Para, que el libro sobreviva
Las 30 casetas de libreros de la cuesta de Moyano se han mantenido durante 61 años prácticamente igual que desde su inauguración. El próximo día 29 serán demolidas. Tres meses después reaparecerán idénticas a las antiguas.
Los libros son como los hombres, o como las cucarachas, según el anuncio de la televisión: nacen, crecen, se reproducen y mueren y desaparecen. En su mortalidad ha estado la base de uno de los negocios más o menos secretos y siempre fructíferos si se le conocía: el del libro antiguo y la bibliofilia, que siempre posee connotaciones de aroma aristocrático. Los puestos al aire libre, o en el Rastro, o los más permanentes de la cuesta de Claudio Moyano, instauraban un mercado más accesible, donde la oportunidad se disfraza de sabiduría o de ocasión, y sólo lo sabe quien lo compra o quien a su vez no lo quiere vender. De hecho, los libros tienen ventaja sobre los hombres y las cucarachas: resucitan cuando menos se piensa.Ahora derriban las 30 casetas de la cuesta: 61 años de existencia que van a continuar, pues se ha prometido que las nuevas serán punto a punto idénticas a las antiguas. De aquí a noviembre, las pretensadas casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión -otro conjunto de oportunidades felizmente resucitado- albergarán a los libreros de Moyano, en el flanco del Jardín Botánico. La remodelación de Atocha continúa, y toda la zona resucita desde el Sofidou hasta Moyano. La Feria del Libro viene de lejos, desde finales de siglo, cuando en el mercado de San Mateo los libros -es otra de sus virtudes- se mezclaban con las verduras, los pollos y los huevos. En 1925, tras algunas tentativas frustradas, se edificaron estas 30 casetas, que ahora fenecen para regresar. Yo las conocí variopintas: las hubo azul oscuro, verde oscuro también, y ahora todas eran uniformemente grises. Grises, pero jóvenes. Desgraciadamente, ahora una mitad de las casetas se dedica al libro nuevo, al recién aparecido. ¡Qué le vamos a hacer! Todos los libreros de viejo se quejan: no es difícil vender los libros viejos; lo malo es comprarlos, encontrarlos. Ahí está el detalle.
Las viejas casetas se hundían, estaban alabeadas por el paso y el peso del tiempo y de los libros, claro está. Pero la incógnita es si se encontrará una madera adecuada para soportar tanta historia, tanto tiempo y tanto libro. Estaban remendadas, repletas de petachos y candados, pero seguían en pie. Tras estos 61 años es de esperar que la resurrección sea total. Sobre todo porque cuesta dinero: millón y medio por caseta y un alquiler de 10.000 pesetas mensuales, que serán 15.000 dentro de tres años. Frente a las simbólicas 700 de este año, el paisaje cambiará bastante. Pero las protestas son en voz baja. Los Berchi, los Blázquez, Riudavets, Lucas -que vino del Rastro con el puyo enhiesto- y hasta Emilio, el recién llegado -se han pagado hasta cuatro millones por el traspaso de una caseta-, o desean el cambio o lo aceptan sin demasiados problemas. En noviembre, todo puede volver a ser igual.
Pues ya se sabe lo que pasa hoy con el libro. La dinámica editorial es inexorable: se publican libros que se venden mucho y en muy poco tiempo. Si luego desaparece, peor para él. Vivimos sólo de las novedades; esto es, no vivimos: todo es simulacro. La ambición de la literatura es la de durar, lo que contradice este proceso editorial capitalista y salvaje. La existencia de Moyano es la negación de esta dinámica; esto es, una posibilidad de seguir respirando, de encontrar esos libros de Arconada, Sender, Zamacois o Trigo -o el Teatro critico, de Feijoo, pero ya se lo han debido de llevar-, o los diarios de Gaziel o cosas por el estilo. O los libros olvidados de Ridruejo o Benjamín Jarnés. Y siempre Gómez de la Serna, a quien nadie vende, pero uno de los más caros -junto con las viejas ediciones de la ópera Omnia de Valle-Inclán- en este mercado viejo, que se va convirtiendo en el único de calidad.
Hoy, los difíciles son los libros de los primeros años del franquismo. El otro día tuve una sorpresa: la de conseguir el Catilina, de Ángel María Pascual, por 250 pesetas. Naturalmente, fue un regalo excelente, destinado a consagrarla amistad. Barato resultó. Un poco más allá, cruzada la calle de Alfonso XII, a la entrada del Retiro por la puerta del observatorio, don Pío Baroja parece sonreír en una estatua no por diminuta menos pícara y escéptica. Los novios se acarician en su base, y más allá hay que subir y subir para llegar al Ángel Caído. La literatura sobrevive a base de heterodoxia. Don Pío, que fatigó la cuesta de Moyano hasta la exasperación, lo sabía bien. Y Azorín, y luego Ridruejo, y ahora Umbral. Las casetas de Moyano son también una forma de heterodoxia mercantil y comercial: una forma de sobrevivir.
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