El día después
EDUARDO SAN MARTÍNAlgunos nos levantamos aquella mañana con la lengua estropajosa, una prensa mecánica operando sobre las sienes y una tabla de madera en el lugar donde se supone que debe quedar la nuca. ¿Nos encontrábamos en plena resaca de la pesadilla concluida sólo unas horas antes o se trataba más bien de los síntomas anunciadores de un próximo e inevitable trancazo?
Nada mejor para un diagnóstico seguro que tratar de reconstruir lo que habíamos hecho en las horas precedentes. Nos habíamos levantado, pero no como todos los días. A decir verdad, nos habíamos levantado de bastante mala uva. Fuera porque nos había costado más esfuerzos de los acostumbrados conciliar el sueño, fuera porque nos cabreaba el solo hecho de pensar lo que nos esperaba por delante, lo
cierto es que aquel despertar había sido todo lo contrario de un placentero tránsito de la modorra a la vigilia. Y en seguida la leniniana, tremenda pregunta. ¿Qué hacer? Apenas tiempo para preparar el café y ya estaba allí, acechante, reclamando insistente, la resolución del enigma. Al principio, algún manotazo al aire y lo perentorio de la cita diaria con el cuarto de baño fueron suficiente excusa para ganar tiempo y aplazar la decisión a un momento posterior más propicio.
En el lugar de trabajo los bandos no estaban muy delimitados, pero nadie se privaba de proclamar, casi a gritos, sus preferencias. Sus preferencias de ese momento, se entiende. Que no tenían que ser necesariamente las mismas que habían defendido días antes e, incluso, hacía sólo unas horas. Quien había apresurado sus movimientos de la mañana en dirección a sus ocupaciones con la vaga esperanza de hallar algo de luz antes del pronunciamiento fatal no consiguió sino algo más de incertidumbre, mucho vocerío y materia sobrada con que alimentar para el resto de la jornada el temprano cabreo de la despertada. Y tal vez lamentara no haber hecho ya lo que debería haber sido su primer acto del día: una moneda al aire y a hacer puñetas el enigma.
Nos dimos, pues, un plazo de algunas horas más, hasta bien entrada la tarde. Queríamos pensar que así dispondríamos de más tiempo para aventar el granode una toma de posición de la paja que las discusiones exteriores. En el fondo -ya ni éramos capaces de engañarnos a nosotros mismos- lo que estábamos haciendo era lanzar balones fuera para ganar unas horas y ver si, con la jornada ya casi dando a su fin, la inevitabilidad de un resultado liberaba nuestro voto de cualquier carga decisoria. Y, claro, no pudimos sino sentirnos peor. No tanto por haber descubierto lo que estábamos haciendo -intentando hacernos trampas-, sino más bien por el hecho de que lo habíamos descubierto.
Pero la estratagema nos sirvió de bien poca cosa. El tiempo que quisimos ganar se convirtió, sobre todo, en la prolongación de una agonía y no por eso dispusimos de más elementos para decidir. De modo que nos encaminamos con la resignación de un buey a cumplir con lo que nos habíamos impuesto como obligación. Pero -y vuelta al principio- ¿qué hacer? ¿Hay, contra toda tradición política, una sola respuesta posible a cada pregun-
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El día después
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ta? ¿No podríamos responder hoy sí y mañana no y no por ello traicionarnos a nosotros mismos ni traicionarles a ellos? No. Se nos exigía una respuesta, una sola respuesta y ahora mismo. Y una respuesta que valdría para mucho tiempo y no sólo para ese instante. Abajo máscaras; nada de subterfugios. Nos habían puesto en las manos el puñal de Abraham. Cualquiera que fuera el sentido de nuestra decisión, uno quedaría esclavo de ella para los restos. Por mucho que la postura de los más anonadase la nuestra propia; por mucho que la nuestra, triunfante con la de muchos más, fuera después ignorada. En realidad, lo que nos estaban pidiendo era que nos votásemos o nos negásemos a nosotros mismos. Y no había tres oportunidades; tenía que ser a la primera y única.
Lo hicimos. Pero la sensación de alivio sólo duró hasta que fuimos advertidos de lo que habían hecho los demás. ¿Nuestra angustia de tantas, horas diluida de esa forma en aquella noria de tantos por cientos? Nos habíamos recogido tras las cortinillas con la convicción de que estábamos haciendo caer la balanza de uno u otro lado y ahora resultaba que el partido se había decidido por goleada. En cualquiera de los casos, nuestras fatigas de las horas pasadas resultaban ahora trágicamente inútiles. Nos quedaba, como único recurso, haber quedado en paz con nuestra propia conciencia. Pero ¿se puede quedar en paz con una conciencia que habíamos partido en dos en el momento de decidir? ¿Con cuál de ellas debíamos quedar en paz.? ¿Con la que había salido triunfante o con la que fue derrotada desde el momento mismo de la decisión? Ni siquiera el alcohol puede matar tanta amargura. Y, sin embargo, nos emborrachamos.
Ahora ya podíamos presumir que los síntomas detectados aquella mañana funesta podían deberse a los efectos de una monumental resaca. Pero no teníamos la certeza absoluta de que aquélla fuera la única causa, de forma que en las horas que siguieron no pudimos dejar de pensar que los males que denunciaban aquellas molestias podrían tener orígenes mucho peores; si, aun siendo desde luego rastros del pasado, no eran también heraldos de algo inquietante por venir. Nos preguntábamos si, en definitiva, las turbulencias de la jornada pasada no nos habían provocado, no ya una resaca, sino además una enfermedad de más dificultosa curación. Y teníamos razones para pensar así, porque a lo largo de todo el día la tirantez no aflojaba y los reflejos siempre iban algunos pasos atrás de lo recomendable. Y, por encima de todo, nos invadía una absoluta abulia.
Afortunadamente, la angustia no se prolongó mucho tiempo más. A la mañana siguiente, sea por los efectos de una noche especialmente sedante o por ciertas lecturas mañaneras, lo cierto el que las últimas brumas de la cabeza comenzaron a desvanecerse, la prensa de las sienes ya no apretaba tanto y dejaron de hacer falta las gafas de sol para mirar la luz. El estómago, aun que renqueante, ya funcionaba y la mente se encaminaba diligente hacia una velocidad de crucero aceptable. Después de todo, había sido una resaca; más prolongada de lo habitual, pero resaca al fin. Me pregunto todavía si el alkaseltzer fue Antonio Elorza (Una mala noche, EL PAÍS, 14 de marzo). Por si acaso, gracias.
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