Aplazamiento
Cruzar la calle puede ser una aventura decisiva, aunque supongo que permanecer en la acera ya conocida resultará a la larga no menos azaroso. Elegí la primera de ambas opciones y tropecé con el destino, que para la ocasión adoptó la efigie de clásico taxi londinense. En el Reino Unido, ya se sabe, los coches y las borrascas llegan por el lado opuesto a lo que dispone la lógica continental. Por mi parte, no sólo soy un animal de costumbres, sino que en muchas ocasiones la costumbre me lleva a hacer el animal. Miré hacia la izquierda, como siempre, pero el enemigo llegó arrolladoramente de la derecha: no fue una metáfora política, sino una lección de tráfico.¿Qué se siente? No, desde luego, una proyección privada y rauda de la vida toda, los rostros amados, los proyectos incumplidos. Todo eso llega en el minuto de después.... si es que lo hay, y además creo que por influencia de la literatura que conocemos sobre situaciones límite. Del mismo modo, nuestros sueños son algo más intencionadamente eróticos a partir de que nos lo solicitó Freud. Yo sólo pensé: "¡Vaya, de modo que va a ser así y ahora!'. Luego me fijé bien y noté que todavía no me dolía. Como el Calígula de Camus, rumiaba: "Aún vivo, aún vivo...".
Entre tanto, las ruedas del taxi me pasaban sobre el pie, su retrovisor golpeaba mí muñeca, el largo flanco negro y lustroso de lluvia raspaba interminablemente mi barriga. Y, sin embargo, nada, indemne. Sólo me quedó como un fuerte pisotón, y la correa del reloj pegada a la muñeca, pero sin la esfera, tributo arrebatado por los demonios del momento.
Los viandantes se interesaron casi aún más que yo por mi estado. Un joven muy agradable insistía, ansioso: "¿Le acompaño a algún sitio? ¿Le acompaño a algún sitio?". Ya que no me apetecía ir al hospital ni a la morgue, pensé en invitarle a tomar una cepa. Y luego, la resaca. No pasó nada, y para todos los demás, tranquilizadoramente, no ha pasado nada, pero para uno es casi como si hubiera pasado. Puesto que el momento debe llegar -¿debe llegar?- lo tomaré como la ocasión perdida de una sortie en beauté. ¡Morir en Charing Cross, la calle con más librerías de Londres, llevando en una bolsita un libro de Joyce y otro del barón Corvo recién comprados, en vísperas del Derby, gratamente lejos del ahora tan berreado Sur y de unas elecciones incurablemente municipales! Morir al borde de los 40, en esa edad extraña en que uno ya no es joven para nada salvo para morir. Y sin haber hecho nada definítivo en ningún campo, por favor, con la sutil cortesía de quedar pasablemente malogrado... Un fallecido prometedor, el único capaz de decir: "Ya no puedo prometer y aún prometo". Como cualquier otro aplazamiento, este dejó el agridulce sabor de la expectativa, del alivio y de la frustración. Y todo perfumado -por un aroma de desengaño, la misma fragancia que -según el Fóscolo de los Sepolcri- hace que las vírgenes de Inglaterra amen tiernamente los camposantos.
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