral y hasta en el cultural, pese al empeño puesto por Franco en preservar los demonios familiares de España. Primero el capital, luego la Iglesia y finalmente algunos sectores del Ejército, la impresión de que el franquismo era un sistema inadecuado a los problemas del mundo moderno fue cundiendo en los sectores tradicionalmente considerados como principales soportes del régimen. ¿Creía el propio Franco, el Franco del último período, en las posibilidades de continuidad de un franquismo sin Franco? Su rechazo de una solución a la mexicana, de una especie de PRI español, como tantos de sus partidarios deseaban, y su apoyo al retorno de una monarquía que difícilmente podía casar con la experiencia franquista, permiten entregarse a todo género de conjeturas.

Al margen de otras, consideraciones en verdad substanciales -las que se refieren a las libertades públicas y privadas, por ejemplo-, el balance de la cuarentena sufrida por España arroja, así pues, un claro saldo de nulidad: nada de lo que ocurrió o dejó de ocurrir cambió de valor por el hecho de haberse desarrollado entre paréntesis. El paréntesis era sólo eso, un paréntesis; un paréntesis por otra parte inútil, sobrante. La figura de Sila. y la figura de Franco no son comparables, y sería una falacia -en este caso como en todos- pretender extraer enseñanzas de una comparación imposible. Eso sí: tras el paréntesis que Sila impuso a la vida de la república un Sila muerto apaciblemente después de abandonar por propia voluntad el poder que había detentado desde que se hizo con él por la fuerza, su memoria y su ejemplo jamás fueron ensalzados por ninguno de los políticos que posteriormente habían de regir los destinos de Roma.

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