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Del palo de una escoba salió una vez un tiro

Con este dicho, según me explicó hace muchos años mi padre, los sargentos del Ejército español (por lo menos los de antes de la guerra) intentaban grabar en las duras molleras de los reclutas a su cargo la peligrosa imprevisibilidad de las armas de fuego y, en consecuencia, la imperiosa necesidad de no jugar nunca con ellas. Supongo que los sabios sargentos pensaban más que nada en el caprichoso comportamiento de las armas mismas, en las misteriosas rarezas de los mecanismos que, contra todas las leyes de la lógica, se disparan cuando uno estaba convencido de: tener el seguro puesto o resultan contener, Dilos sabe cómo, un proyectil cuando uno podría haber jurado que estaban descargadas. Pero a mí me gustaría creer que en la mente del anónimo acuñador de la frase estaba presente también -e incluso sobre todo- la imprevisible conducta del hombre armado de fusil, revólver o pistola.En cualquier caso, la frase me ha venido a la memoria con frecuencia en estos últimos tiempos, porque los palos de escoba del país andan soltando tiros a troche y moche cada dos por tres. Hoy mismo acabo de leer, en EL PAÍS del 1 de mayo, el caso más reciente: un sargento de aviación, acusado de matar a tiros al dueño de un restaurante con quien había tenido una discusión momentos antes. Unos días antes había sido un taxista madrileño el que le había puesto una pistola en el pecho a otro de Parla (aunque en este caso, afortunadamente, no hubo disparo). Antes de eso, un policía fuera de servicio que se lió a tiros con dos jóvenes que, al parecer, le habían tomado por un ladrón de coches. Y el otro policía que, en persecución de un presunto delincuente, disparó al aire para darle el alto y, no se sabe cómo, le acertó. O el otro al que se le disparó la pistola que le estaba enseñando, por juego, a la señora desnuda con la cual se hallaba en una habitación de hotel en Castelldefels. O, hace ya más tiempo, el muchacho que mató a otro con una pistola de su padre. Y me dejo varios otros casos, todos más o menos recientes. De repente, parece que en el país existe una cantidad sorprendente (le armas de fuego sueltas por ahí y, lo que es peor, que la gente manifiesta una preocupante proclividad a esgrimirlas y aun usarlas por un quítame allá esas pajas. Y pienso que ya empieza a ser hora de hacer algo al respecto.

Lo ideal sería que nadie fuera por el mundo armado. Y al decir nadie quiero decir nadie, incluida la policía. Pero ya sé que no está el horno para esos bollos. Incluso en este país desde donde escribo y donde, en principio, las fuerzas del orden público no llevan normalmente armas de fuego hay una tendencia tristemente irresistible, al parecer, a extender las situaciones excepcionales en las que se les permite ir armadas, y de seguir así las cosas, no está lejos el día en que la excepción se convierta en norma. Las razones que se dan para justificarlo coin-

Pasa a la página 12

Joan-Luís Marfany es profesor de Literatura Española en la universidad de Liverpool (Reino Unido).

Del palo de una escoba salió una vez un tiro

Viene de la página 11 ciden con las objeciones que sin duda se alzarían en España contra el desiderátum de una policía desarmada: que si los delincuentes cada. día muestran menos remilgos a la hora de usar armas de fuego, que si el incremento del terrorismo, ya saben.. Mucho habría que decir sobre esto, pero lo dejaremos por hoy. Aceptemos, pues -¡qué remedio!-, que las fuerzas del orden lleven dichas armas.

Pero si el desarme total de la sociedad es, hoy por hoy, un sueño imposible, no veo por qué tiene que serlo una drástica reducción del número de armas disponibles y una no menos drástica limitación de las situaciones en las que sea legalmente permisible su uso. Hay aquí varias cosas que se pueden y deben hacer. En primer lugar, quizá sea impensable desarmar a las fuerzas por definición armadas, pero es perfectamente factible desarmar -legalmente, quiero decir- a todos los demás: que, fuera de dichas fuerzas, nadie, absolutamente nadie, tenga derecho a poseer, y mucho menos a usar, armas de fuego. Nadie tiene por qué tener en casa un artefacto de ésos. Si el padre del muchacho que he mencionado antes -o el amigo del padre, ya no me acuerdo- no hubiera gozado de licencia de armas, el chico no hubiera tenido a mano con qué arrearle un tiro al otro pobre desdichado. Que quede claro, sin embargo, que al hacer la excepción de las fuerzas armadas me refiero estrictamente a éstas e por tanto, en el número de los que no deberían tener derecho al porte de armas a todas las organizaciones de seguridad privadas o semiprivadas: guardas jurados, empresas de transporte de caudales, guardaespaldas y demás. No creo razonable que estos colectivos,- como se dice ahora, vayan, como van, provistos de pistolas y fusiles. Con porras y armas defensivas van que arden. Con la llegada de !a democracia, estos grupos, más o menos uniformados y, en muchos casos, aparatosamente armados, han, proliferado como las setas en otoño. Comparada con algunos de ellos, la policía resulta francamente discreta, tanto en su armamento como en la exhibición que de él hace. En este punto, además, resulta sumamente preocupante la falta de información pública sobre los criterios seguidos para la concesión de las debidas licencias y el control ejercido sobre estas empresas privadas. ¿Quién les autoriza a ejercer su actividad? ¿Quién y cómo las supervisa? ¿Qué reglas rigen el reclutamiento de su personal y qué garantías se exigen sobre la idoneidad moral y psicológica de éste? Insisto: no debe haber más fuerzas armadas que las públicas.

En segundo lugar, sin embargo, convendría insistir en que los miembros de las fuerzas armadas mismas sólo llevarán dichas armas cuando estuvieran de servicio. La pistola se debería coger al llegar al trabajo y dejarse en la comisaría o el cuartelillo antes de volver a casa, y en uno y otro momento, el interesado debería firmar el correspondiente registro. Si convenimos que las fuerzas del orden público necesitan las armas de fuego para ejercer su trabajo, que las lleven mientras estén trabajando, pero ni un minuto más. En cuanto a los militares, que vayan armados, si quieren, en las zonas exclusivamente reservadas a ellos, en los campos de tiro y en maniobras, pero no fuera de ellos. Si, por razones decorativas, se insiste en armar a los centinelas, que lleven armas descargadas, con la excepción, en todo caso, de algunos lugares de especialísima importancia estratégica. Lo esencial es, en suma, que se establezca firmemente el principio de que el arma es estrictamente una herramienta de trabajo y que como tal, pertenece, por tanto, al cuerpo, sólo debe ser llevada durante el servicio y no puede ser considerada en modo. alguno como una especie de propiedad personal cuyo uso se deja por entero a la discreción del individuo. De haber regido este principio, el policía que disparó contra los dos muchachos de Oviedo no hubiera podido hacerlo. Quizá se hubieran liado los tres a mamporros antes de que se aclarara todo, pero no hubiera llegado la sangre al río. El guardia municipal-taxista de Parla hubiera tenido que amenazar a su colega con los puños o a lo sumo con un palo, y a lo, mejor se lo hubiera pensado dos veces. El policía de Castelldefels, en vez de enseñarle su pistola a la señora desnuda, quizá hubiera optado por hacer con ella alguna de las otras cosas, mucho más divertidas, que se pueden hacer en una situación así, y la señora hubiera quedado contenta o no, pero en todo caso ahora estaría viva. Y el desdichado guardia civil que -en este caso, pobre hombre, por amor- mató no hace mucho a toda su familia y luego se suicidó, tal vez habría tenido ocasión de recuperarse del rapto de locura que le llevó a hacer lo que hizo. Ya sé que igual lo podía haber hecho con la pata de una silla o con las mismas manos, pero -y éste es un argumento fundamental contra la posesión de armas de fuego- lo hubiera tenido mucho más difícil. Matar a alguien a palos o estrangular a alguien no es tan sencillo. Requiere bastantes agallas y no menos estómago, y, en última instancia, a la víctima siempre le queda el recurso de defenderse o huir. Apretar un gatillo, en cambio, es fácil y rápido, no da ocasión a arrepentirse á tiempo y no deja a la víctima más salida que confiar en la mala puntería del asaltante.

Y en tercer lugar, habría que legislar muy minuciosamente el uso de las armas de fuego por las propias fuerzas del orden público en el mismo acto de servicio. Los policías deberían tener estipulado muy claramente cómo y cuándo pueden recurrir a ellas, y ser disciplinados y, si hubiere lugar a ello, procesados cuando infringieran dichas reglas. Demasiado a menudo le pretende justificar, incluso por parte de altos responsables, muchas de las muertes así acaecidas con el argumento de que el agente disparó al aire para *intimidar, o para dar el alto a alguien que huía, o después de haberlo hecho repetidamente. Estas supuestas explicaciones, agravadas por el tono de seguridad y hasta de irritada sorpresa con que se suelen dar, me llenarían de perplejidad si no me produjeran horror. Hay otras maneras de intimidar y, en última instancia, ¿no es cien veces preferible una prudente retirada al riesgo de causar una muerte? Para dar el alto es totalmente. innecesario disparar, aunque sea al aire; basta con gritar: "¡Alto, policía!". Y sobre todo, a una persona que huye no se le dispara, haya hecho lo que haya hecho. Es posible que así se escape, pero ése es un mal indiscutiblemente menor. Nada, absolutamente nada, puede justificar una muerte como no sea la inmediata prevención de otra. Es ésta una regla de oro que los instructores deberían grabar indeleblemente en el cerebro de todo aspirante al ingreso en las fuerzas armadas. Y nuestras leyes deberían establecer inequívocamente el principio de que las armas de fuego sólo deben ser usadas en defensa de la propia vida o para proteger la de un tercero. A no ser que queramos seguir avanzando por la senda que nos devuelva a la ley de la jungla. Pero, para ese viaje, maldita la falta que nos hacían las alforjas de la democracia.

Nota. Escrito lo anterior, he visto en EL PAÍS un par de cosas que ilustran la candente actualidad del tema, preocupante la una, algo reconfortante (pero sólo algo) la otra. La primera es el anuncio de una nueva revista titulada Armas y Municiones, dirigida a "los hombres de armas", y presentada bajo el eslogan publicitario, de dudosísimo gusto, 'La vamos a armar'. La segunda es la noticia de que el PSOE se propone regular el sector privado de seguridad en la próxima legislatura. Al día siguiente, otra noticia venía a mostrar la urgentísima necesidad de dicha regulación: un vigilante jurado, empleado de una empresa de seguridad, intentó atracar una mercería a punta de pistola. ¿Lo hubiera intentado si no hubiera dispuesto del arma?

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