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Todos eran felipistas

Puesto en circulación por José Aumente, o al menos yo no lo había leído antes, ha comenzado a utilizarse el término felipismo, que Francisco Bustelo aprovechó también en otro artículo posterior, aunque me parece que con atribución menos exclusiva. Aumente lo justificaba comparándolo con el franquismo, puesto que, en su opinión, también el felipismo se presenta como la única opción válida que se puede oponer a la nostalgia autoritaria de la derecha, de la misma manera que el franquismo se presentaba como la única solución frente al marxismo ateo, etcétera. Bustelo empleaba el término de pasada, si no recuerdo mal, ya que su crítica era interna. La hacía desde un PSOE que no parece dispuesto a abandonar a pesar de todo, y admitiendo los obstáculos propios del hecho de gobernar. Teme, sin embargo, Bustelo que se estén haciendo más concesiones de las necesarias, y sobre todo, que se cierre el horizonte de la esperanza en la medida en que el abuso con que se justifica la necesidad acabe transformándola en virtud. La crítica de Aumente tiene, en cambio, al menos, eso que parece intención competitiva, en la medida en que está hecha desde el andalucismo de izquierda y se presenta, por tanto, como una alternativa, al menos para Andalucía.Sin embargo, lo que es común a las dos utilizaciones del término es precisamente aquello que menos lo justifica. Porque no cabe duda de que el secretario general del PSOE despliega toda su capacidad de seducción, todo el fervoroso convencimiento que caracteriza su manera de hablar, pera influir en la militancia y también, naturalmente, en el electorado. Pero eso es propio de todos los líderes. Incluso puede decirse que lo son en la medida en que lo consiguen. Y es natural también que el objeto de su convencimiento sea la justificación de las diferencias que existen entre lo prometido y lo realizado, entre lo pintado y lo vivo. Ya no parece tan natural, en cambio, que la militancia, sobre todo, se deje convencer, salvo que lo estuviera ya previamente en suficiente medida como para sufrir la transformación de la que se le quiere exculpar. Y salvo que el electorado, por su parte, más que dejarse convencer, escoja la opción que se aleja menos de sus aspiraciones. La militancia tendría que afinar más, desde luego, puesto que no es ajena, o no debería serlo, a los cambios que el líder trata de imponer. Teóricamente al menos, puesto que o ha votado su elección con la mayoría o lo ha aceptado con la minoría, y en ambos casos es responsable. ¿Cómo, pues, se la puede exculpar?

En eso radica, pues, a mi entender, el exceso de significación contenido en el término felipismo. Que Felipe González practica el felipismo es evidente. Tiene las condiciones que se necesitan para hacerlo. Habla con fervor convencido, hasta el punto de que el timbre de su voz, los recursos oratorios, la argumentación que despliega, están cargados de un coactivo acento moral. Cada vez más emplea, por otra parte, la primera persona del singular, de tal modo que da la impresión paternal de estar tomando él sólo las decisiones y cargando en exclusiva con la responsabilidad. Al principio de su mandato cuidaba más estas cosas, pero a medida que ha ido sintiéndose más seguro en su posición -de sí mismo parece haberlo estado siempre, o al menos eso sugiere el convencido fervor con que habla de todo- acentúa su tendencia felipista. Sin embargo, aun aceptando que abusa de su poder de persuasión, mediante la utilización de argucias tales como el tono ético que imprime a sus argumentos, para ganarse la moral del interlocutor, no parece admisible exculpar a quienes comparten con él la responsabili-

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dad de haber ganado las elecciones.

Y, sin embargo, de eso se trata. Eso lleva implícito, al menos, el personalismo del término felipista con que se le acusa. Porque si toda la culpa la tiene el felipismo, es decir, el abuso de poder de Felipe González, ¿qué hay que pensar de los militantes y de los electores? La intención parece clara. Se trata de presumirles inocentes para que no hayan de sentir escrúpulos en retirarle su confianza y darla a otros.

Trabajo les va a costar, sin embargo, en el caso de que la suposición sea cierta. Trabajo van a tener para conseguirlo incluso los que piden menos esfuerzo, porque proponen únicamente cambiar la posición sin salirse del PSOE, sólo corriéndose un poco hacia la izquierda. Y más difícil todavía, más trabajo, si lo que han de hacer es abandonar sus filas, no para marcharse a casa, sino para formar en otras menos próximas al poder real, al que se toca y desde el que se ejerce. Trabajo va a costar incluso convencer a los electores, que no están ligados por ninguna disciplina, pero tampoco por otras aspiraciones que las de evitar males mayores. Porque ni la creación de 800.000 nuevos puestos de trabajo ni la posible salida de la OTAN eran los argumentos de fuerza por los cuales el PSOE ganó 10,5 millones de votos. El gran argumento consistió precisamente en el que asemeja el felipismo al franquismo, o sea, el de alejar la involución, representada no sólo por Fraga, cuyo pasado es imposible olvidar por mucho que se silencie, sino también por sus ostensibles partidarios, cuyos pasados también cuentan. Y sus representantes parlamentarios. Todos son testigos muy próximos, por los que se conoce mejor qué clase de democracia practicarían si alcanzaran la mayoría.

Me parece poco discutible que 10,5 millones de electores sólo se consiguen poniendo mucha sordina al radicalismo. No hay en este país -ni en ningún otro, ni tal vez entre todos los de la Europa de la economía de mercado juntos- 10 millones de socialistas. Sí que hay, en cambio, en este país, 10 millones de electores que no quieren volver al franquismo, aunque sea al precio de aceptar el felipismo como única alternativa. Porque hay parecidos de táctica con el franquismo, como la tendencia a reducir opciones electorales mediante el bipartidismo, a todas luces insuficientemente representativo, pero las diferencias son mucho más importantes. Sobre todo, cuando se vota más por generalización aproximativa que por convicción ideológica, y por el rechazo de lo que no se quiere más que por la afirmación de lo que se quiere. ¿Qué duda cabe, por ejemplo, de que en este momento impera al sentimiento del peor podría ser? Lo cual, por otra parte, tiene la ventaja de ser cierto. Peor podría ser si ganara Fraga -para los 10,5 millones de electores, digo-, aunque no se saltara a la torera, ni de la noche a la mañana, las libertades que los socialistas en el poder han ido recortando, como si quisieran adelantar el trabajo que completarían los populares en el caso de que ganaran.

Pero no es de los electores de los que se trata especialmente, sino de la militancia intermedia, que tiene bien poco de inocente. Y basta recordar, para confirmarlo, cómo ha ido creciendo, a partir de los pocos centenares que tenía el PSOE durante la clandestinidad -durante sus 40 años de vacaciones, en los que era tan difícil encontrarlos- hasta su actual solidez mayoritaria en el ejercicio del poder. No son inocentes los que se le fueron integrando, procedentes de otras opciones muchísimo más radicales, algunas de un revolucionarismo delirante, ni de los que consiguieron liberarse de su autorrepresión democrática justo a tiempo para llegar a la legalidad con un número de carné no demasiado alto, ni menos todavía quienes pidieron el alta para no tener que ocupar sus cargos como independientes, puesto que semejante calificación es poco estable si se trata de seguir escalando puestos. Y aún podría hablarse de los espectaculares casos de doble salto mortal sin red, desde el centro, que iba perdiendo, hasta la moderada izquierda, que iba ganando.

Inocentar, si se me permite el término, tal legión de políticos avisados, muchos de los cuales dejaron atrás las más firmes convicciones nacionalistas, por ejemplo, en virtud de las cuales habían jurado firmemente que nunca se integrarían en una formación política que no fuera soberana en su propio espacio -y ése era el sentido proclamado de la Federación de Partidos Socialistas, pongo por caso, a cuyos partidos pertenecían no pocos de los actuales ministros del Gobierno- es un empeño destinado al fracaso. Entre otras cosas, porque tales culpables se tienen por inocentes, y más aún, por víctimas que sacrifican su libertad personal en favor de la libertad de todos, por utilizar una expresiva definición reciente del felipismo.

Felipistas son todos, como serían guerristas -como lo son, de hecho, en segundo lugar, pero lo serían en primero si el número uno fuera Alfonso Guerra en lugar de Felipe González-, y sinceramente además. De eso no hay la menor duda. Unos son felipistas a su pesar y desde la lejanía del poder, en la medida en que padecen de cierta disfunción crítica entre lo que les convendría creer y lo que creen de hecho; otros lo son obedeciendo a su espontánea convergencia entre lo que creen y aquello a lo que aspiran, y no pocos son entusiastas en la expresión de una fe que ponen en hora con lo conveniente cada mañana, antes de salir a la calle, con un gesto que se les ha convertido ya en maquinal a puro de repetirlo. Todos son felipistas, a su pesar o a su favor, en la medida en que creen que fuera del PSOE no hay salvación, que es necesaria la unidad en la fe socialista y que los tiempos cambian, la sociedad cambia, se hace adulta y no espera ya que la transformen, sino que formula sus demandas de transformación regulada, a las que hay que dar satisfacción. Porque el PSOE, cuando aún no existía, cuando era sólo un recuerdo histórico exiliado y una débil presencia clandestina interior, más débil aún que la debilidad generalizada de la oposición en su conjunto -o en su dispersión, para ser más exactos-, ya era una idea en la mente de su propia Internacional, que reveló en Suresnes al ungido para que nos llevara a todos, por los caminos del consenso, a la transición y no a la ruptura, a fin de que también aquí se cumpliera la buena nueva de la OTAN. Y en ésas estamos. Todo lo demás, todo aquello en lo que estamos los que no estamos en ésas, no es para mañana, precisamente. Y el tiempo pasa sobre los que, desde la voluntad de transformación, la redujeron al cambio y ahora renuncian dolorosamente a sus esperanzas, para aceptar sólo lo que dejan hacer, es decir, la modernización. Todos son, pues, felipistas, y no sólo Felipe González.

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