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¡Viva la República!

Antonio Elorza

Cuando llegó al poder tras su victoria en las elecciones presidenciales de 19131, François Mitterrarid quiso subrayar lo que el cambio político representaba de recuperación de las tradiciones democráticas francesas. Apenas hubo tomado posesión del cargo, visitó la tumba de Jean Moulin, el dirigente de la resistencia asesinado por los nazis. Y muy pronto anunció que el bicentenario de la gran Revolución, en 1989, sería aprovechado para evocar su papel decisivo en la formación de la. Francia contemporánea y en el progreso de la humanidad a través de la Declaración de Derechos del Hombre. Una gran exposición universal habría de sellar, como ocurriera hace un siglo, la celebración del acontecimiento. Pues bien, a pesar de la favorable acogida del anuncio por la opinión pública, pronto el proyecto se vio bloqueado por una oposición radicada en la alcaldía de París, a cuyo frente se hallaba entonces Jacques Chirac. Los inconvenientes urbanísticos y los problemas financieros sirvieron de pretexto inicial. antes de que los ideólogos de la derecha -entreellos, notables historiadores como Pierre Chaunu- lanzasen a fondo sus ataques. El leimotiv sería que el fruto natural de la revolución era el jacobinismo, y que de ahí al gulag soviético no hay más que un paso. En una Francia cada vez más conservadora, existe poco espacio para asumir el legado de 1789. En definitiva, como recuerda el historiador Claude Mazauric, lo que se trata de eliminar es la idea misma de revolución.La referencia al bicentenario de la Revolución Francesa puede servir para la comprensión de lo que está sucediendo aquí y ahora con otra conmemoración de relieve, la de los 50 años de guerra civil. En principio hubiera cabido esperar, ya desvanecido del todo el espectro del franquismo, una recuperación de sus contenidos democráticos, aplastados hasta hace muy poco bajo la losa de los 40 años. Formalmente nos encontramos en una democracia que ha sido edificada sobre las ruinas de la dictadura, fruto precisamente de la victoria militar de 1939. En el Gobierno tenemos un partido político, el PSOE, cuyos dirigentes históricos -Largo Caballero, Prieto, Negrín, incluso, a su modo, Besteiro- deteritaron las posiciones clave en la zona republicana entre 1936 y 1939. Además, los años transcurridos parecen crear las condiciones propicias para un distanciamiento de aquellos hechos que haga posible su análisis sin que entren en juego intereses e imágenes vinculados, salvo excepciones, a la actualidad.

No ha sido éste, sin embargo, el camino seguido, y aquí la explicación remite indudablemente al contexto de la política general. El dato esencial consiste en la prioridad otorgada por el PSOE al compromiso con los intereses establecidos, lo que supone respetar -en relación con el Ejército, con el status de los individuos- la supervivencia de elementos y de restricciones procedentes del pasado franquista. Sobran las pruebas de esta actitud. Así, igual que ocurre con la UMD, gran número de oficiales del Ejército republicano sigue sin cobrar las minipensiones cuyo derecho les fuera otorgado. Incluso alguna vez, como ha recogido este mismo diario, el presidente del Gobierno recurre ante los tribunales contra la asignación de pensiones correspondientes a empleos de zona republicana, y para ello esgrime la legalidad del 1 de abril de 1939. No ha de extrañar, pues, que en archivos del Estado sigan utilizándose las notaciones vejatorias de: guerra de liberación y de zona roja. Vencedores y vencidos conservan sus respectivos papeles, de acuerdo con una transición democrática que ha tenido mucho de revolución pasiva, de cambio de régimen, pero en forma que el sistema de dominación permaneciera indemne. Así las cosas, los socialistas en el poder se tientan mucho la ropa al hablar de la guerra. Pueden aceptar los símbolos, como Antonio Machado, del pueblo vencido, pero no los del pueblo militante. Si hablan de la guerra es cuando su herencia de miedo les sirve a modo de respaldo de su prudencia política, de la renuncia a los cambios para no amenazar la estabilidad del sistema. Algo de este género ocurrió en el referéndum de la OTAN, y en este sentido habló Felipe González a los jubilados en el curso de la última campaña electoral: la estabilidad lograda por el PSOE tiene su precio frente a los desastres de la guerra. Y, consecuencia, lógica, a este patrón se ha ajustado la conmemoración de la guerra por las instituciones próximas al poder. La Menéndez Pelayo optó, por el silencio. La Fundación Pablo Iglesias, por la máxima discreción. Hasta ahora, la conmemoración más sonada se desplazó a Valencia y tomó el pretexte, de la capitalidad de la República, con un resultado científico notable, pero los miedos y censuras;

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¡Viva la República!

Viene de la página 11 quedaron pronto al descubierto cuando Rafael Alberti diseñó un cartel con la bandera tricolor, rápidamente prohibido.Historias y poder, en esta como en otras ocasiones, van de la mano. Para la guerra civil, la clave de bóveda del enfoque historiográfico correspondiente viene a ser la consideración de la guerra civil como tragedia, crisis que provoca el hundimiento de todos los valores de la convivencia general. La guerra civil se convertiría así en el referente de un nunca más colocado ante los españoles a modo de invitación para un acto de contricción colectivo. El resultado inmediato de este enfoque es la búsqueda de la equidistancia, compensando con las críticas al bando republicano la ausencia inevitable de elogios dirigidos a los vencedores. El conocido antecedente de La velada en Benicarló, de Azaña, sirve de aval a ese tipo de planteamientos.

A este respecto, diríamos que la contemplación de nuestra guerra como tragedia, igual que sucede en el caso de la II Guerra Mundial, encierra una verdad, pero supone también proyectar sobre el pasado una cortina de humo.

Lo esencial es conocer las causas y las responsabilidades de ese proceso histórico al que valoramos como tragedia. Y, en primer plano, si hubo tragedia en la guerra es porque antes se dio un levantamiento militar dirigido a suprimir las instituciones democráticas. Por eso, frente a lo que ha escrito recientemente Gabriel Jackson, la conspiración militar no es sólo un efecto de la victoria frentepopulista. En su conversación de noviembre de 1935 con el embajador francés, Herbette, Franco habla ya de la exigencia de una gran operación quirúrgica en España. La guerra fue el resultado de la resistencia popular a tan sanitarios propósitos. El eje de las responsabilidades ha de desplazarse a quien provocó la crisis, el grupo de militares alzados, y no a las consecuencias de la misma.

Por la misma razón parece necesario destacar la mistificación que entraña otra tendencia reciente a rehabilitar la figura de Franco viendo en él un soldado ejemplar (Jackson, Carr y otros). Por supuesto, Franco fue un militar prestigioso en su época, pero para aceptar la ejemplaridad hay que olvidar lo que él mismo, o las fuentes cercanas, nos cuentan sobre su acción en África. En todo caso, ejemplar por la ejemplaridad que atribuía a las ejecuciones y acciones de represalia allí ensayadas, luego sabiamente dosificadas en la Península, y que se incorporaron a una forma de gobernar cuya principal seña de identidad fue el desconocimiento de los derechos humanos más elementales. Una cosa es satanizar y otra encubrir. El aditivo de que "tampoco era cruel en sentido patológico" sólo sirve para añadir una gota de humor negro. El análisis de la violencia en ambos bandos requiere, como sucede en el caso del libro de Francisco Moreno sobre Córdoba, poner al descubierto la lógica de las respectivas represiones. Por algo en zona republicana pudo haber obras como La velada, o Perill a la reraguarda, de Juan Peiró.

Con esto no queremos ceder a la tentación de sustituir los procesos colectivos por los protagonistas individuales. En el caso de la reciente historiografía oficiosa sobre la guerra, éste parece ser el cauce, sobre todo cuando se trata de estudiar las posiciones intelectuales.

En vez de analizar la represión franquista sobre cuerpos como los enseñantes, seguir el compromiso efectivo de tantos jóvenes escritores con la causa popular o adentrarse en las razones y sinrazones de los intelectuales desgajados de la República, del tipo Marañón u Ortega, la lista de símbolos -Azaña, Negrín- sirve sólo para ocultar el impacto efectivo de la guerra sobre la inteligencia.

Nuestra conclusión es que por encima de los aspectos trágicos, de su profundo desgarramiento y de su final, la guerra civil es un episodio cuya reivindicación, en lo que tiene de resistencia popular al fascismo, no puede abandonar la conciencia democrática española de los años ochenta. Claro, que para que tal recuperación sea efectiva resulta imprescindible quebrar también barreras historiográficas sólidamente arraigadas, como el debate sobre guerra o revolución, poniendo en su lugar un análisis de las estrategias políticas y del comportamiento real de los distintos espacios de la guerra.

Estudios de jóvenes investigadores, como Aurora Bosch, Enric Ucelay y Francisco Moreno, y de viejos siempre jóvenes, como Pierre Vilar, marcan ese camino donde el conocimiento histórico sigue una vía paralela a la adhesión de los valores de la resistencia popular, de la República que supo sobrevivir durante tres años el asalto de los militares sublevados.

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