La homologacion con Europa
Como es sabido, tras la guerra del 14 al 18 culminó en Europa el proceso de democratización que a lo largo del siglo XIX, y sobre todo (le su mitad última, fue acelerándose por circunstancias políticas, sociales y económicas en que no es preciso entrar. Ello significaba la coronación de un sistema político que vino a plasmar las más exigentes posibilidades teóricas del que luego, a veces con más carga polémica que propósito descriptivo, vino a denominarse demoliberalismo.Por razones también de todos conocidas, no tardaron mucho en verificarse las grietas que, en una construcción doctrinalmente -tan perfecta, justificaron la creencia generalizada de una convieniente revisión. Cierto que la consolidación del comunismo ruso el surgimiento de los fascismos europeos fueron ingredientes de primera magnitud para robustecer esa creencia. Pero cierto es también que la creencia era producto de causas endógenas a los propios sistemas en relación con las súbitas transformaciones sociales generadas por la contienda misma.
En todo caso, es evidente que un repaso de la bibliograrla de aquellos tiempos denota la proliferación de una auténtica literatura de crisis. Nos referimos no sólo a la producida desde posiciones antagónicas a las ideas y organizaciones democrático-liberales, sino a las surgidas en el propio campo demoliberal, con el propósito de adecuar sus ideas y organizaciones a unas realidades que parecían aconsejarlo. No tendría demasiado sentido meditar ahora cuáles habrían sido los resultados de semejante adecuación, si poco después, tras la conquista del poder en Alemania por Hitler, no hubiera primado, sobre cualquier otra preocupación, la del previsible y dramático futuro que comenzaba a dibujarse.
Las lógicas preocupaciones internacionales paralizaron un proceso de conveniente y necesario reajuste ideológico e institucional,-y el estallido del conflicto y su costosa victoria iban a incidir en ese proceso de forma muy importante. Las potencias del Eje plantearon la guerra como conflicto existencial, pero también como guerra profundamente ideológica. No iba a ventilarse sólo una redistribución del poder mundial, sino la instauración de un orden nuevo, que, con pretensiones quiliásticas, supondría la radical desaparición de los principios y organizaciones basados en las ideas de libertad y democracia. Semejante planteamiento ideológico, entiendo yo, y así lo escribí en un libro al filo de la victoria aliada, fue lo que hizo imposible reanudar los intentos de revisar un orden político constitucional, después de ser vencidos precisamente los que le pusieron en trance de total liquidación.
Han pasado más de 40 años desde que los países europeos comenzaron a realizar, sin mengua de sus principios y estructuras fundacionales básicos, la readaptación que la última gran conflagración impidió, primero y, por las razones dichas, retrasó después.
Trabajosa y tenazmente, con flexibilidad, pero con decisión; con discontinuidades, pero sin retrocesos, las democracias han ido afrontando y resolviendo los problemas de su adaptación a la realidad histórica. El necesario fortalecimiento del Ejecutivo, sin abandonar su condicionamiento y, control; la planificación econórnica y social, compatible con la libertad democrática; la incorporación efectiva del mundo sindical y del trabajo, sin meguas de adecuación y saneamiento de la economía nacional; el pluralismo político organizado y activo, sin interferencias paralizantes de las funciones estatales; la superación de los nacionalismos políticos y económicos, sin prematuros utopismos universalistas; la eficacia de los Parlamentos que esencializan sus misiones genuinas, sin abdicación de sus funciones básicas; etcétera.
Durante todo este tiempo, España se encontraba imposibilitada de participar en tan fecunda y ejemplar experiencia, y ajena, por tanto, a las vicisitudes que han sido familiares a los pueblos democráticos occidentales. A la hora de construir, con un retraso histórico, cuyos perjudiciales efectos eran ya irreversibles, un régimen democrático en nuestro país, ese dato de singular magnitud no puede sin más olvidarse.
No obstante, este año se conmemora el décimo aniversario de la transición política, que en forma universalmente reconocida como ejemplar produjo la transformación de un prolongado régimen autoritario a la implantación de un genuino sistema democrático. ¿El mismo de que gozan los Estados de la Europa occidental a que estamos plenamente incorporados?
Hace poco, la revista Sistema, prestigiosa y bien dirigida, realizó una encuesta conmemorativa sobre la transición democrática en España, recogiendo las opiniones de más de 20 intelectuales, políticos y escritores sobre 16 exigentes preguntas, algunas
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La homologación con Europa
Viene de la página 11bastante complejas. La primera planteaba la homologación del sistema político español con el de las democracias, occidentales. Casi todos los preguntados contestaban afirmativamente, pero casi todos también matizaban ciertas reservas. "Hoy el sistema político español, como tal sistema, puede homologarse con el de las democracias occidentales, aunque por su escaso rodaje tengamos aún ciertas deficiencias, como tuvieron ellas tras 1945, antes de resolverlas o asumirlas". No voy ahora a examinar ni a contabilizar siquiera esas deficiencias a que aludí en mi citada respuesta, pero sí a permitirme alguna reflexión, que continuaré otros días yo más al hilo de la reciente convocatoria de elecciones generales.
Cuanto aquí diga da por supuesto la aludida ejemplaridad de la transición española y la extraordinaria madurez con que el pueblo español se produjo a través de todo el proceso constituyente y continúa produciéndose en afortunada contradicción con las versiones tópicas y a veces interesadas que la especulación sobre los llamados caracteres nacionales ha venido casi siempre produciendo.
No es contradictorio, con la evidente homologación política de España a los países europeos, el que nos percatemos de las posibles deficiencias. En tres planos podríamos percibirlas: uno, el que llamaríamos político constitucional; otro, que cabría distinguir como sociológico; un tercero, discernible como doctrinal o ideológico. El primero se refiere a la vida pública en sentido estricto y afecta al funcionamiento de las instituciones políticas; el segundo, a los principios que regulan y estructuras en que se encuadra nuestra vida socioeconómica; el tercero, el grado de vigencia de un entendimiento certero de las ideas y respuestas genuinamente democráticas.
Anticipo mi creencia de que las distensiones observables en la homologación no son tantas, ni tan profundas, ni tan irreversibles que permita hablar de una democracia a la española; expresión que en tiempos no muy lejanos servía para encubrir no pocas falsificaciones... La superación de las posibles deficiencias es deseable y posible; me permito creer que la superación más urgente es la que afecta al tercero de los planos enumerados. Situados en él, pienso que si no hubiera otros matices bastaría con observar un hecho que, a mi entender, denota que aún estamos viviendo el régimen democrático como algo no terminado de construir. Me refiero a la contumacia con la que desde todos los ángulos políticos se impugna a los opuestos, el que no representan la verdadera democracia.
Pienso que mientras esto ocurra falta un elemento indispensable para la deseable madurez democrática. Es natural que las diferentes opciones políticas puedan impugnar las soluciones propuestas o practicadas por cada una, pero deben dar por supuesto que ninguna ignora lo que la democracia es, aunque la sirvan desde diferentes entendimientos y, desde luego, propongan acciones de gobierno distintas y aun opuestas.
Se dirá que me mantengo en consideraciones formales. Es posible, pero el objeto que perseguimos en estas líneas basta con ellas. El contenido de la democracia material y no formal es diverso y no sin razón algunos pensaran -yo entre ellos- que su contenido admite un más o un menos. Aquí ya entran en liza las tendencias y las ideologías, y cada cual puede preferir y luchar por la que estime más conveniente. Pero mientras pretendamos sustantivar como demócratas tan sólo algunas y no estimamos que en principio lo son cuantas acepten y ejerzan el juego democrático y la Constitución, nos faltará algo para homologarnos con Europa.
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