Contra el analfabetismo
Uno de los títulos más provocativos que han aparecido en estas páginas en lo que va de año es el Elogio del analfabeto, de Hans Magnus Enzensberger. El ensayo encabezado por esta aparente paradoja es ingenioso y erudito, pero en mi opinión totalmente erróneo.He aquí la tesis de Enzensberger. El analfabeto primario, clásico, no sabía leer ni escribir, pero sabía contar. Era el depositario y transmisor de la tradición oral, y por tanto el inventor de la literatura. Con el desarrollo industrial del siglo XIX se empezó a condenar al iletrado, a intentar arrancarle a su presunta ignorancia. El objeto era evidente: alfabetizar al pueblo para explotarlo mejor, para que asimilara el mensaje y consigna de los opresores. Este esfuerzo ha desembocado en un nuevo analfabetismo, el analfabetismo secundario, en el que la gente sabe leer y escribir, pero no sabe contar, ni pensar, ni crear: su función se limita al consumo pasivo, manipulado por los medios de masas. El nuevo analfabeto es refractario a la literatura: su recinto cultural es la televisión, y la literatura se ha convertido en un ejercicio de minorías, donde por fuerza imperan la memoria, la astucia y la tenacidad, es decir, las cualidades del analfabeto primario, al que creíamos haber eliminado y que resulta ser el que tenía razón.
Adolece esta tesis de dos males: de inexactitud histórica y de argumentación parcial y reductiva. Por lo pronto, es falso que los analfabetos primarios supiesen contar. Sabían contar algunos, muy pocos: el contador o narrador, llámese juglar, griot o aedo, es una figura de excepción en, casi todas las culturas. Los demás escuchaban, o no escuchaban, y muchos se iban a la tumba sin saber lo que era una epopeya o un romance. Tampoco es cierto que la literatura nazca de la tradición oral. La tradición oral está fatalmente condenada a desgastarse y extinguirse, y sólo adquiere sentido cuando se copia en letra.
El Poema del Cid, por ejemplo, no se lo debemos a los juglares que lo contaban, sino al copista que lo escribió. Además, desde fecha muy temprana (en Occidente desde el siglo XIII, con los trovadores y los clérigos) las artes verbales siguen normas de estilo, y el estilo no se concibe sin la escritura. Por último, es absurdo reducir la alfabetización al ámbito moderno y multitudinario. El afán de trascender los límites de la expresión oral comienza con el mundo, y la enseñanza de la letra escrita constituye el fundamento de numerosas y antiguas sociedades.
La dialéctica del señor Enzensberger no es, menos discutible. ¿Qué culpa tenía el abecedario de que hubieran surgido las fábricas, crecido las urbes, mejorado las comunicaciones? ¿Acaso habría sido más dificil explotar a los analfabetos? En el campo, donde se contaban por millares y donde perduraba, aunque débilmente, la tradición oral, ¿fue menos opresi.va y violenta la explotación? Y los explotadores corrían un riesgo considerable al proporcionar a sus esclavos nuevas ventanas sobre el mundo. El movimiento obrero coincide con el auge industrial, y prospera gracias a los folletos, periódicos y libros que se imprimen en casi toda Europa. Con la alfabetización, la burguesía imperante no sólo se agencia un arma defensiva, sino que pone en las manos de un enemigo nato un arsenal enteró.
El análisis del analfábeto secundario o, como le Ilama Enzensberger, "el consumidor cualificado", también deja mucho que desear. Lo que caractienza a este nuevo iletrado no es la posesión del alfabeto, sino el escaso
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Contra el analfabetismo
Viene de la página 17 uso que hace de él. Y de eso, el alfabeto tampoco tiene la culpa, como no la tiene la televisión, -medio que aborrece nuestro autor aun reconociendo haberlo admirado en una época. La televisión en sí y por sí no es ni buena ni mala: todo depende de su contenido. No sólo se retransmiten por televisión anuncios de cerveza y aventuras de cretinos millonarios; con notable frecuencia se ven y oyen dramas de Shakespeare y conciertos sinfónicos. Que el analfabeto secundario los desprecie no merma en nada su enriquecimiento del medio audiovisual. La misma variedad de contenidos se observa en el teatro, que fue de Sófocles a Feydeau, y en el cine, que empezó con Murnau y Pabst y ha acabado en Rocky y en Rambo. Y a estos dos medios audiovisuales nunca les han faltado detractores ni apologistas.
En su afán de censurar la cultura burguesa, Hans Magnus Enzensberger incurre en un error muy común entre la burguesía: la inversión o confusión de medios y fines. Sin pretender que el fin justifique los medios, podemos afirmar que todo medio honrado es legítimo si mejora el estado de cosas. Quien aprende lo que no sabía da un paso hacia adelante, y no hacia atrás. No le debe asustar que ese adelanto le complique la vida o le exponga a peligros insospechados. Es mucho más probable que la adquisición de nuevos medios le salve del peligro, que fomente en él la memoria o la tenacidad que Enzensberger asigna al literato... y al analfabeto.
Nadie negará la potencia y omnipresencia de la contracultura de masas. Pero el anhelo humano de libertad nos está resultando mucho más elástico y resistente de lo que creíamos. Poco favor le haríamos al esclavo de la retórica comercial y administrativa si le priváramos de la ocasión de convertirla en verbo, en discurso propio, o si dudásemos de su capacidad de realizar esa metamorfosis.
Como decía nuestro gran poeta Jorge Manrique, "este mundo bueno fue/ si bien usásemos de él". Todo es cuestión de uso, es decir, de elección. Con el mismo léxico alemán se compusieron los poemas de Goethe y las arengas de Hitler. Y esto demuestra lo contrario de lo que aventura Hans Magnus Enzensberger. Demuestra que las posibilidades del alfabeto son ilimitadas, y que debe ponerse, por tanto, al alcance de todos.
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