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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los profesionales

CON LA exacta precisión de una semana después y en vísperas de la investidura del presidente del Gobierno, el llamado comando España ha vuelto a actuar en Madrid. Si la acción criminal de siete días antes fue espectacular por su aporte de destrucción y muerte, ésta lo es por la magnitud de su osadía. La fortuna de que sólo sea uno el herido de consideración y que el atentado se haya saldado con nueve personas levemente lesionadas, más los desperfectos en el Ministerio de Defensa y en casas y vehículos de particulares, rebaja su impacto de terror, pero eleva de modo insólito su significado político. Con esta maniobra, cuyo precedente más parecido es el fallido intento de alcanzar con una granada- el palacio de la Moncloa en febrero de 1980, ETA intenta golpear directamente la cima del poder. Aparte de las víctimas, mortales o no, que podría haber provocado este bombardeo, es claro que los terroristas han querido plasmar mediante su lenguaje de barbarie cuáles son las bases de su estrategia. Con la munición de ayer, destinada al Ministerio de Defensa, ETA afirma los términos de lo que se ha llamado la guerra del Norte. Que esa guerra se haya desplazado a Madrid y se recree en el mayor efecto popular de sus acciones forma parte de la misma logística a la que obedece su demencia.Que haya sido posible para ese comando preparar esta arriesgada operación y cometerla en plena mañana, en un lugar próximo a varios edificios oficiales, y culminarla en completa impunidad, sigue dejando atónitos a los ciudadanos. La fluidez con que se mueven los terroristas en Madrid, tanto para proyectar sus acciones criminales como para burlar las pesquisas, demuestra que no se cuenta con el funcionamiento policial que las circunstancias requieren, y pone una vez más de relieve la inutilidad -al margen la inmoralidad- de legislaciones como la antiterrorista, válidas para todo menos para combatir el terrorismo. Es exasperante que el Gobierno proclame su profunda preocupación por el fenómeno terrorista y, sin embargo, se asista a la reiterada incompetencia del sistema destinado a combatirlo. De las declaraciones que aseguraban una desarticulación del comando en la capital, se ha pasado en pocos meses a contemplarlo como el primer protagonista del terror, capaz de la mayor elasticidad operacional y de las más sangrientas acciones. Frente a él, la Operación Bosque, a la que se destinaron varios miembros del Cuerpo Superior de Policía para patrullar en un triángulo urbano que comprendía las zonas de los recientes atentados, se ha revelado un fracaso. Hace una semana, el ministro de Defensa, Narcís Serra, había declarado que ETA actúa en Madrid porque ha perdido capacidad operativa en el País Vasco. La respuesta de ETA la ha recibido Narcís Serra en el despacho vecino al suyo.

Contando con que la base etarra en Madrid carece del apoyo vecinal que encontraría en el País Vasco, no parece aventurado suponer que la banda está integrada por un grupo extremadamente preparado. En esta hipótesis, y dado que el adiestramiento se produce en campos donde concurren terroristas de distintos países, es más que posible que los asesinos de Madrid gocen de la colaboración de otros miembros extranjeros. Pero fuera así o no, la provisión de armas y explosivos para ETA se produce en un mercado que, supuestamente, debería encontrarse censado por la policía española. Ésta no se encuentra ante un grupo de jóvenes airados o de idealistas que se tiran al monte por la independencia de Euskadi, sino ante un grupo de profesionales del crimen bien entrenados, que necesitan conocimientos y talleres especiales para sus acciones, una infraestructura de apoyo considerable y una sangre fría -insensible al dolor ajeno y compatible con la cobardía del ataque a traición fuera de lugar. A estas alturas, la población española tiene la impresión de que la falta de información policial les permitiría repetir éste u otro golpe en cualquier momento. De hecho, este nuevo atentado, lejos de mostrar que la banda se siente de alguna manera trabada por el acoso policial, hace sospechar sobre su peligrosa soltura. La tentación del presidente del Gobierno de hacer valer el principio de autoridad y no cambiar su política policial, no se le acuse de ser débil por ello, es bien conocida. Pero no cabe duda de que la mayor abundancia de noticias sobre la policía en los últimos meses está relacionada con hechos delictivos de sectores de la propia policía, y que, mientras tanto, la credibilidad social de ésta yace por los suelos. Contra lo que el ministro Barrionuevo declaró, su figura no produce ternura alguna, si no es la que experimentan los ciudadanos sobre sí mismos, al saber que su seguridad depende de un político tan incapaz.

Con estos datos, los manifiestos oficiales, incluidos los del presidente del Gobierno, que anuncian cada vez el refuerzo de las acciones policiales contra el terrorismo, carecen de verosimilitud e inducirían al sarcasmo popular si no estuviera por medio la memoria de víctimas inocentes y la amenaza de nuevas acciones asesinas. Más que una suma de efectivos, que seguramente también serña necesaria, lo patente es que la dirección de los servicios encargados de esa lucha carece de toda eficacia. Antes se culpaba al santuario de Francia o al apoyo social de sectores de Euskadi de impedir la acción policial. Ninguna de esas dos cosas está en juego ya. En el atentado de ayer se reúnen en cambio todas las agravantes de incompetencia por parte de los encargados de la seguridad: sucedió sólo siete días después del de la plaza de la República Dominicana, en una zona catalogada como de máxima seguridad por la policía, en un día y a una hora que parecen ya especialmente adecuados para estos actos, y contra un edificio que se supondría especialmente bien vigilado. Está bien claro que la lucha antiterrorista necesita otra dirección.

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