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Fragmento de una república rota

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A media noche sonó el teléfono en la habitación del hotel Victoria, en la calle de: las Barcas de Valencia. "Perdonen los señores, hay alarma y deben ir al refugio. No utilicen los ascensores, por favor".Mi padre saludó con respeto a algunas de las personas que encontraba en la escalera: "El Gobierno", murmuró. Todo era silencioso y distinguido aquella noche; damas y caballeros bajaban pausados, sobre la alfombra blanda. Se cedían el paso y se sonreían: representaban su papel cívico y responsable, que obliga a la calma y la serenidad frente al peligro. A lo lejos se oían estampidos como de timbales, a compás. "Cañonean ¡desde el mar", dijo mi padre, que había sido marino. Valencia comenzaba a ser la capital de la República Española.

Los madrileños llegábamos ciegos de nuestra ciudad en tinieblas. Vertíamos de un noviembre helado y hambriento -chirlas y lentejas-, con las manos llagadas de arrastrar sacos terreros y de arrancar adoquines para levantar barricadas. En el oído, el chirrido de los proyectiles del quince y medio que atornillaban el aire, el fragor de las -cosas al caer, el canto de las brigadas internacionales camino del frente -unas calles más abajo-, el tiroteo en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria.

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Habíamos salido al amanecer, dejando atrás la ciudad a la que creíamos que no volveríamos más. La carretera, polvorienta y rota, estaba guardada por los hombres rojinegros de la columna del Rosal -patillas de boca de hacha, pañolones con sus colores, pistola en mano- que ayudaban a las mujeres y los niños, pero tenían miradas de fulgor para los hombres: a muchos les hacían volver atrás. A veces miraban al cielo donde una chispa helada podía ser un avión de reconocimiento: "Es de los nuestros", tranquilizaban a los civiles. Al final, ya en la noche, al bajar el puerto de Contreras, aparecía Valencia cuajada de luz, fantástica, irreal. Y el horizonte oscuro y muerto del mar.

En Valencia la guerra era discreta, y el invierno, cálido y aromático. El escaparate de Barrachina era una imagen del paraíso. Para comer, sólo hacía falta comprar: como antes. En el hotel Londres había paellas los jueves, y los corresponsales extranjeros, vestidos para la guerra -cueros comprados en Selfridges o en La Samaritaine- desentonaban con el frac del maître: como si la guerra fuera de ellos, de los que mascullaban sus puros y escribían a máquina compulsivamente, y reclamaban en idiomas extranjeros conferencias que nunca llegaban. En el Inglés, el dueño se acercaba, compungido, a las mesas del comedor, y decía: "Dispensen el servicio y la cocina... Desde que lo dirige el comité, esto ya no es lo que era...".

Muchos de los madrileños, evacuados en los camiones del Quinto Regimiento, o huidos en medios de fortuna, no quisieron entender Valencia. Había entonces un tipo de madrileño capitalino y despectivo: y tenía mala conciencia de haber dejado su ciudad en peligro y la proyectada sobre quienes le acogían. Se burlaban del idioma, llamaban "'la escupidera" a la plaza de Castelar, por sus grandes agujeros redondos que daban luz y aire al mercado de flores; huidos del frente, acusaban de cobarde a la retaguardia. Con el hambre a la espalda, hacían gestos de horror en el mercado ante la comida viva: las anguilas, los caracoles... En muchos había la amargura real de que aquella abundancia no se alargase para socorrer a Madrid. Valencia era cortés, abierta generosa: comenzó a dolerse. Las dos poblaciones se llevaron mal; y una parte de Madrid no ha extinguido nunca su deuda con Valencia.

Calle de Barcelonina: balcones sobre la plaza de Castelar. Doña Claudia, que nos alquilaba el piso y se reservaba un habitación, tocaba por las noches a Chopín y tenía un singular empeño en ponerme bien los dedos -el doigté, se decía entonces-para el estudio número tres; por las tardes, venía al salón a tomar el té con mi madre y, a veces, mezclaba unas frases en inglés: todavía había cosas que creían que no debía escuchar el niño. El niño, que había alzado barricadas y corrido entre las bombas y los incendios y pasado entre los muertos, hacía la instrucción premilitar en el instituto Luis Vives, llevaba en la solapa el triarigulito de la FUE, buscaba discos de jazz, patinaba en el skating de Los Viveros, echaba un anzuelo inútil al Turia, ayudaba en las cuestaciones del Socorro Rojo, iba incesantemente al cine, dondé se fascinaba con Jean Harlovv. Una educación sentimental.

Pero desde los balcones a la plaza de Castelar se veían otras cosas. La llegada de los malagueños, huyendo de los fusilamientos a mansalva: gentes de pueblo, con las alpargata,s rotas de andar, con los rostros oscuros señalados por el hambre y el espanto; también dejaban atrás muertos y cautivos. El. paso, tenso y duro, del cortejo del entierro de Durruti, con los ftisiles de la enorme y fiera escolta apuntando hacia los balcones. El concuirso de bandas de los pueblos, con La Internacional como pieza obligada. Y un gran tríptico en el centro de la plaza, con los retra-

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Fragmento de una república roba

tos de Benavente, de Machado, tal vez de García Lorca (el recuerdo es impreciso, quizá falseado por cosas leídas después, contadas por los mayores. Pero algunas imágenes son imborrables, y ciertos sentimientos marcan toda una vida).Mi padre viajaba a Madrid frecuentemente. Llamaba por teléfono y, a veces, decía: "Escucha, escucha..."; callaba él y llegaban por el auricular hasta la tarde serena y olorosa de la pequeña república de Valencia los ecos del cañonero: la voz de Madrid. "¿Qué tal está la casa?", preguntaba mi madre. "Bien... he puesto colchones en los balcones, porque a veces las balas del frente dan en la fachada...". "Ten mucho cuidado", decía ella, con la insistencia protectora que tenían antes las mujeres, cuando abrochaban bien el abrigo y enrollaban la bufanda del hijo y del marido en las mañanas glaciales en el tiempo de paz. Ahora nos decían: "Si hay bombardeo, métete corriendo en un portal... No dejes de bajar al refugio".

En Valencia daba tiempo, desde que sonaban las sirenas cuando se aproximaban los barcos o los aviones, hasta que cayeran los primeros proyectiles. Tiempo de vestirse y de arreglarse un poco para la pequeña reunión del sótano. Doña Claudia no bajaba nunca, y comenzó a murmurarse que subía a la terraza para hacer señales luminosas a los atacantes. Había gente que moría por denuncias así de estúpidas, y de inverosímiles. Mi madre no sabía con qué delicadeza advertirla y optó por el idioma que ellas tenían para las cosas difíciles: "Please, be carefull...". Ella sonrió sin contestar, pero nunca bajó al sótano. Yo trataba de imaginarla en la terraza, sola frente al cielo surcado por los reflectores, envuelta en su chal, encendiendo y apagando una linternita con la misma mano blanca que tocaba a Chopin; lo pensaba como una película, como si fuera una pequeña y delgada Lilian Harvey, espía del enemigo, pero nunca como una realidad.

Pero ya Valencia no era bastante para muchos. Había frentes que se aproximaban, cundía la idea de que la guerra estaba perdida. Unos tenían miedo; otros, simplemente asco de las dos Españas, o de la guerra en sí. Había personas que un día desaparecían: habían escapado a Argel en barcos de pesca. Otros se despedían, enseñando un nuevo pasaporte diplomático para misiones repentinamente necesarias, o para dar conferencias en América. En el instituto se abrían listas para los niños que quisieran irse a la Unión Soviética. El Gobierno mismo buscaba ya otro aire, y casi otra frontera: a los 10 meses de estar en Valencia se fue a Barcelona, y se llevó su capitalidad. Ya estaba allí don Manuel Azaña, escribiendo por las noches La velada en Benicarló, mientras se hundía la República que presidía. Los madrileños seguían refunfuñando por las calles valencianas, haciendo derrotismo, dando lecciones y riéndose de la provincia...

Algunos volvimos a Madrid, donde la guerra era cierta y palpable, y donde de nuevo el otoño traía el viento enfriado en los neveros de la sierra. Donde la guerra era de verdad, y el hambre, un hueco profundo en el estómago. Quedaban casi dos años de guerra, y 40 más de resistencia, y los que queden de nostalgia, de sentimiento de algo irremediablemente perdido, o de uno mismo perdido.

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