La juventud de 1936
Es difícil que cuando se cumplen los 50 años del más grave suceso español del siglo XX. quienes lo vivimos podamos sustraernos de su recuerdo. La verdad es que vive con nosotros como una cicatriz -en muchos casos es una cicatriz-, como esas marcas que sirven de identidad; Señas personales: estigmas de 36. Y esa generación del 36, marcada y escindida, avanza dejándose en el camino sombras y rastros, después de haber sido puesta a prueba, reducida a carne de cañón y mutilada con más pena que gloria. Sin embargo, es la nuestra. Es nuestra juventud, ni más ni menos. Tres años de los más tiernos de nuestra juventud. Aún realiza el milagro de regresar por la memoria, con su temblor y su canción, sobrevolando viejos territorios chapoteados entre barro con sangre y con muerte. No quisiera que se me malinterpretase, y anticiparé aquí mi alianza con todo antibelicismo, mi desafección hacia todo acto violento. Dicho está: firmado y Armado. Pero una vez dicho déjenme recordar aquello de Miguel Hernández, en uno de sus primeros poemas del momento: "Los quince y los dieciocho, / los dieciocho y los veinte. / Me voy a cumplir los años / al fuego que me requiere". Los que andábamos por la edad del romance y los cumplimos en el fuego que nos requería no nos sentíamos una generación condenada, no: éramos jóvenes alegres y nos movíamos en un clima de entusiasmo colectivo. El romance seguía: "Y si sonara mi hora / antes de los doce meses, / los cumpliré bajo tierra". No era estoicismo, era fervor juvenil. Pensábamos que de pronto el mundo había puesto en nuestras manos su rumbo, y aceptábamos el reto más que con jactancia con ingenuidad. Yo creo que a los jóvenes de las otras trincheras debía de ocurrirles lo mismo, y los versos finales de este fragmento hernandiano quizá pudieron envolvemos a todos: "Yo trato que de mí queden / una memoria de sol / y un sonido de valiente". Ni desplante ni chulería, de verdad. Porque el valor... ¿qué es eso?, ¿qué era eso entonces para nosotros?, ¿qué sentido podía darle a tal concepto un muchacho recién salido de la adolescencia? Yo me enteré por primera vez de lo que es un fusil en el propio campo de batalla. El día de mi bautismo de fuego los silbidos de los proyectiles me parecieron pájaros. ¡Estaba tan bonita aquella mañana del reciente otoño! La guerra es dura. Su miseria degrada. Su tragedia cunde. Claro. Pero todo eso requiere reflexión. La juventud no reflexiona y se embriaga fácilmente. Se embriaga de coraje y de generosidad espontánea. El coraje es un vino. Las uvas de la generosidad generan un mosto noble. El heroísmo no es una virtud reflexiva; el heroísmo será siempre un muchacho que mira por encima de las cosas. La guerra coincidió con nuestra juventud, y la juventud es más fuerte que la guerra. La juventud tiene unas manos de gozo que ni notan los guantes de dolor que les ponen. ¿Cómo nos iba a cortar la guerra las alas? Es imposible. Si la miseria de la guerra volase más alto que el ánimo juvenil, ese ánimo no sería joven. La vida es siempre una muchacha que pisa alegremente sobre los muertos. ¿Por impía? Porque no los ve. Y esto no es una metáfora: es la pura verdad. Se engaña el que suponga que fuimos una generación triste. Que no nos tenga lástima. Guardo hermoso recuerdos de mi vida en la guerra. Sobre un paisaje desolado puede haber un día radiante. En un campo de minas tal vez se dé una flor preciosa. A una ciudad sitiada no le faltará un rincón para amar. En un pueblo bombardeado acaso se encuentre una sonrisa. No estoy haciendo mera literatura. La mera -y huera- literatura es la del drama a posteriori, la consabida de la lágrima. Pero la guerra no mata a la juventud, porque la juventud es inmortal. Somos nosotros los que vamos lentamente saliendo de su reino indestructible. Luego se reflexiona. Claro. Le duelen a uno el amigo muerto, la madre en ausencia, el desgarro de la patria en ruinas... Pero eso ya no es ser joven en su puro sentido, eso es avanzar hacia la madurez. El doble ejemplo nos lo da la propia poesía de nuestra guerra, que es como un ave, una de cuyas alas se remonta al cielo del entusiasrno -puede verse en Viento del pueblo- en tanto que la otra se abate hacia el suelo del dolor -puede verse en El hombre acecha-. No es que el joven sea por naturaleza inconsciente, pero sí es por naturaleza entusiasta. No es que el joven deba amar la guerra, es que por ser verdaderamente joven pasa por encima de ella y su juventud quedará indemne. El rastro que le queda, la cicatriz, el estigina fisico y moral, ya no será juventud, será el aldabón golpeando en la puerta de la tristeza adulta.
Los jóvenes de 1936 nos sentíamos por vez primera a las puertas de la libertad. El poeta José Luis Gallego, recordándola desde las galerías de Burgos, la cantaba: "¿Verdad que aquélla fue una guerra hermosa? / La única guerra hermosa, pues posible / le fue al joven el ser en ella todo: / hasta morir feliz, riendo, ¡libre!". Con todo esto quiero hacer comprender que la guerra no nos convirtió en seres míseros y desgraciados. Fuimos jóvenes enardecidos. La miseria y la desgracia se descolgaron sobre nosotros luego. Soñábamos, no reflexionábamos. "El hombre es un dios cuando sueña y un iniserable cuando reflexiona", dejó dicho otro poeta. La juventud combatiente no conocía las intrigas ni los egoísmos de la retaguardia. No conocía la turbiedad de la política ni sus manejos oscuros. Soñaba con entrar en un mundo libre y nuevo, y cada uno creía poseer la llave. Teníamos en la punta de los dedos un poema heroico, aunque acabásemos por tener que escribir una elegía.
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