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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La España racista

EL DESALIENTO es una fuerza más dramática que la indignación; y el suceso colectivo de unos habitantes del pueblo de Martos contra sus convecinos gitanos produce sobre todo un inmenso desaliento. No se puede tomar el nombre de este pueblo como el de un hecho único, porque sólo 200 de sus 20.000 habitantes asaltaron e incendiaron las casas de las familias gitanas, pero conviene saber cuántos de entre todos ellos lo han ido alentando o difundiendo, cuántos y quiénes han llevado a cabo antes su aislamiento, su reducción al gueto.Y sobre todo no es un hecho único porque otros, igualmente descorazonadores, se han producido en barriadas de Madrid, en Cataluña, en el norte y en la misma Andalucía, que se enorgullecían de una vitalidad y una profundidad folclórica de sus gitanos. El desaliento consiste en comprobar cómo muy antiguos esfuerzos contra el racismo se pierden continuamente en el vacío, cómo desde los sucesivos poderes públicos no se han proseguido en la realidad los esfuerzos meramente teóricos para dar la dignidad de vida necesaria a este pueblo que ahora aparece con no mejores soluciones que las que se han dado a las reservas indias en Estados Unidos, y cómo no se consigue penetrar la conciencia pública.

El desaliento está en ver cómo en España hay unas minorías profundamente racistas que se manifiestan a la primera ocasión. Apenas existe un pretexto, la salvajada brota: sea en Melilla contra los musulmanes, en Cataluña contra los trabajadores negros y árabes, o en leyes de extranjería generales que hacen mezquina, autoritariamente, lo que fue una generosidad al acoger a personas perseguidas en sus países. Hay racismo dentro de la inmigración interior, contra los españoles que buscan en otros lugares españoles unas posibilidades que no tienen en las zonas deprimidas de donde son oriundos. Quedan aislados en barriadas de chabolas de las que nunca tendrán ocasión de salir, porque la ciudad se les hace impermeable. Empiezan incluso a percibirse formas de racismo en minorías burguesas, en cuestiones de idioma o de estancamientos culturales. Y es que racismo, xenofobia, fanatismos nacionalistas o creación de bolsas de pobreza, que atañen a las generaciones sucesivas de los desarraigados, tienen unas mismas raíces. Pueden hipotecar el futuro de la convivencia tan difícilmente adquirida.

Ninguna forma de enfrentamiento a este núcleo de problemas podrá ser válida sin una conciencia de la sociedad española y sin una reparación inmediata de la agresión perpetrada cada vez que se presente un suceso de esta índole, como el que acaba de suceder en Martos. Es un problema que requiere la actuación inmediata de tres fuerzas correlativas: la de los encargados del orden público; la de la justicia, con el castigo claro a los culpables y con la indemnización a las víctimas, y la de la Administración pública, que tiene medios a su alcance para ser mucho más rápida que los jueces en la reparación instantánea de los daños. No se trata de buscar asentamientos a quiénes han huido para salvar sus vidas, aunque hayan perdido sus hogares y sus medios de vida, asentamientos que serían demasiado parecidos a las reservas o incluso a los campos de concentración, sino de reintegrarlos al pueblo de donde salieron y recibirlos en las escuelas, los lugares de trabajo y los centros públicos como lo que son: ciudadanos de la misma categoría que todos los demás. Protegidos no sólo por la fuerza pública -¡qué paradoja, que destruye la leyenda, ver en las pantallas de televisión a la Guardia Civil protegiendo a los gitanos!- sino también por parte inocente y sana de la sociedad, que así reivindicará su buen nombre y mostrará que esta integración es una lucha de todos.

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Acuciar a los gitanos a llevar una vida nómada e irregular y al mismo tiempo acusarlos de ella es una maldad característica, que se multiplica cuando luego se les utiliza para cancioneros y pequeñas orgías para turistas y señoritos. El antirracismo no consiste en derramar lágrimas sobre una edición del diario de Ana Frank, sino en una vigilancia continua sobre lo que sucede en nuestra casa. El desaliento consiste en comprobar cuántos años y años se lleva diseminando desde todos los lugares esta enseñanza sin conseguir que prenda en la realidad.

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