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Las tentaciones del 'mirafuegos'

Se cuenta que, hace más de dos milenios, Eróstrato, orate efesio, incendió el templo de Diana para alcanzar, lo dijo él mismo, celebridad. ¡Santo Dios! Ahora, cuando un verano más España crepita por los cuatro puntos cardinales, pienso en qué no hubiera hecho aquel lunático de Efeso por merecer un espacio en la televisión: carbonizado Cataluña entera, socarrado Valencia o pegado fuego a una base nuclear. Eróstrato olímpico, jupiterino, rodeado de cámaras y gritando vibrante ante un racimo de micrófonos: "¡Sí, yo he sido! ¡Yo he sido! ¡He sido yo!".Sépase que ha, mucho Eróstrato. Son, eso sí, más pequeñitos, Erostratitos, como parece el signo de nuestro tiempo de enanez. No se los ve, pero ahí están, como las meigas. Con el estío, todos los años, la caja tonta los tienta inmisericorde: spots con llamas del monte que se quema entre bebidas refrescantes, detergentes y trenes nuevos de Renfe que llevan en volandas a Sebastopol. El efecto no se hace esperar. El lavado de cerebro no mejoraría con el asperón y, a poco, las llamas roban pantalla a fútboles y baloncestos, políticos desleales y señores mayores que juegan al golf. Después, la cosa crece por sí sola; por feed-back, como dicen quienes no pronuncian bien retroalimentación. Esto, que siempre se supo, parece olvidarse (y a las pruebas me remito) por los altos responsables del ente nacional. Nada incita más al incendiario que poner de boca en boca sus hígados y heroicidad. Existen, naturalmente, otras suertes en otros escenarios; desde el hecho fortuito hasta la necesidad de asar cordero en un pinar. Pero incluso en los casos en que el incendiario se orienta decididamente a causar daño, la imagen del fuego fascina tanto que pone chispas al nefario vindicador.

La psiquiatría clásica dedicó páginas brillantes a describir con notoria pericia personalidades y comportamientos incendiarios en neurópatas en plena evolución sexual, en débiles de espíritu, delirantes, suicidas, melancólicos, atentadores al pudor, alcohólicos celosos y sujetos con irresistible necesidad de opio o de morfina. En unos y otros surgía, de vez en vez, el prójimo proclive a usar la yesca y el mechero. Pero entre esa turbamulta de lindezas una especialmente rutilante ganó sustantivo propio y sobresalió en los tratados de medicina legal: piromanía, el impulso obsesivo a pegar fuego a cualquier cosa dotada de combustibilidad. El pirómano se siente achuchado a incendiar: ¿lo haré?, ¿no lo haré? Lo de las margaritas pero sin poesía, con fuego, sin metáforas. Y la tentación sube de punto y estalla cuando los signos del ambiente presagian tina fácil ignición. Calor, sequía. Los incendios en la pequeña pantalla fascinan al pirómano y los fatuos comentarios sobre el número de hectáreas abrasadas le empujan a batir el récord en el siguiente documental. Hasta en mi pueblo se oían, siendo niño, historias de mirafuegos que acudían presurosos a mirar tan pronto ardía una parva o un pajar. Y cómo, a pesar de prestarse solícitos a alcanzar cubos de agua, debía cuidarse de ellos, pues eran muchas las sospechas a que daba lugar verlos siempre tan dispuestos al auxilio.

Quiero creer que esto que digo no es sabido (tan grande es la ignorancia en este tiempo), porque aterra pensar que, más que la ignorancia, opere la desconsideración. Pues den oídos, porque la tele incita, repito, a estos fuera de Dios al disparate. Y así, a veces arden miles de hectáreas, mientras junto al fuego quizá colabora a su extinción un Erostratito que, junto al regodeo del pecado, espera a ver que sale en la televisión.

España se quema, tituló EL PAÍS del sábado 12 de Julio su editorial. Algunas medidas preventivas sencillas sorprenderían por su resultado. Cuestión de materia gris. Ya se sabe.

-¿Y con la libertad de información? -iÁngela María! ¡Qué conflicto!

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