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Un Gobierno fuerte

Juan Luis Cebrián

La eventualidad -improbable, aunque señalada por algunas encuestas de opinión- de que el PSOE pierda la mayoría absoluta en las elecciones del próximo domingo ha llenado de consternación las filas del partido del Gobierno y provocado el nerviosismo entre sus responsables. La mayoría absoluta -la repetición de la misma- era y es el objetivo esencial a conseguir por los socialistas en estos comicios. Si se produce, supondrá un hecho casi sin precedentes en la reciente historia de la izquierda europea y situará al PSOE en la definición de una estrategia de largo alcance, tendente a consolidar un Gobierno socialdemócrata durante décadas.Felipe González ha repetido hasta la saciedad las dos premisas que avalan esa estrategia. La primera, que los cambios sociales prometidos por su partido en las elecciones de hace cuatro años necesitan un largo tiempo de realización, pues no se puede reestructurar un país en el breve período de una legislativa. La segunda, que para hacerlo se necesita la existencia de un Gobierno fuerte; y tanto es así que, en sus propias palabras, él prefiere que sea de derechas con tal de que dicha fortaleza se vea asegurada, Independientemente del estupor que en cualquier votante de la izquierda -si es que ser esto significa algo-provocará dicho aserto, no cabe duda de que, con su actitud, el presidente del Gobierno procura transmitir un mensaje nítido a la sociedad española: la necesidad de un liderazgo sólido y perdurable en el tiempo que garantice la estabilidad política y la gobernación del país en el futuro. Pasa a la página 9

Un Gobierno fuerte

Viene de la primera páginaY de manera apenas encubierta, ayudado por una escenografía arrancada de las viejas estampas de estética fascista, eso es lo que él viene ofertando durante su campaña: la encarnación del líder.

Algunos comentaristas de la derecha se han apresurado a denunciar lo que consideran perfiles franquistas de: esa actitud y ponen sobre aviso respecto a los deseos del PSOE de generar un modelo político similar al del Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano. En esta campaña repleta de injurias -que ha, logrado que los ciudadanos españoles puedan avergonzarse de su clase política semejantes aseveraciones no son ni más graves ni más descorteses que las bufanadas descalificadoras de que hace uso el vicepresidente del Gobierno. Pero, desde el punto de vista del análisis, sirven de muy poco. Porque la esencia del mensaje de Felipe González, el atractivo con que trata de enganchar a los electores, es precisamente el carácter democrático de su liderazgo, frente al erigido por el Movimiento Nacional, a base de cárcel, exilio y fusilamiento. El secretario general del PSOE intenta instrumentar, efectivamente, en su favor la herencia cultural, política y sociológica que 40 años de franquismo dejaron en este pueblo, tendente a depostar su confianza en Gobiernos fuertes y perdurables; pero su baza es la de pretender demostrar que, frente a la historia de caudillos y dictadores padecida en España, él ofrece la de un líder ele ido repetida y entusiásticamente por el pueblo en condiciones de auténtica libertad política. Por lo demás, el PSOE no es representante de una clase dirigente ni de un conglomerado de intereses económicos como el PRI; responde, en su comportamiento interno, a los mismos instintos que el electorado practica en sus relaciones con Felipe González y, en definitiva, no se trata sino del instrumento primario que facilita la venta de ese líder para la obtención del poder, que es esencial al funcionamiento del partido mismo. Sin el aparato del Estado, el PSOE no tendría su actual fortaleza, contrariamente al caso del PRI, que controla el Estado mismo.

Es probablemente este desacierto de la derecha en su diagnosis sobre el comportamiento del partido socialista una de las causas que la impiden generar una alternativa eficaz. Frente a esa promesa de un Gobierno duradero y fuerte que González agita, los partidos conservadores -y los comunistas- se presentan divididos y caducos. Es tan poca su convicción que muchos líderes de la antigua UCI) ya no comparecen en las urnas, dedicados como están al mundo de los negocios particulares. Y ni siquiera saben aprovechar la orfandad ideológica del PSOE para enfrentarse a él con un bagaje apreciable de ideas o de soluciones. A poco que lo hubieran hecho, el nerviosismo actual de los socialistas se habría convertido en algo parecido al pavor.

Porque ¿qué cosa es ésa de un Gobierno fuerte, que tanto repite Felipe González? ¿Es un Gobierno que pega palos, que ejerce la autoridad, que elige la seguridad frente a los valores de la libertad? Ah, no, un Gobierno fuerte -parece querer decirnos el PSOE- es un Gobierno monocolor de mayoría absoluta. Y, sin embargo, algo así, aun si se produce por segunda vez como resultado de las próximas elecciones, tiene que resultar un fenómeno atípico en la democracia española, que consagra el principio de proporcionalidad electoral en su Constitución. Y que lo hace, paradójicamente, por la insistencia socialista al respecto durante la redacción de la misma. La suposición de que los Gobiernos de coalición no son fuertes resulta simplemente absurda. Hay numerosos Gobiernos de coalición en Europa occidental y no son más débiles por estar integrados por diversos partidos. Aunque, eso sí, los responsables de dichos partidos ven limitadas sus ambiciones y sus propósitos por la presencia de ministros y colaboradores de otras formaciones políticas. De manera que, en un Gobierno de coalición, el PSOE tendría dificultades que hoy no encuentra para apoyar tan absolutamente su estrategia y su entramado partidista en el aparato del Estado. Curiosamente, éste se ve fortalecido él mismo por esa instrumentación quiza: el PSOE practica. Y 10 millones, de votos y la mayoría en el Parlamento no han hecho suficientemente fuerte a este Gobierrici como para no claudicar ante las resistencias al cambio de la Administración estatal. O quizás es que no trataban verdaderamente de cambiarla, sino de ponerla simplemente a su servicio, de acomodarla a sus necesidades, pero nada más.

No estamos, como explicaba al principio, ante una estrategia gratuita. Los socialistas suponen que, dueños del Estado y con mayoría parlamentaria, gozarán del tiempo suficiente para trarisformar la sociedad desde el poder. Felipe González admira el experimento de las socialdemocracias nórdicas y se inspira de continuo en ellas. Pero olvida, quizá, que no hay transforrriación social posible en España que no pase previamente por la del Estado. La democratización de éste -en una doble dirección: hacia faera, asumiendo verdaderamente la construcción del Estado autonómico, e interna, desmontando el peso del corporativismo burocrático y el entramado de intereses que sujeta- es premisa inexcusable para cualquier cambio en profundidad que se pretenda. Los socialistas no han dado muestras de ninguna voluntad efectiva de llevair a cabo tarea semejante, sea por incapacidad y miedo o porque no entraba en sus planes. En cualquier caso, un debilitamiento del aparato estatal tendría como correlación el enflaquecimiento de sus propias posiciones de poder. O sea que al final existe una coincidencia de intereses. Lo que explica que cuatro años después ya no sepamos bien quién descubrio qué cosa: si Barrionuevo a la Guardia Civil o la Guardia Civil a Barrionuevo.

Nadie puede dudar que son precisos Gobiernos fuertes capaces de reformar la sociedad española -proceso en el que estamos inmersos mucho antes de que los socialistas gobernaran y en el que éstos no han constituido un impulso significativo-. Pero nuestra experiencia enseña que la fortaleza no depende sólo del número de escaños de un partido, sino también de la decisión que tenga de enfrentarse a las presiones contrarias al objetivo social que demandan sus electores. No ha sido fuerte el partido socialista para democratizar el Estado y no se necesitan lustros de gobernación para hacerlo, sino la voluntad precisa. Con o sin mayoría absoluta, ésa era la ilusión que promovieron en 1982 y de la que parecen haber abcucado en la campaña que ahoira boquea. De ella sale la, clase política española más desacreditada que nunca: dedicada al insulto y no a la imaginación, incapaz de renovarse a sí misma, encerrada en un números clausus de patéticos semblantes que luchan por la consecución de un escaño. Cosas todas malas para generar un Gobierno fuerte, aunque sea de izquierdas.

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