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Un conflicto moral

Juan Luis Cebrián

"Aunque mi razón estaba completamente convencida, mis emociones se resistían a hacerle caso. Toda mí naturaleza había estado comprometida en mi oposición a la I Guerra Mundial; ahora su dicotomía interna favorecía a la segunda. Nunca he recobrado desde 1940 el mismo grado de unidad entre opinión y emoción que tuve entre 1914 y 1918. Pienso que dándome la licencia de esta unidad asumí algún credo más allá de lo que la inteligencia científica puede justificar. Hacer caso de la inteligencia científica, dondequiera que ésta me pueda conducir, me ha parecido siempre el más imperativo de los preceptos morales, y he seguido este precepto incluso cuando hacerlo suponía una pérdida de lo que yo mismo había tomado por lo más profundo de la percepción espiritual".Esta explicación de Bertrand Russell sobre su cambio de actitud (de un pacifismo radical en la primera Gran Guerra a un apoyo a la victoria aliada en la segunda, "por difícil que fuera obtener esa victoria y por dolorosas que resultaran sus consecuencias") me parece un buen ejemplo para ilustrar cuál es el estado de ánimo de muchos ciudadanos ante el debate sobre el referéndum del próximo día 12 y su decisión última sobre el voto. Una discusión sobre los problemas de fondo que plantea la Alianza en las actuales relaciones internacionales -tal y como sugiere hoy EL PAÍS en su editorial- hubiera ayudado a iluminar a los españoles en torno a cuestiones como la partición de Europa y la división de Alemania y, a formarse un juicio más, racional y menos pasional sobre el caso. Pero este debate brilla por su ausencia. La concepción de Europa occidental como una cultura de las libertades frente a la dominación soviética de los Estados centroeuropeos del socialismo real, la meditación sobre el otro bloque, el Pacto de Varsovia, ha estado por lo mismo ausente de la polémica. La extensión del militarismo norteamericano y la concepción imperial de su papel se han contemplado desde la ideologización del debate, descuidando la contemplación de los esfuerzos de la propia Europa occidental por elaborar una política conjunta menos dependiente de Washington y dile los temores que en ella suscita la puesta en marcha del programa SDI (guerra de las galaxias). Esta ideologización es el motivo de que sea cual fuere el resultado del referéndum, algunos de los males profundos que se pueden generar ya están causados: división en la sociedad civil, dramatización artificial de una situación política que parecía normalizada, verbalismo demagógico de los políticos, pérdida de prestigio de los partidos, con grave daño para las instituciones democráticas... Pero lo peor de todo es ese sinfin de turbaciones que atañen a la conciencia del español medio, sometido a un zarandeo de presiones (vota por España, por la paz, por esto y por lo otro) en el que lo de menos parece el análisis de las relaciones internacionales y lo de más está en saber cómo diablos se va a al cielo que cada quien promete.

Es sobre este aspecto de la conciencia y la moral del voto sobre lo que pretendo decir algo. Antes conviene, sin embargo, aun de forma somera, dejar sentadas determinadas cuestiones, quizá harto repetidas, pero que pueden servir de pórtico a los conflictos éticos generados por una consulta que se ha planteado ni más ni menos que como una exigencia moral del Gobierno y su presidente.

Siempre me he manifestado contra la política de bloques, por considerar que ésta ha debilitado el papel y las posibilidades de una Europa unida en el contexto internacional. España estaba militarmente alineada, aunque políticamente aislada, en uno de esos bloques desde los pactos con Estados Unidos de 1953 (no es cierta la pretendida no beligerancia del general Franco; no lo fue en su apoyo a las potencias del Eje, primero, y en su contribución a la guerra fría, después). El ingreso de España en la organización del Tratado de Washington no alteró por eso el equilibrio internacional, aunque constituyera un reforzarmiento psicológico -por así decirlo- de esa política de bloques. Calvo Sotelo huyó de la búsqueda de un consenso necesario y de una negociación acertada a la hora de firmar el acuerdo. Acepto que es dudoso que, en la época en que se hizo, hubiera podido impedirse: España aún no se había repuesto del golpe del 23-F, y aumentaban las tensiones entre las dos potencias con la actitud de la primera Administración de Reagan frente a una Unión Soviética sumida entonces en la decrepitud de su clase dirigente. Pero es posible pensar que nuestro país tenía aún una cierta capacidad de decisión para no entrar en la OTAN. Sin embargo, una cosa es, como tantas veces se ha recordado, no entrar en ese club y otra salirse de él. La experiencia histórica y el fruto real de las decisiones de De Gaulle bien valen como ejemplo de lo que quiero decir; y eso que Francia era todavía en 1966 una gran potencia mundial, con su propia fuerza de disuasión nuclear, y De Gaulle, un líder internacional de primer orden.

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Ahora, tal y como ha planteado el Gobierno el referéndum, lo único que no está en cuestión es el alineamiento occidental de España. La política de bloques envuelve desde hace tiempo todo el escenario internacional, y viene marcada por la acumulación ingente de armamento nuclear, gobernado casi de forma exclusiva por los dos grandes. Desde la firma del Tratado por España, la OTAN se ha visto sometida a dos cambios internos fundamentales: la instalación de los euromisiles norteamericanos en su territorio como respuesta al despliegue de los SS-20 soviéticos en los países del Pacto de Varsovia y el programa de la guerra de las galaxias, que ha suscitado temores en los Gobiernos occidentales a una especie de retirada de Estados Unidos en la defensa de Europa. Por último, el cambio reciente en la política de la Unión Soviética, el rejuvenecimiento de sus dirigentes, los nuevos aires de distensión, y los progresos, siquiera verbales, hacia el desarme marcan una etapa bien diferente respecto a la situación de hace cinco años. En las relaciones de poder internacional, los límites a la soberanía de los Estados vienen marcados por estas realidades, ominosamente representadas en el número de cohetes y cabezas nucleares de cada representación de Europa. Por eso lo que el Gobierno ha planteado a los ciudadanos es que decidan sobre una cuestión que atañe al poder, no a las convicciones de las gentes. Y por eso no estoy de acuerdo con que la convocatoria sea necesariamente un símbolo de la moralidad -individual o colectiva- de quienes la han hecho.

Éste es un aspecto fundamental del problema si se quiere valorar lo que algunos identifican, como voto reflexivo en la próxima consulta. Todos los votos son reflexivos en principio. Lo que sucede en este caso es que se trata de cómo solventar la división que el corazón y el cerebro, los sentimientos y la razón, provocan en muchos electores a la hora de decidirse. La confusión viene creada, por la ambigüedad que sugiere la pregunta planteada y por las actitudes rocambolescas que han protagonizado a partir de ahí la clase política y la intelectual. Sin embargo, no es ésta la hora de distribuir culpas.

Cuando Felipe González confesaba en una entrevista, el pasado mes de diciembre, que había hecho una especie de viaje personal desde la ética de los principios a la de las responsabilidades -introduciendo en el debate político del momento una cuestión de filosofía moral- nunca pensé que hubiera decidido embarcar también en esa excursión a todos y cada uno de los votantes de este país. Eso es exactamente, sin embargo, lo que significa la convocatoria del referéndum. En la teoría y en la práctica del funcionamiento de la democracia representativa, el referéndum solo era necesario y conveniente si -como en Dinamarca en el caso de la reforma de la CE- el Gobierno hubiera perdido en votación parlamentaria sus propuestas. Desde el momento en que la casi totalidad de los diputados votaron el sí al programa socialista sobre la OTAN, la apelación a un referéndum consultivo en el marco de la Constitución podría plantear una especie de conflicto de representaciones entre una mayoría posible de ciudadanos favorable al no y la soberanía de las Cortes, que votó sí: una especie de doble y contradictoria legitimidad, democrática de difícil resolución. Mucho más difícil aún si se tiene en cuenta que estamos hablando de un tratado internacional sometido a unas formalidades jurídicas complicadas y estrictas. El giro dado por Felipe González y el partido socialista respecto a la presencia de España en la OTAN puede ser una manera de ejemplificar en qué consiste para los gobernantes el ejercicio de la ética de Ias responsabilidades. Trasladar ahora la decisión de ese giro, y de las consecuencias de que se asuma o no, al sufragio de los ciudadanos es depositar en ellos la carga del poder, pero no se les han entregado los medios para que la lleven. Y puede ser jugar con fuego en un país con sólo una década escasa de tradición parlamentaria reciente, que conviene reforzar y no desacreditar.

Las escuelas del humanismo cristiano que defienden con justicia la igualdad del voto al margen el grado de cultura, el sexo, raza, clase social o religión del elector, padecen una cierta compulsión a identificar el voto con la conciencia. Es cuando menos una forma discutible de ver las cosas, porque la palabra conciencia sugiere una definición trascendente, casi salvífica o condenatoria, a nuestro acto. La honestidad de un voto democrático puede no tener mucho que ver con la conciencia moral del individuo. En el acto político de votar se debate también, y sobre todo, un conflicto de intereses. De ahí que un no marxista pueda con tranquilidad dar su voto a un comunista y que desde sectores progresistas se puedan apoyar en ocasiones programas llamados burgueses. Ningún votante siente mancillada su honestidad por obrar así. Pero el planteamiento del referéndum por el Gobierno como una cuestión moral o de ética política y la inclusión en el debate de elementos simbólicos tan definitivos como los de guerra y paz han generado no poca turbación de ánimo, fundamentalmente en muchos de quienes dieron su voto al PSOE en las últimas elecciones.

Por describirlo brevemente, una parte de su naturaleza -su corazón o su razón, según los casos- les inclina a no prestar el sí a una consulta en la que se entremezclan conceptos como el militarismo, la política de bloques y la disuasión nuclear. Pero la otra -su razón o su corazón- les empuja a no ayudar con el no a desalojar o debilitar al actual Gobierno -convencidos, por lo demás, de que ese no para nada significa el abandono del alineamiento español ni una neutralidad hoy por hoy imposible- y, lo que les parece aún más peligroso, a generar distorsiones o desequilibrios internacionales en un momento de aparente distensión y de mayores esperanzas en lo que concierne al desarme. Pues bien, en ese ejercicio de la ética de las responsabilidades que el Gobierno nos exige ahora a los gobernados, gran parte de los ciudadanos está condenada a tener que elegir entre sus emociones y su inteligencia. De otra manera, y tal y como están las cosas, esto, en vez de una consulta popular, amenaza con convertirse -a la vista están los primeros ejemplos- en una catarsis colectiva. En ese sentido, pienso yo que la motivación fundamental del voto no puede venir dada por la afirmación de la identidad moral del individuo. Esta vez el voto viene cargado de confusas consecuencias. Como ya expliqué en un artículo anterior (*), no disminuye el riesgo nuclear para España, ni su alineación militar varía, porque triunfe el no. Y el sí puede ser contemplado como un apoyo a la doctrina de la disuasión nuclear, pero también como un deseo de reforzar la gestión propiamente europea en la defensa del continente, por dificultoso que pueda parecer, tratando de que la OTAN no sea sólo o primordialmente una extensión del poderío norteamericano.

Desde el punto de vista de sus intereses políticos, los electores del PSOE, deberían preguntarse por eso si les conviene o no que el Gobierno pierda esta confrontación. No si le conviene a España ni a las grandes ideas, sino si les conviene a ellos, a los ciudadanos, a su forma de vida, a sus expectativas y a sus esperanzas. Y en esta dialéctica interna entre la ética de las convicciones de cada cual y la de las responsabilidades que nos obligan a asumir los gobernantes -seguramente por no querer hacerlo ellos- no me parece mala norma de conducta la que Russell señalara: hacer caso de los dictados de la razón es la primera de nuestras exigencias morales. Quizá si éste hubiera sido el discurso del Gobierno y no se hubiera metido en un viaje de patriotismo barato no tendría hoy tan difícil la victoria, ni especularía tanto sobre los destructivos efectos de la derrota.

Una cuestión política. EL PAÍS, domingo 26 de enero de 1986.

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