El Papa en la sinagoga
La visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma y la coincidencia con la presentación de las cartas credenciales del embajador de Israel en España dan pie al autor del artículo para analizar el papel de los judíos en nuestro país.
La historia juega con las fechas. El pasado domingo, un Papa romano entraba solemnemente en la sinagoga de Lungotevere. Al día siguiente, el primer embajador español ante el Estado de Israel presentaba sus credenciales. La visita de Juan Pablo II ha sido interpretada como un gesto simbólico de reconciliación después de dos milenios de reyerta familiar. El establecimiento de relaciones diplomáticas de España con Israel quiebra medio milenio de intolerancia y enemistad oficial de España con el pueblo judío.La imagen de España no puede entenderse sin valorar el papel de los judíos, al decir de Américo Castro "a la vez yedra y tronco de nuestra historia". Los historiadores redescubren hoy la verdad de su expulsión, en 1492, que quizá signifique la mayor tragedia judía desde el año 70 hasta el holocausto nazi. Las razones religiosas para dicha expulsión nunca han estado claras. La anterior tolerancia de los reyes cristianos españoles para con los judíos había sido ciertamente interesada: el intercambio del saber con el mundo árabe había llevado a los judíos en España a una prosperidad que suscitaba los celos del rey de Francia y de los papas. Llegada la hora de las represalias, la política se disfrazó de religión y en la pureza de sangre inquisitorial andaban mezclados las intrigas y los intereses de los príncipes.
Dos milenios de hostilidad religiosa entre las dos religiones monoteístas más emparentadas de Occidente están también salpicados de acontecimientos humanos desde los orígenes del cristianismo. El hebraísta norteamericano Jacob Neusner ve el comienzo de esa reyerta familiar en la polarización entre los fariseos y los discípulos de Jesús. Sólo los hermanos pueden llegar a odiarse tan profundamente. Los cristianos nunca consideraron a los judíos como a los paganos. En la conciencia cristiana germinó la idea de la hipocresía de los fariseos y responsabilizó a todo el pueblo del deicidio de Cristo. Tarfón, en cambio, echaba en cara a los cristianos que, conociendo al Dios verdadero, lo negaran, y que reconociendo la ley (torá), forzaran su interpretación. La frustración y el miedo mutuo agrandaron las divergencias.
Roma ha dado en los últimos años pasos importantes para la convivencia, el respeto y la estima de la religión judía. Hans Küng -poco sospechoso de simpatías hacia Wojtyla- acaba de reconocer la liberalidad del Papa en su relación con la sinagoga. El Concilio reconoció el "patrimonio común con los judíos" y deploró "los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos". En 1974, la Santa Sede publicó una instrucción con "orientaciones y sugerencias para la aplicación" del principio de amistad proclamado por el Vaticano II. Y hace unos meses volvía a proponer "subsidios" o instrumentos para profundizar en esa amistad en el terreno de la enseñanza. Juan XXIII había eliminado la referencia a los "pérfidos judíos" de la liturgia del Viernes Santo. El discurso de Juan Pablo II en la sinagoga romana ha ido más lejos: "Hermanos hebreos, vosotros sois nuestros hermanos predilectos y en cierto sentido se podría decir que sois nuestros hermanos mayores".
Problemas teológicos
Queda aún un camino largo en ese reencuentro. Siguen existiendo cuestiones de fondo y los problemas teológicos constituyen el núcleo de las dificultades. Las universidades tienen en ello una tarea que hacer. En resumen, el problema podría definirse así: mientras que por una parte se insiste en la afirmación de un "único pueblo de Dios", dividido -entre judíos y cristianos- según la diferente acogida al mensaje de Jesús como Mesías, por otra los católicos mantienen que es la Iglesia el "nuevo pueblo" elegido. Ello provoca, como ha dicho el cardenal Etchegaray, que la permanencia del pueblo hebreo no plantee a la Iglesia sólo relaciones de buena vecindad, sino cuestiones que afectan a su propia identidad.
El paso dado por el Papa es, pues, un pago más político que religioso en ese aspecto. Las relaciones religiosas llevan inevitablemente a cuestiones históricas y políticas. El holocausto nazi y la existencia del Estado israelí desde 1948, Auschwitz e Israel, son el fruto político de una raíz religiosa. El exterminio por los nazis no fue una persecución como otras, y el resurgimiento del Estado no fue un simple retorno a la tierra de la promesa. El Papa fue tajante, como lo hizo en Auschwitz, contra todo tipo de persecución o discriminación. No hizo, en cambio, la menor mención del reconocimiento del Estado de Israel, tal como lo había pedido el Congreso Europeo de Rabinos. Pero Roma ruega a los católicos que comprendan la significación profunda del holocausto. Una tragedia ante la cual los cristianos no pueden permanecer indiferentes.
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