Mantillas y peinetas
Un color tenue, adulcorado de pintura francesa que soñó y perdió al mismo tiempo los negros y los ocres, los verdes, los naranjas de un Goya iracundo; Manet rebajado por las citas de Nieztsche y de Deleuze sobre la vida-vida y la muerte-muerte.En los tendidos se mascan cantos y sermones sobre la beldad heroica y Caen hilillos de baba satisfecha sobre la arena, salpicando los balcones de una plaza debidamente encalada por una liviandad del desarrollo, andalucismos de salón, manzanillas, señoritiles y concejales prepotentes que encogen las cinturas y se clavan nardos en las caderas vomitando alharacas, empinándose sobre cadáveres de toda la vida, sobre jornaleros que ya ni siquiera son olivareros de un Jaén de exportación y postal dominguera.
Cae la tarde sobre las palabras que bendicen, sobre los olés aprendidos en los despachos con la prensa matinal, y la modernidad se estira exultante vestida toda de castañuelas y de luces, estallando en lunares de Montesinos y de Lola de España: verdes y rojos sobre un ruedo que se apelmaza con los tópicos, se ovilla y parece que va a derretirse fundiendo los abanicos, los mantones desempolvados con un olor a naftalina rancia, las camisetas de siete mil y los puros de un Wells que se atraganta en la repetición y en el gesto ensayado. Una saludable mansedumbre dulcifica los rostros mientras El Fari se mezcla con Rafael, no Paula, sino el otro (aunque también Paula), en un remolino de tradiciones recuperadas, de sangría combinada con Chivas al anochecer, de: tertulias doctísimas sobre la estrategia y el juego, las catástrofes o la belleza del acto en sí, del héroe-héroe que enfrenta su cinturita de diseño o sus zapatillas de bailarín a la fuerza bruta, excesiva, sugerente del animal: hay estertores de gusto remilgado cuando el bicho dobla el espinazo o junta las delanteras, y damitas y eunucos se contraen ante la presencia agresiva del macho-macho al que en, cualquier momento se podría clavar el estoque.
De Belmonte a Curro, pasando por Ordóñez y Antoñete, el intelectual crítico y concienzudo enumera estratagemas, suertes y cataloga con experiencia de vendedor de aspiradores a domicilio:
-La verónica... la verónica.
"Ese giro, ese momento único, irrepeeeeeetiiible, preeeccciiiiso, ese doblar el talle, cargar el peso ligeramente".
Ese llorar de los tendidos apelmazados por un sol de estulticia y miedo concentrado, sin rojos ya, sin amarillos, agangrenado por el miedo y el estupor de la retahíla de frases hilvanadas y devueltas, cotizadas en periódicos de domingo, en revistas del corazón, en cócteles de fin de semana, en presentaciones literarias... Abulia contenida de la tristeza y de la impotencia que se despabila cuando ruge el toro.
Y un olor gris de carne calcinada, unos tonos apabullados, mortecinos de un Guernica sin caballo y sin relincho, sol-bombilla que se balancea proyectando muñecos de cartón sobre las calvas y las grandes pamelas mientras los negros-blancos del torero que ahora yace, inerte como estatua de sal, inexplicable contrastan con el rosa pálido, demasiado pálido (Manet rígido ahora, firmísimo) de una capa-mantel donde se limpian los belfos las jacas desbocadas que saltan las barreras y pisotean brazos astillados, flores secas en la mano a espadas rotas, estatuillas griegas y pórticos amanerados de una inercia repanchingada, de cenas sin digerir, de finos y aceitunitas, petimetres y carrozas decididos a repartirse la suculencia de una. fiesta (nacional de nuevo) tradicional y benéfica, una fiesta de deshonores y vergüenzas, de traiciones acarameladas por la corbata nueva, reluciente, estrenada para la ocasión.
Las gradas-escaños de un faro apenas recién inaugurado gimen por el peso blando de culos complacidos que eructan sus olores en una atmósfera huera de santuario y acólitos dispuestos a repetir en coro:
-La verónica, la verónica...
Babelia
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