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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Conflicto anunciado en París

TODO EL mundo lo esperaba. Estaba cantado que el presidente Mitterrand, en el momento de mayor auge de su popularidad, sobre todo después de sus conversaciones con Reagan en Nueva York y con Gorbachov en Moscú, aprovecharía sus tradicionales declaraciones a la televisión después del desfile militar del 14 de julio para iniciar un pulso en el seno de la cohabitación para demostrar que sigue siendo la máxima autoridad de la nación y que, si bien no pone pegas al desenvolvimiento normal de la labor del Gobierno Chirac, su alta responsabilidad le permite enmendar propuestas gubernamentales cuando considera, en conciencia, que pueden dañar a los supremos intereses de la nación. En este tono, al que los franceses son particularmente sensibles, Mitterrand ha hecho pública su negativa a firmar la Ordonnance, o Decreto, elaborada por el Gobierno Chirac para la privatización de unas 65 empresas nacionalizadas. En realidad, Mitterrand ya había anunciado que se negaría a firmar si las privatizaciones abarcaban a empresas nacionalizadas por los Gobiernos presididos por De Gaulle en la posguerra.Sobre el problema de fondo, el proyecto Chirac desnacionaliza un volumen considerable de empresas industriales, de seguros, bancarias, algunas de ellas de gran peso en la economía francesa. El presidente de la República, apoyándose en un dictamen del Consejo Constitucional, plantea dos objeciones principales: insuficiente garantía de que las empresas serán vendidas a un precio justo, y peligro de que las privatizaciones dejen en manos extranjeras empresas decisivas para la defensa nacional. Es difícil no advertir una contradicción entre el argumento "nacionalista" empleado en este caso por Mitterrand y su posición de vanguardia en pro de la construcción europea, incluso en aspectos tan decisivos para la defensa nacional como los aviones de combate y la tecnología espacial y militar.

Pero no se puede olvidar que una de las causas de la creciente popularidad de Mitterrand consiste en que ha sabido evitar problemas y conflictos a los franceses. Se ha reservado la alta política internacional, pero facilitando a la vez que la nueva mayoría gobierne y ponga en marcha su programa. Ello ha creado la sensación tranquilizadora de que las diferencias entre izquierda y derecha no son tan insalvables como parecía, lo cual satisface a una población cada vez menos sensible a las ideologías y más inclinada al praginatismo. Por eso mismo su negativa a firmar la Ordonnance entraña para él un peligro real. Si este gesto apareciese como una actitud sectaria, un deseo de imponer su criterio, o el del partido socialista, frente al del Gobierno, su popularidad podría sufrir una merma sensible. Chirac, a la defensiva por la negativa de Mitterrand, ha hecho esa ,acusación al presidente en su intervención televisiva; pero, a la vez, ha tenido que ceder ante la exigencia de Mitterrand. La tesis de éste ha sido que, en una materia tan trascendente, el Gobierno debía someter el texto al Parlamento, es decir, convertir el decreto en ley. Con esta posición, Mitterrand ratifica su disposición a aceptar lo que decida la mayoría, y se cubre ante la crítica de la derecha. Pero su objetivo es obligar a Chirac a afrontar las contradicciones de su propia mayoría.

La cohabitación está seriamente tocada, aunque Chirac y Mitterrand tengan interés en prolongarla. Francia está viviendo una etapa de transición; hasta las próximas elec ciones presidenciales, en 1988 o quizá antes, no quedará definido el rumbo de la política. Chirac está interesado en consolidar su gestión, sobre todo para preparar el camino del Elíseo. Mitterrand tiene que dejarle gobernar y a la vez erosionarle todo lo que pueda. Y es el único que puede adelantar con su dirrúsión las presidenciales.

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